En nuestro encuentro de los miércoles, vuelvo a comentar hoy la extraordinaria figura del Papa san Gregorio Magno para recoger más luces de su rica enseñanza. A pesar de los múltiples compromisos vinculados a su función de Obispo de Roma, nos dejó numerosas obras de las que la Iglesia, en los siglos sucesivos, se ha servido ampliamente. Además de su abundante epistolario –el Registro al que aludí en la anterior catequesis contiene más de 800 cartas–, nos dejó sobre todo escritos de carácter exegético, entre los que se distinguen el Comentario moral a Job –conocido con el título latino de Moralia in Iob–, las Homilías sobre Ezequiel y las Homilías sobre los Evangelios. Asimismo existe una importante obra de carácter hagiográfico, los Diálogos, escrita por san Gregorio para la edificación de la reina longobarda Teodolinda. Su obra principal y más conocida es, sin duda, la Regla pastoral, que el Papa redactó al inicio de su pontificado con una finalidad claramente programática.
Haciendo un rápido repaso a estas obras debemos observar, ante todo, que en sus escritos san Gregorio jamás se muestra preocupado por elaborar una doctrina «suya», una originalidad propia. Más bien trata de hacerse eco de la enseñanza tradicional de la Iglesia; sólo quiere ser la boca de Cristo y de su Iglesia en el camino que se debe recorrer para llegar a Dios. Al respecto son ejemplares sus comentarios exegéticos. Fue un apasionado lector de la Biblia, a la que no se acercó con pretensiones meramente especulativas: el cristiano debe sacar de la sagrada Escritura –pensaba– no tanto conocimientos teóricos, cuanto más bien el alimento diario para su alma, para su vida de hombre en este mundo.
En las Homilías sobre Ezequiel, por ejemplo, insiste mucho en esta función del texto sagrado: acercarse a la Escritura sólo para satisfacer un deseo de conocimiento significa ceder a la tentación del orgullo y exponerse así al peligro de caer en la herejía. La humildad intelectual es la regla primaria para quien trata de penetrar en las realidades sobrenaturales partiendo del Libro sagrado. La humildad, obviamente, no excluye el estudio serio; pero para lograr que este estudio resulte verdaderamente provechoso, permitiendo entrar realmente en la profundidad del texto, la humildad resulta indispensable. Sólo con esta actitud interior se escucha realmente y se percibe por fin la voz de Dios. Por otro lado, cuando se trata de la palabra de Dios, comprender no es nada si la comprensión no lleva a la acción. En estas homilías sobre Ezequiel se encuentra también la bella expresión según la cual «el predicador debe mojar su pluma en la sangre de su corazón; así podrá llegar también al oído del prójimo». Al leer esas homilías se ve que san Gregorio escribió realmente con la sangre de su corazón y, por ello, nos habla aún hoy a nosotros.
San Gregorio desarrolla también este tema en el Comentario moral a Job. Siguiendo la tradición patrística, examina el texto sagrado en las tres dimensiones de su sentido: la dimensión literal, la alegórica y la moral, que son dimensiones del único sentido de la sagrada Escritura. Sin embargo, san Gregorio atribuye una clara preponderancia al sentido moral. Desde esta perspectiva, propone su pensamiento a través de algunos binomios significativos –saber-hacer, hablar-vivir, conocer-actuar– en los que evoca los dos aspectos de la vida humana que deberían ser complementarios, pero que con frecuencia acaban por ser antitéticos. El ideal moral –comenta– consiste siempre en llevar a cabo una armoniosa integración entre palabra y acción, pensamiento y compromiso, oración y dedicación a los deberes del propio estado: este es el camino para realizar la síntesis gracias a la cual lo divino desciende hasta el hombre y el hombre se eleva hasta la identificación con Dios. Así, el gran Papa traza para el auténtico creyente un proyecto de vida completo; por eso, en la Edad Media el Comentario moral a Job constituirá una especie de Summa de la moral cristiana.
También son de notable importancia y belleza sus Homilías sobre los Evangelios. La primera de ellas la pronunció en la basílica de San Pedro durante el tiempo de Adviento del año 590; por tanto, pocos meses después de su elección al pontificado; la última la pronunció en la basílica de San Lorenzo el segundo domingo después de Pentecostés del año 593. El Papa predicaba al pueblo en las iglesias donde se celebraban la «estaciones» –ceremonias especiales de oración en los tiempos fuertes del año litúrgico– o las fiestas de los mártires titulares. El principio inspirador que une las diversas intervenciones se sintetiza en la palabra «praedicator»: no sólo el ministro de Dios, sino también todo cristiano tiene la tarea de ser «predicador» de lo que ha experimentado en su interior, a ejemplo de Cristo, que se hizo hombre para llevar a todos el anuncio de la salvación. Este compromiso se sitúa en un horizonte escatológico: la esperanza del cumplimiento en Cristo de todas las cosas es un pensamiento constante del gran Pontífice y acaba por convertirse en motivo inspirador de todo su pensamiento y de toda su actividad. De aquí brotan sus incesantes llamamientos a la vigilancia y a las buenas obras.
