Hace unos días hablé con un sacerdote riojano, pero incardinado en Washington, que me comentó una experiencia muy reciente que le había impactado mucho. Le llamaron de una casa porque dos hijos adolescentes se habían subido al tejado de la casa con intención de suicidarse. Me dijo que él también se había subido al tejado y habló con ellos, pero en un momento se pasaron al otro lado del tejado y se tiraron de cabeza, matándose. Y en mi pequeña Comunidad Autónoma de La Rioja sale hoy, nueve de Marzo, en los dos periódicos de Logroño, que recientemente y en el plazo de una semana siete chavales también habían intentado suicidarse. Y como es lógico, ambos periódicos comentan ampliamente el asunto y las recomendaciones que da la Consejería de Educación sobre cómo conseguir el bienestar emocional, recomendaciones que, aún siendo válidas, encuentro radicalmente insuficientes.
No tengo mucha experiencia en suicidios. Casi todos los casos que he tenido eran gente con depresiones u otras enfermedades nerviosas. El cáncer y el corazón matan, pero también lo hacen los nervios, con la agravante de que el termómetro sigue señalando treinta y seis y medio y es más difícil apreciar la gravedad de la situación. Pero ahora no me voy a referir a estos casos, sino a los suicidios de adolescentes.
Evidentemente, el gran problema es el de encontrar sentido a la vida. La pregunta sobre el sentido de la vida la he hecho a mis alumnos muchas veces. En el fondo equivale a la de cómo alcanzar la felicidad. Entre los que lograban darme una respuesta, pues bastantes la dejaban en blanco porque no se aclaraban, había dos respuestas tipo, que englobaban a todas. Una era: moto coche, yate. En otras palabras hacerse o ser rico. La otra: amar y ser amado/a. Creo que queda claro cuál es la realmente conveniente.
Pero para que la respuesta que se debe dar aparezca en toda su riqueza necesitamos una palabra que brilla por su ausencia porque muchos quieren vivir como si no existiera o prescindiendo totalmente de Él, de Dios. Y sin embargo ya San Agustín nos dijo sobre Él: «Inquieto está nuestro corazón, hasta que descanse en Ti». No podemos olvidar que «Dios es Amor» (1 Jn 4,8 y 16) y por tanto cuanto más cerca estemos de Él más fácil será llenar nuestra vida de amor y felicidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice sobre el suicidio:
«El suicidio.
2280 Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. Él sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella».
Pero indudablemente, cuando uno oye que un adolescente se ha suicidado, debemos preguntarnos qué tipo de educación le hemos dado o ha recibido. En muchas ocasiones he oído a personas mayores decir: «He intentado educar a mis hijos en la fe, son buenas personas, tienen virtudes humanas, pero la Iglesia no la pisan». Mucho me tomo que sus hijos, educados ya sin valores religiosos, no tengan tampoco valores humanos. El prescindir de Dios y de los valores religiosos, es cerrarles la respuesta sobre el sentido de la vida, porque como dice el filósofo francés Paul Ricoeur: «lo específico del cristiano es la esperanza», mientras la Biblia nos dice: «la esperanza no defrauda» (Rom 5,5).
Por ello quiero terminar con una palabra de esperanza. Dice el Catecismo:
«2283 No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida».
Y sobre este punto quiero terminar con una anécdota que cuenta Trochu en su biografía sobre el santo cura de Ars. Legó allí una señora muy entristecida porque su marido, como consecuencia de un revés económico, se había suicidado y, lógicamente, temía por su salvación. Pero el cura de Ars, nada más verla le dijo:
«Tranquila, señora, su marido tuvo tiempo de arrepentirse desde que se tiró del puente hasta que llegó al suelo».
Pedro Trevijano, sacerdote