La teoría del Big Bang o Gran Explosión despertó el interés de multitudes cuando fue ampliamente difundida; actualmente no se habla de ella, parece olvidada. Pero debería ser analizada nuevamente con cuidado, por su significado para la hipotética comprensión del origen del universo. Se trata de una hipótesis, en efecto, aunque prima facie es compatible con los datos de la fe acerca de la creación del mundo ex nihilo, de la nada. He llamado hipótesis a esa suposición de algo que puede ser posible como fuente de algunas consecuencias; se lo afirma provisionalmente como base de investigación. El autor, o expositor, de la teoría fue un sacerdote católico, Georges Lemaître, alumno de Eddington, el físico que probó la teoría de la relatividad. No era, pues, un improvisado, un soñador.
En cosmología se entiende por Big Bang el principio del universo, el punto inicial del espacio y el tiempo; un cálculo ubica este hecho inicial de la marcha del mundo hace unos 13.800 millones de años. Sería una singularidad espacio-temporal, un fenómeno en el cual se rompen las leyes normales de la física. Nuestro conocimiento de tales singularidades, fenómenos sumamente extraños, es necesariamente muy limitado. Esta consideración hace que la explicación que ofrece la teoría sea obviamente solo hipotética.
Las observaciones astronómicas desarrolladas durante el siglo XX favorecen la afirmación de un comienzo de la expansión del universo a partir de un núcleo primitivo. ¿Qué había antes del Big Bang? Nada. La Gran Explosión se identifica con la creación; existe -podríamos decir- una irreductibilidad del universo en expansión. Antes no hay nada, no hay antes. La concepción ateísta del mundo postula una materia eterna de la cual procedería todo. Respondemos que Dios pudo haber creado ab aeterno, desde toda la eternidad; la creación, como concepto metafísico, no incluye de suyo un origen temporal, ya que consiste en la dependencia esencial de todo lo que existe respecto del Creador. Sin embargo, sabemos por la revelación bíblica que hubo un comienzo. La Escritura comienza en Génesis 1, 1: Bereshit bará Elohim et haskshamayim ve et haaretz; Dios creó en el principio las realidades celestiales (los ángeles) y las terrenas, el mundo que sería el escenario del hombre (efecto, como veremos, del segundo Big Bang). Puede asomarse ahora un interrogante: ¿Por qué es el ser y no más bien la nada? Respuesta: porque Dios quiso comunicar su ser, participar de su felicidad, por amor, a todas las criaturas, las cuales no son el ser, sino que participan de él. Dios, Él solo, es el ser, es el Ipsum esse per se subsistens. En suma, la teoría del Big Bang es compatible con el dogma de la creación y lo ratifica en el orden cosmológico.
Destaco el hecho de la irreductibilidad del ser, que surge de la nada por la voluntad del Creador, que sólo Él es eterno. Basta esta condición para hablar correctamente del primer Big Bang, a partir del cual el universo empezó a existir por el amor de Dios que crea el ser. El ateísmo materialista no da razón de la existencia de cuanto existe, de las leyes que rigen el desarrollo del universo y la configuración de los múltiples seres que constituyen el mundo conocido en virtud y según la cosmología científica y filosófica.
Continuando con nuestro discurso, podemos decir que el desarrollo del universo ha rodado hasta el umbral de una nueva singularidad: la aparición del alma racional y espiritual, es irreductible a todo lo anterior. Suponiendo que el ser humano procede de un animal inferior, se debe reconocer que el más desarrollado, homogéneamente, de los animales inferiores no puede saber que sabe y es incapaz de un acto de libertad. En esta condición cifra la originalidad del hombre. La Biblia hebrea designa al ser humano Adam, porque ha sido formado de la adamá, la arcilla del suelo -una realidad anterior-, pero ha recibido en su nariz un soplo, la rúaj, el espíritu. Con lenguaje simbólico, el Libro del Génesis da cuenta de la aparición del hombre como efecto de una voluntad de la sabiduría del Creador. Sin esa intervención, la hipótesis evolucionista no podría dar razón del salto que señala la irreductibilidad del saber que se sabe y de la libre elección de un destino, es decir, la autoconciencia y la libertad como culminación de la Cosmología en Antropología, y la irreductibilidad de ésta respecto de aquella.
