El diablo Hastex estaba tan bien amarrado en la silla de piedra que solo podía defenderse con los ojos. Gemía, acorralado en el escenario, y lanzaba miradas hirientes a los demonios voraces e insensibles que se reían de él desde la galería.
El juicio oral estaba por comenzar. Se había elegido un aula magna particularmente profunda para montar el espectáculo: era un espacio sin luz (o con zonas menos oscuras que otras), húmedo y caluroso, y con fuerte olor a humo y plástico quemado; sus muros estaban recubiertos por gusanos negros en movimiento, lo que daba al lugar un aspecto macabro y cavernoso, como si se tratara de un salón al interior del estómago de un dragón. El acusado esperaba al centro del escenario, justo debajo del asiento del juez. A su lado, en una gradería construida con huesos humanos, se aglutinaban los miembros del jurado, compuesto por unos 20 diablos con togas negras, siluetas humanoides y cabezas de serpiente. Bostezaban sin siquiera taparse la boca con la mano. En la primera fila del público figuraban 6 ministros del Estado Mayor del infierno, cautos y observadores, que estiraban sus cabezas escamadas para ver y oír mejor a los demás; rabiaban, sus lenguas entraban y salían profiriendo gélidos silbidos y con sus garras rasguñaban los brazos de las butacas. En la segunda fila, el fiscal terminaba de estudiar sus papeles. Por último, abarrotando el primer y segundo piso del salón, un multitudinario público de diablos y diablillos con formas variadas como murciélagos, buitres, tapires y sobre todo lagartos de variados tamaños y combinaciones de colores muertos, parecían sorprendidos y expectantes por el juicio que se cernía contra su excolega de batallas, pues mascullaban quejas o cuchicheaban entre sí con gran irritación general.
Un golpe sordo consiguió bajar el volumen ambiental: el juez –un viejo lagarto de enorme tamaño, vestido con una toga color lava, ligeramente encorvado y con gafas– había llamado al orden con un puñetazo en la mesa tan fuerte que partió la cubierta en dos. Todo el mundo se sobresaltó. A continuación, mientras dos secretarios delgaduchos –algo así como dos lagartijas altas, bípedas y encorvadas, con gafas de montura gruesa y trajes grises– se apresuraban para cambiar la tabla, el fiscal, que tenía el aspecto de un velociraptor astuto, salió adelante, pues entendió que debía comenzar con la acusación. Una vez ubicado en el escenario y con todos los ojos encima, desdobló un par de folios entre sus garras, carraspeó y se puso a leer con voz ronca y grandilocuente:
–Su señoría terribilísima, abominable Estado Mayor de las profundidades y público endemoniado. Tengo el orgullo de poder dirigirme a ustedes en un día tan especial. El caso que hoy nos convoca es decepcionante desde muchos puntos de vista. En términos generales, es una vergüenza que existan todavía tantos hombres ajenos a la costumbre de consultar nuestros más atractivos sitios web...
–Vaya al grano y refiérase al caso, ¡por Belcebú! Y déjese de papeles, que no tenemos todo el día –lo interrumpió el juez, con una violenta contracción de su rostro amarillento y un golpe en la mesa que volvió a dividir la cubierta. Los secretarios resoplaron desde su esquina y reanudaron el trajín para repetir la operación de recambio.
–Sí… Seré breve, su señoría. Me ahorraré la introducción –se disculpó el fiscal con un ligero temblor en el párpado y resignándose a guardar los papeles en el bolsillo de la toga. Se ajustó la corbata y recomenzó–. Hastex, el condenado… perdón, el acusado, jeje, tenía la misión de tentar a uno de esos hombres libres que todavía quedan por ahí, conocía los riesgos de la empresa y falló. La culpa del fracaso la debe asumir él, y solo él, pagando con una pena de grado 1, es decir, para ser precisos, merece tortura por masticación lenta en las fauces de nuestro líder, Satanás, por tiempo indefinido o al menos hasta que nuestro líder se canse de masticarlo.
El público celebró la propuesta con aullidos y aplausos, con un estrépito similar al que se oye en un estadio de fútbol de Argentina cuando entra gol. El juez se impacientó, levantó su pesado puño, los secretarios contuvieron el aliento y ¡pam!... Vamos arreglando por tercera vez la cubierta de la mesa. El fiscal dio un paso adelante y continuó con voz más fuerte para sobreponerse al ruido.
