La fiesta de Pentecostés es como la cumbre suprema del año litúrgico. Ciertamente es la resurrección de Jesucristo el ápice de la vida de Jesús, pero el fruto de la Pascua de resurrección es Pentecostés, la efusión del Espíritu Santo sobre el corazón de los apóstoles, reunidos en oración con María, la madre de Jesús y madre de la Iglesia.
Son como los dos brazos del Padre eterno: el Hijo, que por su encarnación ha reunido a la humanidad dispersa por el pecado, clavando en la cruz la deuda de toda la humanidad. Y el Espíritu Santo, que interioriza y personaliza toda la obra de Cristo, llevándola a su plenitud por el camino del amor. De esta manera, las tres personas divinas actúan en plena sintonía en la obra redentora y santificadora de toda persona humana que viene a este mundo, y los Tres actúan en sacarnos del pecado y de la muerte para llevarnos al reino de su Hijo querido.
El Espíritu Santo es el último en revelarse, en darse a conocer. Pero hasta que no hay relación personal con el Espíritu Santo, no hay propiamente vida espiritual, vida cristiana, vida en el Espíritu. En efecto, el Espíritu Santo actúa desde el comienzo, aún sin darnos cuenta nosotros de ello, pero cuando nos hacemos conscientes de su acción y le invocamos como persona distinta, nuestra vida se hace del todo espiritual, porque se va disponiendo a ser movida por el Espíritu Santo. La vida cristiana es vida en el Espíritu, es vida movida por el Espíritu Santo. «Los que se dejan mover por el Espíritu Santo, esos son hijos de Dios» (Rm 8,14).
Por tanto, la fiesta de Pentecostés es la venida del Espíritu Santo, que se actualiza por la liturgia en nuestros días. Realmente, en esta fiesta hay una nueva efusión del Espíritu Santo sobre cada uno de los que lo invocamos y sobre la entera humanidad, por la que intercedemos especialmente en este día.
El Espíritu Santo es el autor de la gracia en nosotros. Somos mirados y amados por Dios Padre como hijos amados en el Hijo amado. «Este es mi Hijo amado, en él me complazco» (Mt 17,5). Es lo que escucha Jesús de parte de su Padre y es lo que escuchamos cada uno de nosotros, al unir nuestro corazón al corazón de Cristo. La gracia santificante es ese amor derramado en nuestros corazones, que nos hace criaturas nuevas. Una nueva vida con todo un desarrollo orgánico que potencia y purifica todo lo humano, llevándolo a plenitud. El alma en estado de gracia es el alma en la que reside el Espíritu Santo como en un templo, y en la que el Espíritu Santo es el principio activo más potente de su vida.
De ahí, en este nuevo organismo brotan las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. Y las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Con todas las virtudes anejas. Del Espíritu Santo vienen los siete dones: sabiduría, inteligencia, consejo, ciencia, fortaleza, piedad y temor de Dios, que suponen un suplemento para actuar más allá de las virtudes. Los dones funcionan a manera divina, en desproporción a la manera humana de las virtudes. Y del Espíritu proceden los frutos que adornan el alma y le ayudan a funcionar con soltura: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad (Gal 5,22-23, Catecismo 1832).
A nivel de entera humanidad, a nivel mundial, el Espíritu es el que mueve los corazones humanos en busca de la paz, la concordia, el bien universal. Pedimos el Espíritu Santo para que venga en ayuda de los que rigen los destinos de los pueblos e inspire en ellos sentimientos de solidaridad, de fraternidad, de paz, de comunión. «Envía. Señor tu Espíritu y renueva la faz de la tierra» (salmo 103).
Feliz Pascua de Pentecostés para todos.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba