Con este título fueron investidos aquellos dos hermanos de sangre por el Divino Maestro que atraía todos hacia sí: los hijos del trueno (cf. Mc 3, 17). Y es que tenían fuego en la sangre aquellos dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que reconocieron al Mesías al pasar por los caminos de Galilea y acabaron conociendo que este era, es y será por siempre el Verbo, que se hizo carne.
La prontitud en la respuesta de su espíritu a la llamada del Salvador ─que es el fundamento de la verdadera devoción, según santo Tomás de Aquino─, pues al punto dejaron la barca y a su padre y lo siguieron (Jn 4, 22); la fogosidad de su temple ante el rechazo a su Señor, deseando hacer caer fuego del Cielo (Lc 9, 54) sobre los enemigos; el celo osado por beber el cáliz del que el Hijo del Hombre bebería (cf. Mt 20, 22); y, en fin, la vehemencia de su pasión rubricada en protomartirio apostólico por parte del mayor, y la perseverancia infatigable, que hizo al pequeño no morir en su martirio y cerrar la cadena de los Apóstoles en la Tierra, merecieron tal sobrenombre en ellos: Boanerges, los hijos del trueno.
Su impetuosidad aguerrida los acompañó siempre. Venía de familia. Salomé, su madre ─¡qué madre! que pudo engendrar dos hijos así, sin que se consumiera su ser en el parto─ tuvo el atrevimiento de solicitar los mejores sitiales a ambos lados del Rey para sus hijos (cf. Mt 20, 20-21). Y ellos mismos mostraron siempre una ambición pugnaz. Pero, como los pura sangre, tuvieron que ser domados para encauzar todo aquel brío de ínfulas en grandeza divina. Bien sabía aquel que conocía los secretos de todos los corazones que ese temperamento, aunque en bruto, era de veinticuatro quilates. Y aquellos conquistadores ─por naturaleza─ fueron conquistados por el Autor de la Gracia para ser lanzados al Mundo entero a ser mártires, esto es, testigos: Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos (1 Jn 1, 1-3).
El mayor vino a Hispania, donde encontró sus iguales, inquebrantables en la persecución de todos sus propósitos. Pocos los apartaban de sus caminos por persuasión, ninguno por la fuerza, como habían demostrado en Sagunto o Numancia. Esta determinación tenaz configuró siempre el genio de España, como tantas veces demostrarían sus hijos a lo largo de la historia, que sólo querían hablar de capitulación después de muertos.
Aquel pueblo casi inexpugnable y cerrero le costó sus mayores esfuerzos a las legiones de Roma. Pero al fin la luz de la razón y del derecho se abrió paso entre ellos, aun sin trocar su firmeza. Y los que encontró Santiago eran así: duros a la conversión. Pero esa misma dureza, ganada por la gracia, los capacitaría para su misión universal de alumbrar pueblos ignotos al unir la Hispania Romana con la fe. En unas laudes del galorromano Pacato en honor del emperador que proclamó la fe cristiana como la fe del imperio, Teodosio, el Grande, dice: Hispania trajo al mundo los soldados más duros, los generales más hábiles, los oradores más expertos, los poetas más ilustres. Ella es madre de gobernadores, madre de príncipes, ella dio al imperio al insigne Trajano y luego a Adriano, a ella le debe el imperio tu persona.
Llegaron los visigodos, pueblo germánico oriental, curtido por la fiereza de las guerras y la aspereza de sus viajes. Parecían parientes lejanos en carácter, rápidos para la amistad y la enemistad, que, una vez unidos por la sangre y guiados por la fe, engrosaron las cualidades de lo que ya comenzaba a ser España, madre de príncipes y de pueblos, como la llama san Isidoro. El florecimiento del Reino de Toledo prometía ser una luz en medio de siglos de oscura decadencia, que ya habían comenzado al desmoronarse el imperio romano occidental. Pero surgió la desunión fratricida, que no pudo con el avance terrible de los mahometanos. El derrumbe de España fue prácticamente total, salvo por los intransigentes de las montañas que no se resignaron a perderla. Y un caudillo de sangre real, alumbrado por la misma Mujer que confortó a nuestro Apóstol, comenzó una reconquista que reforjaría la nación española a sangre y fuego, contando con la intercesión del Boanerges en la batalla, cuyo sepulcro había sido hallado en un campo de estrellas. Y el que san Beato de Liébana llama cabeza refulgente y dorada de España, defensor poderoso y patrono nuestro, quiso continuar su misión hispánica desde el Cielo, acompañando en el combate contra el enemigo. El pueblo le hizo merecedor de un nuevo sobrenombre: Matamoros.
España tuvo que encontrarse a sí misma, entretejida crisálida de distintos reinos, durante siglos, hasta estar preparada para romper el capullo con la Reina enamorada de las altas querellas que duerme en Granada, como la llama Pemán, y poder volar hacia nuevos mundos, lanzando con una mano la sementera que quince siglos antes había traído el Hijo del Trueno, mientras con la otra cortaba el espino de la media luna o la cizaña del rebelde agustino. Los hijos de Santiago fraguaron con tanta lucha una voluntad que es reflejo de la de los del Cielo: a los astros que velan gozosos, arriba en sus puestos de guardia, los llama, y responden: «Presentes», y brillan gozosos para su Creador (Bar 3, 34-35). Firmes en sus puestos y prestos a su servicio, se hallaron siempre presentes para dar su vida por Dios y por España.
Qué bien representa ese porte espiritual ─natural tan necesario para que Dios obre la santidad─ san Francisco Javier en la pluma del mismo Pemán, cuando Ignacio de Loyola se dirige a Pedro Fabro, habiendo salido de escena el futuro misionero de Navarra: (Ignacio) Pedro Fabro: en Javier fundo / mi ilusión y mi placer; / que si yo gano a Javier, / Javier me ganará un mundo. / (Fabro) ¿Tanto esperas de su ciencia? / (Ignacio) Y de su alma arrebatada, / si logra ser encauzada / con mansedumbre y paciencia. / Vencida su inexperiencia, / domada su vanidad, / de él espero, si me es fiel, / milagros de santidad...
Qué nostalgia nos causa ─más todavía que entonces, por estar más lejos de ella─ la España que nos describiera Menéndez y Pelayo en su inmortal epílogo en los Heterodoxos: ¡Dichosa edad aquélla, de prestigio y maravillas, edad de juventud y de robusta vida! España era o se creía el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas, o para atajar al sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible: la fe de aquellos hombres, que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cinta, y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía.
Hasta no hace mucho, los hijos españoles sabían emular las gestas de sus mayores, porque se educaban en la hidalguía cristiana, en ser perfectos caballeros. Hoy, en la sociedad líquida y emasculada en que vivimos, la mezquindad de los horizontes y la deformación de las virtudes nos convierten en gallofos y amenazan con perder para siempre el legado que empezó Santiago, que retomó Pelayo, que catapultó Isabel. No es ya la pérdida instilada de la fe ─ésta se ha perdido en muchos, y en pocos se mantiene, aunque débil─ sino el quebranto de la naturaleza Jacobea, que es la española. El de Santiago ─¡y el del auténtico español, que tiene siempre algo de Quijote!─ era un corazón tan inflamado en grandes deseos, tan ambicioso de grandes conquistas, que, una vez transformado por la gracia, despreciará también todos los peligros humanos por guardar fidelidad a su Señor. Pero sin natural, la gracia no tiene nada que transformar. Por eso hoy la reconquista es la reconquista de la naturaleza, cuya expresión máxima es la del caballero, flor de la hispana tierra. Y los modelos de honor y valentía, de sacrificio y magnanimidad, de apasionamiento y firmeza, son los de la España caballeresca, comenzando por nuestro primer caballero: ¡tú, Señor Santiago!
¡Santo Apóstol Boanerges! ¡Enséñanos a peregrinar hasta el finisterrae siguiendo tus andanzas apostólicas, imitando a los que cabalgaron hasta el fin del mundo portando el estandarte de la fe! ¡Tómanos por hijos tuyos, para no claudicar ante las durezas del ideal, siendo confortados como tú por la Dama del Cielo! ¡Permítenos invocar tu auxilio como en los siglos de nuestros mayores! Herru Santiagu, Got Santiagu, E ultreia, e suseia, Deus adiuva nos. Y cuando la necesidad se agudice, cuando el acervo de lo que somos quede comprometido, cuando la amenaza del enemigo se cierna sobre nosotros, que se escuche esta voz de mando entre nuestros escuadrones, grito secular que al cruce del cielo sacude nuestras conciencias: ¡Santiago y cierra, España!
Julio 2022
Rodrigo Menéndez Piñar, pbro.
Publicado originalmente en el Boletín «Covadonga»