La multitud que ha acudido a dar el último adiós a Benedicto XVI evidencia la importancia de su pontificado y la adhesión a su persona como pastor universal. Que sea así resulta del mensaje al que consagró su vida y la verificación de la autenticidad con la que él mismo lo vivió dando testimonio de la verdad que hemos conocido y hace libres (cf. Jn 8,32). La vocación del papa Benedicto fue dar a conocer que en Jesucristo se revela el amor de Dios por el mundo creado por medio del Hijo, palabra por la cual «ha realizado los siglos» (Hb 1,1,2). Dios hizo el mundo por amor, por amor creó al hombre a su imagen y semejanza, y por amor lo redimió en Cristo de su inexorable condición perdida, causada por el pecado.
Cuando la cátedra de Teología «Domingo de Soto» de la Universidad de Salamanca, que dirigía el profesor González de Cardedal, invitó a los colegas de la Universidad Pontificia a comentar en un seminario la Introducción al cristianismo, la más conocida de las obras del teólogo bávaro, entre las actividades de la cátedra, el fruto de aquel seminario fue el Credo de los cristianos (1982), un nuevo comentario, inspirado por el de Ratzinger a los tres artículos del credo occidental que conocemos como «Credo de los Apóstoles». El comentario de 176 páginas es deudor, en efecto, de la introducción a la dogmática cristiana con que Ratzinger sustancia las afirmaciones fundamentales de la fe articuladas en el credo. Aquel comentario salmanticense apenas publicado se vio ante el reto del comentario ecuménico al credo de Nicea y Constantinopla que llamamos credo de la Misa, que la Comisión de Fe y Constitución, del Consejo Ecuménico de la Iglesias, había elegido para guiar y aunar la comprensión de la fe común de los cristianos. A los miembros de la importante Comisión se hacía patente que sin convergencia en la doctrina no era posible avanzar hacia la unidad visible de la Iglesia. El motivo no podía ser otro que el deseo de la claridad en la formulación de la fe creída, y Ratzinger así lo había manifestado en su comentario al credo como introducción a la dogmática cristiana, con particular atención a la centralidad de Jesucristo como acceso («camino») para alcanzar la verdad revelada del misterio trinitario de Dios.
En el núcleo cristológico de la dogmática cristiana constituye el reto que la fe plantea al hombre de todos los tiempos. ¿Cómo es posible que el misterio de Dios le sea ofrecido a la fe en la concreta realidad humana del hombre Jesús? Los debates cristológicos y trinitarios del siglo IV dieron como resultado las formulaciones de fe sobre Jesucristo, que son afirmaciones sobre Dios y sobre el hombre. Lo recuerda el Vaticano II, que propuso al hombre contemporáneo, hondamente impactado por la experiencia de los horrores de los totalitarismos del siglo XX, que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado…» (Constitución Gaudium et spes, n., 22). El concilio continuaba proclamando que, en razón de su condición divina y humana, Cristo es el hombre perfecto en cuya sangre redentora el pecador halla la salvación.
Hacer comprensible que Cristo es salvador universal, porque por su encarnación el Verbo eterno de Dios se ha unido con todo el género humano y sólo él es mediador único de la salvación de todo hombre, fue la motivación de la Declaración Dominus Iesus del año 2000. La declaración fue fruto del empeño apostólico de Juan Pablo II de ofrecer a Cristo al mundo, y secundando al pontífice Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Fe, apeló a la fidelidad a la tradición apostólica como contenido único necesario de la tarea evangelizadora de la Iglesia en la frontera del nuevo milenio. Si la declaración pudo herir algunas sensibilidades por su radical apelación a la unicidad del Mediador de la salvación y su alcance universal, siguiendo el programa del pontificado de san Juan Pablo II, el prefecto de la Congregación dio forma a la llama del papa a abrir de par en par las puertas a Cristo, para «con la potestad de Cristo servir al hombre y a la humanidad entera» (Juan Pablo II, Homilía, 22 de octubre 1978).
No es difícil comprender la intención evangelizadora que ha movido a Ratzinger/Benedicto XVI a cumplir con esa tarea hasta el límite de del pontificado para dar conclusión a la obra que quiso dejar acabada antes de su renuncia: los dos volúmenes Jesús de Nazaret (2007 y 2012), a los que añadió el complemento La infancia de Jesús (2012). Una obra a la que no quiso dar cualificación magisterial, reconociendo que se le podía contradecir como teólogo privado, a la hora de evaluar su aproximación a Jesús y mostrar mayor o menor acuerdo en la aplicación del método científico a la interpretación de la cristología de la Iglesia. Benedicto XVI apuesta por el único programa de evangelización confiado a la Iglesia, sobre el que no puede haber equívoco alguno, porque en ello se le va a la Iglesia su propia razón de ser acorde con la voluntad de su divino Fundador. Necesitada siempre de reforma, conforme a la máxima («semper reformanda»), la Iglesia existe para evangelizar y, como reiterara san Pablo VI, esto sólo es posible en fidelidad a la tradición apostólica: «Existe, por tanto, un nexo intrínseco entre Cristo, la Iglesia y la evangelización… Una tarea que no se cumple sin ella ni mucho menos contra ella» (Evangelii nuntiandi, n. 16). Se entiende que la Declaración Dominus Iesus no sólo afirme la unicidad de la salvación en Cristo y su carácter universal, sino al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia como medio de evangelización y lugar de recepción y vivencia sacramental de la salvación.
