Entre los comentarios a mi artículo “La Moralidad de la Homosexualidad”, ha habido uno que me ha dado pie a escribir este artículo. Dice así: “Menos mal que ya ni los curas católicos creen en el demonio, estamos en el siglo XXI, si no, cuántas veces se le achacaría al pobrecito y simpático rojo cornudo, de obsesionar, tentar, influir o hasta de poseer al incauto homo tal como creen algunos estridentes evangélicos”.
Pues mire Vd., yo creo que el demonio existe, no sólo como cura, sino como católico y hasta como persona que trata de tener sentido común. Me explico.
Ya el Concilio de Braga, en Portugal en el 561, nos habla del demonio como un ángel creado por Dios y que fue primero bueno, con lo cual es claro que está en una categoría inferior y distinta a la de Dios. Más importante por ser Concilio Ecuménico es el IV Concilio de Letrán que dice: “porque el diablo y demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos por naturaleza; mas ellos, por sí mismos, se hicieron malos. El hombre, empero, pecó por sugestión del diablo”(Denzinger 428; DS 800).
También el Catecismo de la Iglesia Católica se refiere a él (números. 391 a 401 y otros): la Escritura habla de un pecado de estos ángeles (cf. 2 Pedro 2,4), al rechazar radical e irrevocablemente a Dios y a su Reino, de Amor, Verdad, Vida, Justicia, Paz, Santidad y Gracia. Actúa en el mundo por odio contra Dios, y su acción causa graves daños de naturaleza espiritual e incluso física, pero, aún siendo poderoso, lo es menos que Dios, porque no deja de ser una criatura. Es cierto que ha logrado seducir al hombre y que el mundo está lleno de pecado, pero “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (Romanos 5,20). En la guerra entre el bien y el mal, la batalla decisiva se ha librado y ganado, gracias a la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, pero la lucha aún no ha terminado, porque el Reino de Dios está ya entre nosotros, pero todavía, como decimos en Teología, aún no ha llegado a su plenitud.
Desde luego lo que no creo en modo alguno, que el demonio sea como dice el autor del comentario que ha dado pie a este artículo “un pobrecito y simpático rojo cornudo”. Es terrible lo que puede hacer de ti, si te dejas llevar por él. Siempre me ha impactado el caso de Heinrich Himmler, el ministro de Policía de Hitler. Era un hombre sensible, que no soportaba la vista de la sangre. Cuando vino a España, en 1940, vio una corrida y no le gustó porque era un espectáculo demasiado sangriento. La única vez que vio un fusilamiento se desmayó. Y sin embargo es uno de los grandes asesinos de la Historia. Recuerdo la impresión que me hizo mi primera visita a Matthausen. Era un día frío y lluvioso, a pesar de ser Agosto. Cuando bajé por la escalera de la muerte, no pude por menos de pensar que aquello había sido el reino del poder de las tinieblas, la misma sensación que tuve cuando vi las imágenes del zulo de Ortega Lara o los reportajes con cámara oculta sobre nuestros, me niego a llamarles clínicas, centros abortivos. Es el Mal en estado puro lo que está allí presente.
Sobre él y yo en concreto, no puedo por menos de recordar 1 P 5, 8: “Estad alerta y velad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar”. Pero la imagen que tengo de él es la de un perro rabioso encadenado por la victoria de Cristo sobre él. No puede hacerme nada importante, si no me pongo a su alcance, y si alguna vez hago demasiado el bobo y me alcanza, para eso está el sacramento de la Penitencia, para curar en mí las heridas del pecado, reconciliarme con Dios, y volver a poner en marcha con nuevos bríos la vida espiritual. Y ya que he hecho una referencia al sacramento de la Penitencia, recuerdo que, aunque su fin principal es perdonar los pecados graves, también la confesión de devoción tiene un gran valor y es una inestimable ayuda en mi caminar hacia Dios, por las gracias que me concede y porque además, incluso humanamente, cuatro ojos ven más que dos.
En resumen, claro que creo en el demonio, incluso me parece una estupidez no creer en él con todas las pruebas que tenemos de su actuación. Pero si procuro acercarme a Dios, no tengo por qué tenerle miedo.
Pedro Trevijano, sacerdote