–Su misión era sencillísima. Grimson le preparó el terreno, haciendo la parte más aburrida con el humano, la de empujarlo a aceptar ese primer trabajo de abogado en Madrid donde lo explotan, de modo que vaya gastando las mejores energías de su juventud subiendo escalones hacia «el éxito», jeje. Grimson tuvo al muchacho, ¡nueve meses!, llegando a su piso a las 9 o 10 de la noche, dejándolo sin energías para cultivar amistades, ni para pensar en un noviazgo, etc., etc. El trabajo de Grimson fue excelente y por eso ha sido premiado. Cuando llegó el turno de Hastex, supuestamente un experto en las tentaciones a través nuestras redes de internet, se encontró con un hombre-gusano de pocas fuerzas morales y piedad enfriada. Le habían dejado preparado, digámoslo mejor, a un hombre sumido en ese fértil terreno que nos ofrece la soledad.
»El día elegido, ¡tan cuidadosamente elegido!, fue ayer, viernes, pues la última novia de Álex (así se llama el humano) se casaba. ¿Qué podía salir mal? Era la oportunidad perfecta para que Hastex reactivara en el corazón del joven la semilla de la adicción… ¡Ay!, lo teníamos tan cerca de nosotros entre los 12 y los 22 años, pero, de pronto, ¿lo recuerdan ustedes?, se convirtió, recibió ayuda y abandonó su afición a la pornografía. Desde entonces han pasado tres años, ¡tres largos años!, en los que este renacuajo no ha recaído ni una sola vez. ¡Ayer!, ¡maldita sea!, ¡ayer era el día señalado para que lo hiciera!
El fiscal sacó del bolsillo una botella con un líquido verdoso-sanguinolento y se la bebió en cuatro tragos, mientras dejaba que el frío de su última declaración permeara en el público. Aprovechó la pausa para dirigir una mirada láser contra el acusado (quien estaba tan lleno de vendas que parecía una momia con ojos desorbitados). Entonces pasó a la fase central de su discurso: desplegó unas alas que nadie se había percatado que tenía, se elevó unos centímetros y llenó la sala con su voz ronca y potente, de modo que el público bajó la voz y hasta el juez se amilanó un poco.
–Sigamos con el relato. El chico cenó un sándwich de jamón y queso, y luego arrastró los pies hasta su habitación; ahí lo esperaba Hastex. Cuando lo vio entrar y sentarse en la cama para quitarse los zapatos, el acusado hizo sus mejores esfuerzos para inclinar a Álex hacia su bolsillo.
–¡Le advierto, fiscal, no abunde en detalles innecesarios! ¡De lo contrario, lo acusaremos a usted también! –bramó el juez, quien, por lo visto, era un tipo de mecha corta.
Esta vez los enjutos secretarios habían puesto una roca debajo de la tabla y, escondidos detrás del telón de fondo, soltaban risitas mientras escuchaban los gemidos de dolor del juez por el rebote que sufrió su puño al impactar una superficie tan poco flexible.
–Iré más rápido. Álex desbloqueó la pantalla sin tener claro qué iba a hacer. Hastex le fue sugiriendo que revisara el WhatsApp, después el Mail, después Facebook y Twitter. Luego, una vez que provocó en él la suficiente dispersión espiritual, elevó la intensidad del ataque y lo urgió para que revisara su Instagram. El humano obedeció, y se pasó ahí unos cuarenta minutos sin darse cuenta, sobre todo cuando revisó una y otra vez las fotos de su exnovia, claro. En el momento en que Hastex lo vio algo cansado, le recomendó que dejara tranquilas las publicaciones de sus conocidos y que «explorara» un poco más allá «por si acaso». El chico aceptó la idea dándole a la opción de la lupa. Poco a poco, como se hace en estos casos, Hastex lo fue animando a ver «una foto más», «un reel solamente», recordándole que el costo marginal de «1 segundo más» es insignificante. Cuando llevaban algo así como hora y media de «1 segundito más» con fotos y vídeos de chicas guapas y con vestidos estimulantes, iban a dar las 2 de la mañana, pero él todavía no era consciente de la hora, así que Hastex le recomendó pasar a Youtube, para que viera algo «un poquito» más emocionante. El joven le hizo caso, pues para entonces tenía la cabeza en la nube (nunca mejor dicho). Ahí se pasó otra hora, aceptando una nueva sugerencia tras otra: un videoclip hipnótico, un anuncio de cerveza en que no queda claro si lo que se vende es la modelo o la cerveza, una japonesa probándose ropa interior, y luego la misma japonesa estrenando modelos muy parecidos, pero impermeables, etc., y Álex, como es lógico, pensando siempre que cada vídeo será «el último». Hastex estaba confiado y se atrevió a dar el paso crucial: «¿Por qué eres el único imbécil que todavía no disfruta con un poco de porno?», le susurró al oído. Era el momento clave, pues, si triunfaba esa tentación que mezclaba curiosidad, despecho y egoísmo, el chaval saltaría a la ventana de incógnito de Chrome para explorar nuestros mejores contenidos.
