En el Decreto Christus Dominus sobre el ministerio pastoral de los obispos, el Concilio Vaticano II incluía un pedido: se solicitaba encarecidamente (enixe rogantur) que si ellos advertían en razón de la edad, de una enfermedad u otras circunstancias ya no estaban en condiciones de continuar rigiendo la diócesis, presentaran su renuncia a la Santa Sede, la cual resolvería lo que había de hacerse. Era más que una sugerencia, pero razonable y discreta en el siglo XX. El Papa Pablo VI, al ejecutar las decisiones del Concilio, estableció como obligatorio renunciar a los 75 años, sin importar en qué condiciones se encontrasen. A esa edad precisa la guillotina debía caer impiadosa en el cuello de las testas mitradas. Han pasado más de 50 años y la medida sigue vigente. Imaginemos la cantidad innumerable de víctimas y el costo para la Iglesia de hacer constantemente nuevos obispos.
He reflexionado mucho sobre esta medida insólita, a la cual el mundo ya se ha acostumbrado, lo mismo que los fieles. Ofrezco a continuación tres argumentos adversativos. Quizá haya más que ahora no se me ocurren.
En primer lugar se puede observar que la jubilación de los obispos a los 75 años es totalmente contraria a la gran Tradición eclesial. Basta mencionar la identificación que hace del obispo San Ignacio de Antioquía, muerto a principios del siglo II. Este discípulo del Apóstol Juan tipificó los tres grados del ministerio: El obispo en su Iglesia representa nada menos que al Padre celestial; el presbiterio (término colectivo) al colegio de los Apóstoles, y los diáconos a Jesucristo. En la larga historia que sigue cambiaron repetidas veces las situaciones en las cuales los obispos se insertaban; sin tomar en cuenta los accidentes históricos, habría que decir que el obispo se moría en su diócesis, ejerciendo su ministerio hasta el momento supremo o hasta que algún impedimento externo se lo vetaba. Si existe algún caso de jubilación a una edad determinada, yo no lo conozco. Notemos que no existía el Vaticano, y que el sucesor de Pedro fue desarrollando y ampliando su oficio homogéneamente, hasta la actualidad. El valor del argumento puede prescindir de mayores explicaciones: la jubilación a los 75 años -que tiene hoy día consistencia canónica- no responde a la Tradición.
Segundo. El retiro obligado de los obispos a los 75 años, contradice la naturaleza misma del episcopado. El obispo no es un funcionario, pasible de traslados y de cesación. Una vinculación misteriosa, sobrenatural lo religa a su Iglesia particular, que no se agota a las relaciones que puede entretejer con sus diocesanos. Pertenece al orden de la fe: está al servicio de la fe de su pueblo, al que debe amar más que a sí mismo. En la Gran Iglesia, su Iglesia particular -la diócesis- se integra y sostiene en la integración, y crece en ella, merced a la caridad del obispo diocesano y su empeño pastoral. La jubilación obligatoria es una contradicción; ¿en qué situación queda el emérito? Le han arrancado de su Cuerpo, como si fuera «demérito». Es indiscutible que a cualquier edad, si no cumple como debe el ministerio, Roma que lo eligió puede deponerlo. Llegar a los 75 años no es un crimen, sino todo lo contrario, y es posible que continúe entregando su vida. San Pablo en sus Cartas muestra que no solamente ofrecía su actividad apostólica a las comunidades por él fundadas, sino que les entregaba su vida hasta el agotamiento. El Colegio de los presbíteros lo tiene por padre y servidor; el obispo lo incrementa consagrando las vocaciones que Dios suscita.
El mismo argumento vale contra la costumbre -desdichadamente generalizada- de trasladar a un obispo a dos, tres o hasta cuatro veces sucesivas. Es esta manía una especie de poligamia eclesial, ya que la relación del obispo con su Iglesia particular puede comprenderse también en términos esponsales. No exagero. Extraigo de mi memoria el caso del inolvidable cardenal Antonio Quarracino -de cuyo fallecimiento se cumplirán 25 años, el próximo martes 28-, de quien fui Obispo Auxiliar. Muy joven -tenía 38 años- fue elegido obispo de Nueve de Julio; seis años después fue trasladado a Avellaneda. De allí, luego de 17 años, fue promovido al Arzobispado de La Plata -razones políticas impedían que ocupase el lugar decisivo-; y, cinco años después, llegó el momento de su traslado a la arquidiócesis primada de Buenos Aires. Cuando llegó ya estaba viejo y cansado, y falleció siendo Cardenal Arzobispo.
Volviendo al uso originario de este argumento, diré que mediante la jubilación se elimina la especificidad de la posición que distingue al obispo de un funcionario secular. Se emplea el recurso del retiro impuesto para resolver problemas políticos, y el obispo resulta moneda de cambio en los manejos eclesiásticos.
En el transcurso de los siglos la esencia del episcopado fue oscurecida muchas veces, fenómeno en el cual se manifiesta el carácter humano de la Iglesia: el Cuerpo Místico de Cristo se reviste de una institución que puede ser contagiada con vicios seculares.
Tercero. La decisión del Papa Montini imponiendo la jubilación de los obispos a los 75 años fue tomada -si no recuerdo mal- en 1969. Ha pasado más de medio siglo, tiempo en el cual los cambios en el mundo se han acelerado considerablemente. El estado de salud y de vigor para la actividad en un hombre de aquella fecha es muy inferior al estado de un hombre de hoy. La guillotina de los 75 está oxidada; su filo quedó desactualizado. Quiero decir que la medida está desfasada y que corresponde actualizarla. En el Salmo 89 (90) se lee que «la vida del hombre son 70 años y el más robusto hasta 80». Esta consideración fue escrita varios siglos antes de Cristo. Se incluía también en este pasaje bíblico un juicio negativo sobre las posibilidades de felicidad; de aquellos años se decía: «La mayor parte son fatiga y miseria, porque pasan aprisa, y nosotros volamos». Podría pensarse en extender hasta los 80 años el ministerio del obispo, copiando la situación de los Cardenales. Pero esta solución no corresponde y vale aquí el Segundo argumento exhibido. Lo que corresponde es que el obispo diocesano muera en su diócesis siendo obispo. El deterioro que acompaña a la vejez puede alcanzar un carácter extremo; entonces lo razonable podría ser que Roma intervenga y reemplace al prelado. En este punto cabe recordar la indicación del Vaticano II: el obispo, al advertir su incapacidad puede ceder al ruego expresado en aquella Asamblea Conciliar, y tomar la iniciativa de renunciar (enixe rogantur). En nuestros días hemos conocido el insólito caso de la renuncia del Papa Benedicto XVI, una sorpresa que en mi caso fue acompañada de profunda pena, ya que ese hombre ilustre hizo brillar el pontificado. Recientemente se ha divulgado una razón: se ha dicho que fue el sufrimiento de un pertinaz insomnio. Su renuncia fue voluntaria; además, ¿quién podría imponérsela a un pontífice supremo?
El argumento que he desarrollado puede reducirse a la simple constatación de la diferencia entre el estado de un hombre de medio siglo atrás y de uno de hoy. No se ve razón para conservar un estatuto desactualizado. Los dos argumentos anteriores quedan confirmados por esta simple constatación.
Suplemento
El obispo emérito, suele ocurrir (¡ocurre, ut in paucioribus o in pluribus!), es abandonado a su suerte, y debe arreglárselas como pueda. No suele parecer tolerable que continúe residiendo en el territorio de la diócesis que rigió durante años, aunque este haya sido un objeto privilegiado de su cuidado pastoral. Esta especie de destierro causa extrañeza y desaprobación a los fieles, que suelen ser más humanos que los clérigos.
La costumbre en uso para cumplir la disposición jubilatoria, indica que la renuncia sea enviada a Roma con la anticipación debida. Llegado el obispo a los 75 ella será aceptada y publicada en un plazo variable, años o días. Puede concedérsele continuar en su puesto hasta los 80, o solo dos o tres días después de la fecha fatídica. ¿Cuál es el criterio que determina la diversa decisión? Aventuro una respuesta. Actualmente la razón ideológica tiene mucho peso. Desde que el progresismo se ha afincado en Roma, los obispos progresistas son favorecidos con una prolongación de su mandato; en cambio los tradicionalistas no merecen merced. Eso si no han sido liquidados mucho antes y pasan a engrosar la categoría de los «cancelados». El criterio señalado implica un juicio de la máxima autoridad eclesial, no sé si el Papa o la burocracia vaticana. En el orden providencial, existe una autoridad superior, como leemos en la Biblia: «Dios no mira como mira el hombre; porque el hombre ve las apariencias, pero Dios ve el corazón» (1 Sam 16, 7).
Por último, otro asunto de importancia es el económico. ¿Cómo -de qué- ha de vivir o sobrevivir el emérito? Si el sucesor es un hombre avaro, padecerá seguramente estrecheces. Quizá pueda ayudarlo un sobrino, o algunos amigos. Este aspecto de la cuestión llama mucho la atención a quienes -fieles o no- están fuera del círculo eclesiástico. El Apóstol Pablo trabajaba con sus manos. El obispo emérito podría ofrecerse como si fuera simple presbítero para ayudar en una parroquia, y recibir su soldada.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, 22 de febrero de 2023.
Miércoles de Ceniza.
Inicio del penitencial Tiempo de Cuaresma.-