Sin duda alguna Cristo habla con autoridad magisterial y va más allá de los preceptos veterotestamentarios que recoge con la fórmula: «habéis oído que se dijo»(Mt 5,21.27.31.33.38.43.), a lo que Él añade: «pero yo os digo»(Mt 5,22.28.32.34.39.44.), donde aporta la novedad y originalidad de su mensaje junto con la radicalidad de sus exigencias, estando clara su voluntad de proclamar una Ley, la Ley de los tiempos mesiánicos que caracteriza la plenitud de los tiempos, entendiéndolo así los que lo escuchaban.
Esta ley mesiánica es esencialmente la ley del Espíritu, Espíritu prometido por Cristo a los que creen en Él (Jn 7,37-39), concedido a la Iglesia el día de Pentecostés (Hch 2), y fuente para nosotros de amor a Dios, vida espiritual y filiación divina (Rom 5,5; 8,14-17; 8,26-27). Por tanto la ley del Nuevo Testamento no es sólo un conjunto de preceptos, sino sobre todo la imitación y seguimiento de Cristo, que se nos hace posible gracias al don del Espíritu, fuente de amor y de verdad.
Desde luego lo más importante de la Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo, que nos ilumina y mueve no solamente para que cumplamos los preceptos externos de la Ley, sino sobre todo para que cada uno de nosotros, rebasando los límites de las leyes, alcancemos la perfección. El corazón o eje de la ética cristiana no está en la separación entre lo permitido y prohibido, sino en la acción del Espíritu Santo que Él nos ha enviado y que obra en nosotros como principio interior activo.
La «Ley del Espíritu», pues, no se distingue de la ley mosaica y con mayor razón de cualquiera otra ley no revelada, incluso considerada como expresión de la voluntad de Dios, sólo porque propone un ideal más alto o impone exigencias más grandes, o por el contrario porque ofrece la salvación a menos precio, como si Cristo hubiese sustituido el yugo insoportable de la legislación mosaica por una «moral fácil». No, la Ley del Espíritu difiere de cualquier otra ley más radicalmente, ya que no es simplemente una norma de acción exterior, sino un principio activo, un dinamismo nuevo e interior, lo que ninguna legislación en cuanto tal puede ser.
El hecho que S. Pablo designe este dinamismo espiritual con la palabra «ley», hemos de explicarlo probablemente por referencia a la profecía de Jeremías, que anunciaba la nueva alianza, el «nuevo Testamento», y hablaba también de ley: «Ésta será la alianza que haré con el pueblo de Israel después de aquellos días, oráculo del Señor: Pondré mi ley en su interior; la escribiré en su corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jer 31,33). O como dice Santo Tomás: «la ley nueva es principalmente la misma gracia del Espíritu Santo que se da a los fieles en Cristo..., secundariamente es la ley escrita»(I-II q. 106, 1 c.).
Esta nueva vida en el Espíritu me es ofrecida por Cristo, siendo yo libre de aceptarla o no. Aceptarla supone poner mi vida bajo el influjo del Espíritu.
El cristiano, por tanto, al recibir el Espíritu Santo se hace capaz de caminar según el Espíritu, es decir de cumplir lo que le dicta la ley mosaica o cualquier otra ley, en la medida en que es expresión de la voluntad divina, que desea que actuemos según lo que es justo y realizando nuestra santificación. Si cumplimos la Ley del Espíritu, nuestros actos son no sólo libres y humanos, sino con mayor razón, actos de Dios, actos del Espíritu que obra en y por el hombre.
Conviene en este punto insistir en la importancia que tienen los actos. La intención no basta, hay que llevarla a la práctica, así como Cristo nos salvó, no porque tuviera intención de ello, sino porque realizó nuestra salvación en la Historia.
La obediencia a la ley del Espíritu es tan necesaria que señala el confín de la salvación. Al igual que en la Antigua Alianza, la Nueva tampoco es un contrato entre dos iguales y ningún hombre puede permitirse abrogarla en la más mínima parte (Mt 5,18), puesto que el hombre tiene la libertad física, pero no la libertad moral para determinar lo que es bueno o malo.
Pedro Trevijano, sacerdote