Ejerciendo como teólogo Ratzinger promovió la renovación de la Iglesia en la perspectiva de la tradición de fe, como sostiene en su obra conjunta Revelación y tradición. En este ensayo de 1965, año de la clausura del Vaticano II, el joven teólogo pone de relieve que, en la controversia entre las interpretaciones católica y protestante del acontecer histórico de la revelación en Cristo, la hermenéutica católica y la reformada actuales comparten una comprensión de la tradición eclesial como marco de comprensión de la Escritura. Por eso, Benedicto XVI sostendrá con énfasis una «hermenéutica de la continuidad» como criterio de la lectura del Concilio en el célebre discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005. El papa prolonga con su autoridad magisterial la hermenéutica del Concilio que sostuvo como teólogo descartando una interpretación rupturista. La renovación de la Iglesia no puede ser fruto de la ruptura con la tradición, sino de su revitalización en el nuevo contexto histórico que cada época ofrece a la Iglesia. En 1969 su libro El nuevo pueblo de Dios resulta de la articulación de estudios y artículos «de década y media» --confiesa el teólogo en el prólogo-- que le permiten una elaboración más sistemática y que, al mismo tiempo, sostenga la acción pastoral en la aplicación del Concilio a la renovación de la vida de la Iglesia.
Para una verdadera a renovación de la Iglesia Ratzinger considera urgente saber cuál es la respuesta a la pregunta por la estructura del cristianismo visto en su completa realidad y, en consecuencia, partir de una enseñanza ajustada a los principios teológicos del cristianismo. En 1977, año en el que Ratzinger publica el manual de Escatología, el papa Pablo VI lo nombró arzobispo de Múnich, ministerio al que no aspiraba. Durante sus años más pastorales en la capital bávara no deja de alimentar su preocupación por un planteamiento de la teología ajustado a la razón iluminada por la fe. Su preocupación por la comprensión de la inteligencia interna de los misterios cristianos, le lleva a reunir en el libro Teoría de los principios teológicos (1982) estudios y escritos que matiza en el subtítulo como «materiales para una teología fundamental». En la nueva obra afronta los que entiende como principios formales del cristianismo desde la perspectiva católica y su apertura a una interpretación ecuménica de los mismos, y con relación al desarrollo o «camino» de la teología como aplicación de la fe creída a la vida de la Iglesia en el contexto de la sociedad y la cultura contemporáneas. El canon del discurso teológico incluye la orientación del magisterio. La teología exige el proceder discursivo de la razón y la apertura del horizonte del conocimiento a la luz de la fe. El magisterio de la Iglesia ayuda al teólogo a no errar en el empeño, arduo y siempre comprometido, de esclarecer la revelación divina, contenido de la fe creída, y su real aplicación a la práctica pastoral.
Ratzinger llegará a la sucesión de Pedro como maestro del método teológico, cuya alma es el conocimiento de la Escritura, para el cual contaba con una amplia preparación bíblica. Benedicto XVI se manifiesta y actúa como servidor de la palabra de Dios, mediante la cual Dios entrega al hombre el designio de salvación. Su intervención en la elaboración de la Exhortación postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010) se deja ver, en la cual completaría la labor de los padres sinodales, agregando cuanto fue necesario sobre la inspiración de la Escritura y su relación con la Tradición plasmada en la vida de la Iglesia, contexto de su interpretación. Se trata de núcleos significativos, para una teología ecuménica del ministerio de la Palabra y de su lugar en la liturgia, la vida y acción de la Iglesia. Pudo hacerlo no sólo por su conocimiento de las ciencias bíblicas, de la exégesis patrística y de la teología medieval. Su conocimiento de la historia de la teología es patente en sus escritos sobre san Agustín, entre los antiguos, y san Buenaventura, entre los grandes medievales.