Tal vez el texto más orgánico de san Gregorio Magno es la Regla pastoral, escrita en los primeros años de su pontificado. En ella san Gregorio se propone presentar la figura del obispo ideal, maestro y guía de su grey. Con ese fin ilustra la importancia del oficio de pastor de la Iglesia y los deberes que implica: por tanto, quienes no hayan sido llamados a tal tarea no deben buscarla con superficialidad; en cambio, quienes lo hayan asumido sin la debida reflexión, necesariamente deben experimentar en su espíritu una turbación. Retomando un tema predilecto, afirma que el obispo es ante todo el «predicador» por excelencia; como tal debe ser ante todo ejemplo para los demás, de forma que su comportamiento constituya un punto de referencia para todos. Una acción pastoral eficaz requiere además que conozca a los destinatarios y adapte sus intervenciones a la situación de cada uno: san Gregorio ilustra las diversas clases de fieles con anotaciones agudas y puntuales, que pueden justificar la valoración de quienes han visto en esta obra también un tratado de psicología. Por eso se entiende que conocía realmente a su grey y hablaba de todo con la gente de su tiempo y de su ciudad.
Sin embargo, el gran Pontífice insiste en el deber de que el pastor reconozca cada día su propia miseria, de manera que el orgullo no haga vano a los ojos del Juez supremo el bien realizado. Por ello el capítulo final de la Regla está dedicado a la humildad: «Cuando se siente complacencia al haber alcanzado muchas virtudes, conviene reflexionar en las propias insuficiencias y humillarse: en lugar de considerar el bien realizado, hay que considerar el que no se ha llevado a cabo». Todas estas valiosas indicaciones demuestran el altísimo concepto que san Gregorio tiene del cuidado de las almas, que define «ars artium», el arte de las artes. La Regla tuvo tanto éxito que pronto se tradujo al griego y al anglosajón, algo más bien raro.
También es significativa otra obra, los Diálogos, en la que al amigo y diácono Pedro, convencido de que las costumbres estaban tan corrompidas que no permitían que surgieran santos como en los tiempos pasados, san Gregorio demuestra lo contrario: la santidad siempre es posible, incluso en tiempos difíciles. Lo prueba narrando la vida de personas contemporáneas o fallecidas recientemente, a las que con razón se podría definir santas, aunque no estuvieran canonizadas. La narración va acompañada de reflexiones teológicas y místicas que hacen del libro un texto hagiográfico singular, capaz de fascinar a generaciones enteras de lectores. La materia está tomada de tradiciones vivas del pueblo y tiene como finalidad edificar y formar, atrayendo la atención de quien lee hacia una serie de cuestiones como el sentido del milagro, la interpretación de la Escritura, la inmortalidad del alma, la existencia del infierno, la representación del más allá, temas que requerían oportunas aclaraciones. El libro II está totalmente dedicado a la figura de san Benito de Nursia y es el único testimonio antiguo sobre la vida del santo monje, cuya belleza espiritual destaca en el texto con plena evidencia.
En el plan teológico que san Gregorio desarrolla a lo largo de sus obras, el pasado, el presente y el futuro se relativizan. Para él lo que más cuenta es todo el arco de la historia salvífica, que sigue realizándose entre los oscuros recovecos del tiempo. Desde esta perspectiva es significativo que introduzca el anuncio de la conversión de los anglos en medio del Comentario moral a Job: a sus ojos ese acontecimiento constituía un adelanto del reino de Dios del que habla la Escritura; por tanto, con razón se podía mencionar en el comentario a un libro sacro. En su opinión, los guías de las comunidades cristianas deben esforzarse por releer los acontecimientos a la luz de la palabra de Dios: en este sentido, el gran Pontífice siente el deber de orientar a pastores y fieles en el itinerario espiritual de una lectio divina iluminada y concreta, situada en el contexto de la propia vida.
Antes de concluir, es necesario hablar de las relaciones que el Papa san Gregorio cultivó con los patriarcas de Antioquía, de Alejandría e incluso de Constantinopla. Se preocupó siempre de reconocer y respetar sus derechos, evitando cualquier interferencia que limitara la legítima autonomía de aquellos. Aunque san Gregorio, en el contexto de su situación histórica, se opuso a que al Patriarca de Constantinopla se le diera el título «ecuménico», no lo hizo por limitar o negar esta legítima autoridad, sino porque le preocupaba la unidad fraterna de la Iglesia universal. Lo hizo sobre todo por su profunda convicción de que la humildad debía ser la virtud fundamental de todo obispo, especialmente de un Patriarca.
En su corazón, san Gregorio fue siempre un monje sencillo; por ello, era firmemente contrario a los grandes títulos. Él quería ser –es expresión suya– servus servorum Dei. Estas palabras, que acuñó él, no eran en sus labios una fórmula piadosa, sino la verdadera manifestación de su modo de vivir y actuar. Estaba profundamente impresionado por la humildad de Dios, que en Cristo se hizo nuestro servidor, nos lavó y nos lava los pies sucios. Por eso, estaba convencido de que, sobre todo un obispo, debería imitar esta humildad de Dios, siguiendo así a Cristo. Su mayor deseo fue vivir como monje, en permanente coloquio con la palabra de Dios, pero por amor a Dios se hizo servidor de todos en un tiempo lleno de tribulaciones y de sufrimientos, se hizo «siervo de los siervos». Precisamente porque lo fue, es grande y nos muestra también a nosotros la medida de su verdadera grandeza.