Es obvio que la perplejidad está reinando actualmente en los corazones de muchos católicos de bien que quieren seguir a Cristo en la fidelidad a su Iglesia, de la cual Él es su cabeza, y a su enseñanza. En estos momentos resuenan los ecos de los funestos años 70, en donde se ponen en duda las esencias mismas de nuestra fe. La gravedad del hecho estriba en que la sospecha proviene, no ab extra, como otrora por medio del furor antidivino del magisterio de autores como Nietzsche, Freud o Marx, sino que la encontramos en el mismo seno de la Iglesia. Parece que el movimiento autodisolvente y autodemolitivo, iniciado principalmente por el modernismo, hoy actúa con más vigor que nunca. El actual objeto de ataque son las propias esencias, no las que se encuentran remotamente en el Hyperuranion de Platón, sino las que existen realizadas en la concreta realidad eclesial, y es, por este motivo, que el presente escrito lo he titulado ―precisamente para evitar equívocos― La crisis de la esencia del sacerdocio y no simplemente La crisis del sacerdocio, aunque emplearé indistintamente ambas expresiones a lo largo de mi argumentación.
Efectivamente, la crisis hodierna del sacerdocio no está situada tanto en el plano cuantitativo, sino más bien en el cualitativo y en el substancial. Cuando hablamos de crisis del sacerdocio, tendemos a pensar precipitadamente en la crisis de seminarios o de vocaciones y en la consecuente modesta cantidad de sacerdotes anualmente ordenados. De hecho, pienso incluso que dicha crisis de seminarios debería considerarse más a nivel cualitativo que cuantitativo, a mi entender, pues, en la degradación de la formación de los mismos podríamos encontrar una de las causas más determinantes del colapso del sacerdocio católico en sus múltiples expresiones, desde los pocos que se ordenan al no despreciable número de los que se secularizan o desertan, muchas veces por razones mundanas y moralmente mediocres, llegando, en algunos casos extremos, al límite de la apostasía. Ante este escándalo y ante la dramática escasez de vocaciones, son cada vez más las voces que exigen impúdica y temerariamente la abolición del celibato y la instauración del sacerdocio femenino. Al respecto, el ultraprogresismo que se experimenta hoy en el ámbito alemán nos parece preocupante, pero no mucho más preocupante que las iniciativas de algunas bases ―aunque influyentes, poco representativas de facto y aún menos formadas― que, valiéndose e instrumentalizando el vigente proceso sinodal, aprovechan para diseminar por doquier el lolium temulentum de sus propuestas radicales de cambio, al tiempo que algunos jerarcas, seguramente con la mejor de las intenciones, intentan templar gaitas, negando lo que le resultaría palmario incluso al joven Tiresias, castigado por Atenea. A mí y a muchos nos parece, sin embargo, que todo este curioso fenómeno se desarrolla como si fuéramos corriendo directamente hacia el precipicio. Por ende, estimo perentorio reaccionar de algún modo, intentando frenar dicho precipitamiento. Con este modesto escrito, pues, pretendo aportar mi pequeño grano de arena, reflexionando acerca del sacerdocio, uno de los elementos más importantes que, por lo que podemos constatar, algunos se empeñan en corromper desde su propia substancia.
