Dentro de la Pasión - y después del Señor y su Santísima Madre- la persona que siempre más he querido, y le he dedicado todas mis simpatías y devociones, es sin lugar a dudas San Dimas. Es el buen ladrón, quien me da ejemplo permanente de como debo confesarme. Y creo que deberíamos mirarle con más profundidad, de lo que se hace habitualmente.
En la vida de un cristiano, son imprescindibles las dos miradas que reza el título de este escrito. En la Cruz no hay más posibles que estas dos. Algunos me dirán que me olvido de Nuestra Señora. Se equivocan. La mirada de Nuestra Madre se circunscribe a mirarnos con los ojos de su Divino Hijo. Así que es una mirada que, desde su más profunda libertad, desea mirar con los ojos del Salvador.
Otros me dirán que me olvido del ladrón de la izquierda. Según el evangelio apócrifo de Nicodemo, se llamaba Gestas. Puede ser. Por eso le llamaré oficiosamente así en esta reflexión. Gestas no se le puede considerar una «mirada», pues justamente, por no saber mirar cara a cara al único que le podía salvar, y no hacerlo, examinando su alma y dejándose purificar, rehuyó el encuentro con Cristo. Gestas, prefirió intentar su salvación, «mirando» con los ojos de los que condenaban a Jesús. Se burló e insultó al Señor. Y… ¿qué consiguió con ello? Empeorar su pecado, y cerrarse a su única verdadera opción de vivir. Su actitud no le bajó de la cruz, lo amargó más, sufrió más, y se entregó a la desesperanza. Así que Gestas, no miró. Rehuyó la mirada del Salvador. Y perdió lo que sí ganó San Dimas.
San Dimas hizo un verdadero acto de justicia, reconoció la verdad recriminando la actitud de Gestas, reconociendo también, la injusta condena de Jesús. Reconoció su crimen, su pecado. Y es ahí cuando se cruzan las dos miradas… La de Jesús, que respetando la libertad de todos, espera pacientemente. Y cuando de los labios de San Dimas nace: «Señor acuérdate de mí, cuando estés en tu Reino» (Lc 23, 42-43) al Señor le falta tiempo, para decirle: «En Verdad te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). El Señor tiene prisa de recibir el alma contrita del amigo, que se deja Salvar y ayudar. Da tanto consuelo esta escena, ¡Tanto!...
Si queremos ser verdaderamente felices debemos mirar con estas dos miradas. Solo hay una criatura que nunca ha tenido que mirar con la mirada de San Dimas. La Virgen; que siempre fue agradable y pura, toda para Dios. Por eso, en ella solo cabe la mirada de Jesús. Debemos acoger la fragilidad, los pecados y debilidades de los demás, y los propios, con la mirada de Jesús. Reconociendo ante Él la verdad, para poder ser curados del mal que nos aqueja. Y, ante todo, no revolver en el pasado, una vez se ha dejado salvar uno. Ante Dios volvemos a ser almas bellísimas. Desde la muerte de Jesús en la cruz, por medio del Bautismo, el Padre ve en cada uno de nosotros a su propio Hijo, somos otros Cristos. Por eso debemos tratarnos con mucho mimo. Valemos demasiado. Por más males, no es comprensible que no demos la posibilidad a otros de pedir perdón, de recomenzar. No caben actitudes poco generosas ante un alma que nos pide perdón, cuando nosotros se lo pedimos al Señor y nos lo da constantemente. Qué ridículo y poco coherente, cuando optamos por no dirigirnos la palabra, o llevamos cuentas de los males que otros nos infligen. Olvidándonos del mal que tantas veces ocasionamos. O del perdón que el Señor, en múltiples ocasiones nos ha concedido.
Ciertamente cabe restablecer el mal hecho con abundancia de bien. No hablo de falsas misericordias, hoy tan en boga. Hablo de restitución, con muchísima generosidad en abundancia de bien. Pero a la vez también, lo más santo es ser muy, muy generosos en el perdón. Cuanto más nos cueste, más amor, más prueba de santidad. Cuanto más generosos en el perdón, más buena mesura de Santidad nos aplicará el Señor. No busquemos un «suficiente» en los bienes eternos. Quién busca el suficiente, tiene muchos números para el suspenso. Quién busca el excelente, tiene muy difícil suspender…
Por eso, es preciso mirarnos también, con la mirada de San Dimas. No hurgar en el pecado, pedir perdón humildemente, para acceder de nuevo a la gracia de un cielo, que ya en la tierra, podemos empezar a vislumbrar. Lo que supone volver a vivir en Comunión, restableciendo los lazos del amor. Créanme, no bromeo, si eso sucede, el amor por el amigo aun es muchísimo mayor que antes de la ruptura. El premio a la generosidad, es una amistad inquebrantable. Pues la humildad, Dios la paga con grandes vienes ya en esta vida. Y si la mirada de Cristo, brilla por encima de los orgullos, en esa amistad Él resplandece. Y mientras así sea es inquebrantable, con visos de amistad eterna.
Vale la pena mirar a quienes nos rodean con la mirada de Jesús. Vale la pena ser humildes, y mirarnos con la mirada de san Dimas. Un secreto…si frecuentan mucho la confesión, incluso para solo las cosas más pequeñas, quedarán inundados de estas miradas. Sin bajarnos de la cruz, reinará el Señor en cada uno de nosotros, y no seremos capaces de negarle a nadie, lo que Él nos brinda constantemente sin pedirnos más explicaciones, que la medicina de la verdad, que pica, justamente porqué verdaderamente cura. Como decía Benedicto XVI: «La cruz nos recuerda que no hay amor verdadero sin sufrimiento, no hay don de vida sin dolor». El camino del perdón sincero y generoso, duele en demasía a nuestro orgullo. Pero el que se humilla será enaltecido, como nos recuerda el Señor en el Evangelio de San Lucas.
Acaben de pasar una Santa Cuaresma, y si pelean vivir esta reflexión, les auguro una Pascua tan feliz, como en su vida la hayan podido vivir. Y recemos por aquellos que no perdonan, ni piden perdón, porqué aunque no se den cuenta, necesitan esta misma felicidad… esta misma paz de espíritu. Por favor, démonos la alegría de mirarnos con la mirada de Jesús; y en esta vida, siempre que haga falta, con la mirada esperanzada de San Dimas.
Mn. Jaume Melcior Servat