Los escritos de Ratzinger/Benedicto XVI suman una extensión muy notable y se han recogido en sus 16 volúmenes (en más de 20 tomos) de las Obras completas, que comenzó el cardenal Gerhard. L. Müller. La edición, vertida al español por BAC, reúne ensayos conciliares sobre la Iglesia menos conocidos recogidos en los dos tomos del vol. VII Sobre las enseñanzas del Concilio Vaticano II (Madrid 2013 y 2015). Aunque fragmentarios algunos --dice el autor--, son imprescindibles para hacerse idea de una teología de la Iglesia depositaria de la revelación y ministra de la Palabra, a la que Cristo ha confiado la distribución de la gracia sacramental: la Iglesia a cuyo servicio está el ministerio apostólico divinamente instituido que tiene expresión singular en la liturgia de la Iglesia. Conocidos han sido los libros mencionados en los que recoge sus estudios, artículos y otros escritos sobre la Iglesia, a los que hoy se agregan los que no fueron articulados en libros y los inéditos. Muy divulgados han sido los dedicados a la liturgia, sobre todo algunos como La fiesta de la fe (1981) e Introducción al espíritu de la liturgia (1999), en los que Ratzinger entra en la esencia de la liturgia, evaluando la significación y límites de la reforma conciliar y a la controversia que ha seguido a la misma. Reunidos en las Obras completas, vol. 11. Teología de la liturgia (Madrid 2012).
En vísperas del Concilio, Ratzinger compuso la monografía Episcopado y primado (1961), sobre la estructura de la Iglesia, cuestión que sería objeto de amplio debate conciliar, deteniéndose en la esencia de la sucesión apostólica, la relación entre primado e Iglesias locales y colegialidad episcopal. Treinta años después, como prefecto de la Congregación de la Fe remite en la Carta sobre algunos aspectos de la Iglesia como comunión (1992), a la doctrina católica sobre la comunión eclesial, que impide la equiparación de las comunidades eclesiales protestantes con las Iglesias ortodoxas. La Iglesia Católica reconoce la comunión eclesial en Cristo que se da entre todos los bautizados (LG, n. 15). La razón profunda por la cual no es equiparable la relación de comunión de las comunidades eclesiales protestantes con las Iglesias orientales está en la diferencia entre unas y otras, porque, gozando también las comunidades protestantes de «muchísimos y muy valiosos elementos» que las mantienen unidas a la única Iglesia de Cristo, aunque «de modo no perfecto» --como había dicho el Concilio (UR, n. 3 §§1-2 y n. 22; LG, n. 13 §2)--, la herida de la separación es más profunda en estas comunidades eclesiales, porque «no han conservado la sucesión apostólica y la Eucaristía válida» (Carta Communionis notio [1992], nn. 17-18). Años después en la Nota del 30 de junio de 2000, la Congregación limitaba a las Iglesias locales orientales la condición de «Iglesias hermanas», no extensible del mismo modo a las Iglesias y comunidades eclesiales de la Reforma, por defecto en la sucesión apostólica y en su concreción sacramental en el ministerio, lo cual afecta a la Eucaristía. Ratzinger hacía notar ya en los pasados años ochenta, en Iglesia, ecumenismo y política (1987), que el ecumenismo ha de partir de la conciencia de la diferencia confesional como servicio a la verdad. Por ello, al hablar de las diferentes «tradiciones eclesiales», se ha de evitar encubrir la diferencia confesional que separa a Iglesias y comunidades eclesiales.
El ecumenismo ha sido objetivo muy central del pontificado de Benedicto XVI, como también el diálogo interreligioso. No podemos detenernos en su reseña, pero dejemos constancia de la singular atención al diálogo católico-ortodoxo y a la Relación Comunión, conciliaridad y autoridad (Ravena 2007), que manifiesta un primero e importante acuerdo sobre el primado y la comunión eclesial. La fidelidad a la Tradición de la fe apostólica como criterio del diálogo interconfesional hicieron de Benedicto XVI un papa apreciado por las Iglesias ortodoxas. Con relación al diálogo católico-anglicano, creó la «Prelatura personal de Nuestra Señora de Walsingham», mediante decreto de la Congregación de la Fe (4 octubre 2009), para acoger a los anglicanos que venían solicitando la plena comunión católica, sin tener que renunciar a su tradición litúrgica, espiritual y canónica. Decisión que no dejó de tener sus críticos, pero respondía al respeto debido a los derechos de la conciencia religiosa de las personas, sin renunciar a sostener y avanzar en el diálogo teológico y las relaciones ecuménicas con la Comunión anglicana. Así también, el impulso dado al diálogo católico-luterano durante su pontificado contó con su apoyo a una conmemoración común del 500 aniversario de la Reforma a raíz de su encuentro con la delegación luterana de Alemania en 2011.
El tratamiento del magisterio de Benedicto XVI durante su pontificado, expresado en sus tres encíclicas y en las exhortaciones apostólicas, homilías y discursos del Santo padre, requeriría un capítulo propio de aproximación a cómo el equipamiento teológico del que gozaba contribuía a sostener y alentar su acción magisterial y pastoral como pastor de la Iglesia universal.
Mons. Adolfo González Montes
Obispo emérito de Almería