Advierto, dentro del mundo católico, un extravío que tiene que ver, entre otras cosas, con un diagnóstico equivocado de la realidad cultural actual. Esto viene unido, además, a una pérdida de la genuina tradición y al abandono de la dimensión metafísica.
En la actualidad, existen católicos que consideran que el marxismo, ya inerte hace tiempo, es la gran amenaza de la cultura en general, y de la católica en particular. Otros hablan de la prolongación del marxismo en lo que sería una «nueva izquierda» que no se sabe bien qué es. Tanto es así que habría que hacer grandes malabarismos para poder distinguirla de la ideología liberal-capitalista. En sus trazos esenciales, su agenda no difiere mucho de la del liberalismo económico.
Sin embargo, el punto que sí se han propuesto ambas agendas, de modo sistemático, es terminar con todo valor de la tradición judeo-cristiana. Quizás el único dato que se ha mantenido, aunque absolutizado, es el de la vida biológica. Jean-Claude Michéa ha expresado, con suma agudeza, que el desarrollo continuo de la economía de mercado es lo que erosiona, cada día más, la base antropológica de los valores tradicionales (Le complexe d’Orphée. París, Flammarion-Champs, 2008. Citado por Alain de Benoist. Contra el liberalismo. Madrid, Ediciones Insólitas, 2020, 1ª edición, p. 40).
Este diagnóstico errado al que hago referencia recuerda al de aquellos católicos que, en su momento y erróneamente, abrazaron el fascismo. Pensaban ingenuamente que defendería y promovería la cultura católica. Los partidarios de las versiones políticas de derecha, actualmente, creen que estas serán la salvaguarda para mantener vivas las virtudes cristianas en Occidente.
En el año 1967, el destacado filósofo italiano Augusto Del Noce había expuesto que los conflictos ético-políticos de la contemporaneidad no tienen nada que ver con la oposición derecha-izquierda, oriente-occidente, totalitarismo-democracia. Por el contrario, se trata del enfrentamiento entre dos modelos de hombre: el primero, exalta la contemplación, y el segundo, elogia la acción (Il problema politico dei cattolici. Roma-Milano, Unione italiana per il progresso della cultura, 1967, p. 11). Por mi parte considero que, por nuestros días, permanece y se ha acentuado este conflicto.
En este sentido, a juicio del destacado filósofo, era menester recuperar la idea agustiniana de sabiduría para re-descubrir y re-vitalizar los valores de la tradición cristiana. El santo de Hipona había desarrollado esa noción en el libro XII de su escrito De Trinitate que se ocupaba de la distinción entre ciencia y sabiduría.
En el referido escrito, Agustín distingue, por un lado, el hombre exterior, volcado sobre las cosas múltiples de su entorno al que intenta conocer a través de la ciencia. Por el otro, el hombre interior, en contacto con las verdades eternas dadas por el Verbo. Por medio de ellas puede juzgar de todas las cosas, es decir, conocerlas y situarlas en el lugar exacto en la jerarquía de lo real.
El hombre, en cuanto espíritu-incorporado o cuerpo-espirituado, como gustaba decir el destacado filósofo argentino Alberto Caturelli, debe vivir. Esto exige actuar, y el actuar, a su vez, necesita del conocimiento. De allí que exista en el alma del hombre, nos diría Agustín, una razón inferior ocupada de conocer las cosas particulares (conocimiento científico). Pero el hombre no solo debe vivir la vida biológica, sino que también tiene una dimensión espiritual. Y esta se caracteriza por la presencia de una razón superior, sede de las verdades eternas mediante las cuales el Verbo ilumina nuestra alma.
Frente a estas verdades, nuestro espíritu es contemplativo. Su acto propio es verlas (teoría), sin producir ni transformar absolutamente nada. En efecto, ellas son el alimento de nuestro espíritu, y este alimento nos permite conocer quiénes somos y para qué existimos. Consecuentemente, podremos ubicar a todas y cada una de las cosas en el justo lugar de la jerarquía de los seres.
Pero hay un detalle que no puede escapársenos: el hombre es capaz de elección. Y cuando elige, no siempre lo hace conforme a este orden jerárquico que se establece entre la razón superior y la razón inferior. Al modo del hombre de la caverna de Platón, podemos llegar a abrazar las sombras considerándolas como la verdadera realidad, en lugar de la Idea.
Nuestra acción ético-político, en ese caso, se verá privada de verdades y de valores eternos que guíen la acción hacia lo bueno. Por eso, la aspiración de perfección, realizada a través de una vida centrada en los valores, se verá alterada por el deseo (cupiditas) de alcanzar el mayor goce posible de la vida. Esta vida, al ser obliterada la razón superior, ha quedado reducida a la pura dimensión biológica. Refiere Del Noce: «La subordinación de la sabiduría a la ciencia conduce a usar todo en vistas del individuo; el dominio de la ciencia pura, de la ciencia subordinada a la sabiduría, conduce a aquel puro anarquismo en el cual se ha visto uno de los rasgos de la situación presente.» (L’epoca della secolarizzazione. Torino, Nino Aragno Editore, 2015, p. 70)
Nuestra situación actual está caracterizada por el primado de una ciencia ordenada al dominio de la naturaleza: una tecno-ciencia interesada en la estricta satisfacción de los deseos de la vida biológica. Esta pérdida de los valores es correlativa a una deshumanización que Agustín describía como cupiditas, en oposición a la charitas.
El mundo presente, pues, impone una visión hegemónica, una perspectiva individualista y narcisista del hombre. El catolicismo, mientras tanto, en lugar de re-crear una cultura a partir de una sólida metafísica, se ocupa de librar batallas equivocadas que le impone la visión cultural dominante. Así, compra falsos dilemas: derecha-izquierda, conservadurismo-progresismo, totalitarismo-república.
Y ahondando en el extravío, pretende llevar adelante una pastoral que, forjada desde el primado de la acción, confirma a cada hombre en esta cultura egoísta y autónoma. Obviamente, esta pastoral es absolutamente incapaz de convertir a alguien al Evangelio.
Ojalá la Iglesia del futuro se ocupe seriamente de la formación doctrinal y espiritual, no solo de colectivos (pueblo, inmigrantes, desposeídos, etc.), sino de las personas. Los hombres de la Iglesia, sobre todo los pastores, deben abandonar la cupiditas, centrada en las cuestiones políticas. Por el contrario, deberán interesarse en la formación de la porción del Pueblo de Dios que les ha sido confiado a cada uno de ellos.
La nueva evangelización del mundo exige la presencia de cristianos con un riguroso intellectus fidei, elaborado a la luz de una sólida metafísica, y una charitas ordenada a la unión con Dios y el prójimo.