No viene al caso señalar cuándo aparece el espíritu; ciertamente, cuando aparece el hombre. La constitución del hombre, ser corpóreo (material) y espiritual (conocimiento y amor) es una nueva dimensión de lo que existe. Este es el segundo Big Bang.
La Biblia hebrea registra, desde diversas y sucesivas fases culturales, el desarrollo de la historia humana que va cumpliendo períodos con una orientación determinada: hacia una culminación de plenitud. Esta se revela en el Nuevo Testamento, en la manifestación cristiana, que es Evangelio, Buena Noticia. El Apóstol San Pablo, en el capítulo segundo de su Carta a los Filipenses, afirma que el Hijo eterno de Dios se «sumergió» en el torrente que es la realidad humana de la historia. Las tradiciones proféticas atisbaban una nueva dimensión, que sería la final. Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, anticipa en su vida mortal lo que vendrá en una nueva singularidad: su muerte fue una entrega para la salvación del mundo, al que ha rescatado del pecado en virtud de su amor; en éste, la agápē, se registra el auténtico final. Cristo amó a los hombres (a sus discípulos y, a través de ellos, a todos los hombres) eis télos, hasta el extremo final (cf. Jn. 13, 1). Según el Cuarto Evangelio, la última palabra pronunciada en la Cruz es tetélestai (Jn 19, 30): todo se ha cumplido, se ha llegado al télos. Hay un día de silencio, cuando Dios estuvo muerto, y al tercer día se manifestó la singularidad del amor divino en la resurrección de Jesús, que es el ingreso en una nueva dimensión, irreductible a todo lo anterior: a su vida prepascual y aun a las resurrecciones que él ha obrado como testimonio de su misión y de su divinidad: Lázaro, el hijo de la viuda de Naím, la hijita del centurión.
La Pascua de Israel fue una figura profética de la Pascua de Cristo, de su paso a la vida eterna en su condición humana y al paso de todo el universo con él.
La resurrección de Jesucristo es el tercer Big Bang, en el que se manifiesta el télos de todo lo que existe, la creación primera y de la historia humana; es la Nueva Creación que se desarrolla en la vida de la gracia: la fe, que da acceso al conocimiento que Dios tiene de sí y que quiere comunicar; la esperanza por la cual la voluntad se conecta con el cielo -que es Dios, que es Cristo Resucitado- y la caridad, la agápē, participación en el amor con el que se aman el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La gracia de Cristo brota de su existencia de resucitado. Lo sobrenatural es la proyección del tercer Big Bang que es la resurrección de Jesucristo. Es el último estadio, cuyo desarrollo llevará a la «resurrección de la carne», que profesamos en el Credo: expecto resurrectionem mortuorum. Esperamos, asimismo, con la esperanza que es la virtud teologal e incluye una expectación de la plena manifestación del fin: et vitam venturi saeculi. El «siglo venidero» o vida eterna, ya se verifica en la vida de la gracia, que es sustancialmente vida celestial. No habrá nada más que pueda llamarse «nuevo». El Señor Resucitado se mostrará definitivamente, para sorpresa de quienes no han creído, en el juicio que realizará en su parusía, indiscutible presencia universal.
Concluyo resumiendo que la teoría del Big Bang permite interpretar las tres singularidades: la Creación (¿por qué es el ser no más bien la nada?); la aparición del hombre, es decir, la creación del alma espiritual e inmortal (que se replica en cada hombre que nace) y la resurrección de Jesús, que se prolonga y actualiza en el ministerio de la comunicación de la gracia.
+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
Buenos Aires, martes 28 de junio de 2022.
Memoria de San Ireneo de Lyon, obispo y mártir.-