En Semana Santa, año a año, recordamos el acontecimiento de la Resurrección de Cristo. La historia nos precisa la fecha y el lugar de este hecho. Hay numerosos testigos de la presencia de Cristo resucitado. Los mismos que lo han visto crucificado y muerto, son los que ahora, estupefactos, constatan que está vivo. Llenos de estupor tienen que reconocer que no es un fantasma quien se les manifiesta, sino que es el mismo Señor Jesucristo realmente resucitado con su propio cuerpo humano, pero ya no sometido a la vulnerabilidad de la muerte, sino glorioso, transfigurado e inmortal.
En los Evangelios se relatan las distintas ocasiones en las que Cristo se presenta vivo a sus discípulos. A Él lo pueden ver, oír y tocar. San Pablo nos dejó un resumen de esto:
«Porque les transmití a ustedes, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí» (1 Cor 15, 3-8).
La Resurrección de Cristo es un acontecimiento único en la historia de la humanidad. Es tal su trascendencia que no sólo cambió totalmente la vida de sus Apóstoles y discípulos, sino la del mundo entero. Todo el devenir social posterior, hasta nuestros días y hasta la consumación final de la historia, está marcado y orientado por el misterio de Cristo.
El comportamiento posterior de los Apóstoles a la muerte de Cristo es inexplicable si Él hubiese permanecido muerto. Sólo un hecho tan extraordinario como el de la Resurrección explica el cambio de conducta de los discípulos y la nueva dimensión de sus vidas. Algo pasó que todo lo transformó.
Estos días santos no son un mero recuerdo de un pasado sin proyección de futuro. Los cristianos sabemos, y así lo anunciamos, que Cristo es alguien vivo y presente en el devenir de la historia. Él «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado». Porque Cristo está vivo nos puede decir hoy: «Mira que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,4-5).
Alegrémonos por ser cristianos. Renovemos nuestra fe. Seamos hombres y mujeres de esperanza para un mundo marcado por el signo de la decadencia y de la muerte. El Espíritu Santo enviado de junto al Padre por Cristo sentado a su diestra nos ha convertido en hijos de Dios por el nacimiento nuevo del Bautismo: «Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor 5, 17).
+Mons. Francisco Javier Stegmeier
Obispo de Villarrica.