»¡Qué bien iba todo! ¿No? La propuesta de Hastex se convirtió en lucha dentro de la cabeza del chaval y Álex, ¡maldición!, se detuvo a pensar. Pero, gracias a Satanás, el chaval tenía la adrenalina por las venas y no contaba con fuerzas suficientes como para combatirnos: los sentidos lo tironeaban y su cabeza había abandonado el tiempo y el espacio, así que era cosa de esperar. Pero en ese segundo ocurrió algo extraño: creo que por un error del sistema, la pantalla se congeló. Álex reaccionó cerrando las aplicaciones y, antes de abrir Chrome, se vio cara a cara con la foto del fondo de pantalla: un cuadro de Miguel. Sí, del arcángel. ¡Ay! ¿Cómo es posible que Hastex no hubiera previsto eso?, ¡un error tan de principiante! Hubo un diálogo entre Álex y él, la mente del humano de despejó lo suficiente como para ser capaz de revisar el reloj, cayó en la cuenta de que había estado a merced de nuestra ruleta digital y reaccionó mal, muy mal. Apagó el móvil, hizo sus oraciones de rodillas frente a la imagen de Ella, y a dormir.
»Señores del jurado, el humano advirtió la estratagema de Hastex y a la mañana siguiente tomó una serie de decisiones que lo blindarán por una buena temporada. Pidió a Miguel que lo protegiera contra nosotros cada vez que entrara al móvil, se confesó por las nimiedades que había cometido y decidió recomenzar una vida de piedad más sólida. Como nos descuidemos, pronto hablará con su jefe para intentar ordenar los horarios de trabajo. ¿Lo ven?, el fracaso del acusado fue mayúsculo: estamos frente a un inepto de la peor calaña.
–El asunto me parece clarísimo –opinó el juez, interrumpiendo al fiscal y dirigiéndose al jurado–. ¿Cuál es su sentencia?
Ellos se miraron con lentos giros de cabeza, esbozaron sonrisas ambiguas y acabaron asintiendo, a la vez que se lamían los labios, como saboreando el poder que tenían de condenar a alguien. El más viejo de todos, situado en la esquina de atrás, se levantó y pronunció la sentencia:
–El acusado merece la condena que proponía el fiscal.
–Pues que no se diga más. ¡Caso cerrado! –concluyó el juez dando un golpecito con el martillo en la mesa.
Hastex comenzó a saltar y gemir en la silla como un loco. Claramente quería decir algo. El magistrado inclinó la cabeza y se acercó a él, ¿se estaría compadeciendo?, ¿era eso posible? De pronto, giró para retener por un segundo a la audiencia:
–Parece que el acusado quiere defenderse. Me gustaría ayudarlo, porque le tengo cierto aprecio. A la vez, me hace reír, ¿acaso no sabe que en el infierno no hay defensas para nadie? ¡Aquí solo hay acusaciones! ¡Ja!
El público estalló en carcajadas, y Hastex terminó de sumirse en la desesperación.
–Por cierto –preguntó el fiscal al juez, mientras salían del aula por la puerta trasera–, ese fondo de pantalla en el móvil del humano, ¿no era el mismo que eligió cuando dejó nuestros contenidos tres años atrás?
–En efecto, creo recordar que sí…
–¿Y Grimson no hizo nada al respecto?...
–Vaya…
–Quizá debiéramos estudiar su caso también, ¿eh?
El fiscal y el juez sacaron sendas botellas de su bolsillo, sus ojos relampaguearon y brindaron por los placeres que les regala el tribunal del infierno.
Juan Ignacio Izquierdo Hübner