Desde un curioso fenómeno de acomplejamiento instalado en el clero y en el marco de la pusilanimidad reinante, siempre que se pretende hablar acerca de las bondades y excelencias del celibato sacerdotal, parece que existe la obligación moral de clarificar ante los objetores, y siempre desde el primer instante, que éste no es un elemento ínsito en la Tradición apostólica y que no forma parte de la esencia del mismo sacerdocio. Aunque esto último sea cierto, no está tan claro que el celibato sacerdotal no sea de Tradición apostólica. Con frecuencia he observado que, en las discusiones en donde se aborda este tema, no se realizan habitualmente las oportunas distinciones ni llegan a tomarse en consideración datos históricamente sustantivos, olvidando, por ejemplo, que, en la Iglesia primitiva, antes incluso que el monaquismo, a pesar de que existían clérigos casados, siempre se valoró el celibato, abrazado por amor al Reino de Dios, como estado de perfección y motivo sublime ―por detrás del martirio― para alcanzar la santidad. Ni que decir del hecho de la prohibición, casi generalizada, de ordenar a hombres casados en segundas nupcias, o de no permitir que el clérigo viudo se casase por segunda vez, o incluso del impedimento al clérigo célibe de contraer matrimonio. Ni tampoco podemos olvidar cómo surgió una tendencia que consistía en obligar al clérigo casado a vivir en continencia perfecta con su esposa[i]. En este sentido, sí que podríamos decir que tanto el celibato como la continencia del sacerdote, en tanto que ideales de santidad y perfección, son de Tradición apostólica, como podemos constatar especialmente en la teología paulina y como testifica la Iglesia primitiva. Otra cuestión muy distinta es la obligatoriedad canónica del presbítero a llevar una vida celibataria, como conditio sine qua non para la ordenación, lo cual no consta como algo transmitido por los Apóstoles, al menos directamente, porque algún autor, como Epifanio de Salamina (310-403), incluso lo tiene como cosa cierta. En concreto, este padre de la Iglesia asevera que, a la hora de elegir candidatos para el sacramento del orden, la norma vigente, establecida por los apóstoles con sabiduría y santidad, es que debe haber una preferencia por los hombres célibes, y luego por los que hayan renunciado, por medio de la continencia, a su matrimonio único, permanezcan vírgenes o hayan quedado viudos. Es más, este autor llega a criticar a los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que siguen procreando hijos, afirmando que esto no es más que una consecuencia de la debilidad humana[ii]. En fin, creo que la inconsideración del dato histórico puede conducir a muchos a concluir apresuradamente que, en el hipotético caso de que el Papa llegase a permitir el celibato opcional, la esencia del sacerdocio permanecería totalmente inalterable, lo cual, a mi modo de ver, parece, por lo menos, dudoso.
Empleando una analogía propia de la metafísica y de la física o filosofía natural, podríamos distinguir, en el sacerdocio, la substancia y sus accidentes. En efecto, en el sacerdocio encontramos elementos accidentales que no llegan a constituir la esencia del mismo, pero adviértase que no todos los accidentes son iguales. Empleando una terminología escolástica, podríamos establecer, aunque analógicamente, la distinción entre accidentes absolutos y relativos. Unos y otros son, proprie loquendo, accidentes, o sea, no son parte constitutiva de la esencia, pero unos son más necesarios, aunque secundum quid, y otros son más contingentes. Me explico. Que el sacerdote deba acudir a las reuniones de arciprestazgo, por ejemplo, o que tenga el derecho de cobrar un determinado estipendio por oficiar un funeral, son elementos accidentales de carácter puramente relativo, ya que los mismos no afectan a la esencia del sacerdocio. En cambio, la celebración de la santa misa, el celibato, el rezo del breviario o el uso del hábito eclesiástico, aunque no sean elementos esenciales o constituyentes, pues un individuo no deja de ser sacerdote, a nivel teológico y metafísico, por no celebrar la misa, incumplir el celibato, no rezar el breviario o ir por la calle con una colorida camisa de cuadros, es indudable que dichos elementos accidentales tienen una carga más profunda que los anteriores, y, por ende, podríamos calificarlos de accidentes absolutos, pues, al ser más determinantes, contribuyen a reforzar la substancia misma del sacerdocio, al menos en el orden práctico. En otros términos, a cualquier sujeto sacerdote, le será más fácil desplegar ministerialmente su ser y vida sacerdotal, si éste celebra devotamente el sacrificio de la misa, se preocupa de la salus animarum, vive separado de las cosas mundanas y se presenta ante la gente como lo que es, a saber, homo Dei, un puente entre Dios y los hombres.
Permítame el amable lector que, abusando de su paciencia, continúe con analogías propias de la filosofía de la naturaleza aplicadas al sacerdocio. Como bien sabemos, siguiendo los principios aristotélico-tomistas, definimos el movimiento o cambio del ente móvil como el paso de la potencia al acto. El movimiento puede ser de dos géneros, substancial o accidental, y el accidental, a la vez, se subdivide en cualitativo, cuantitativo y local. Para el uso analógico que estamos haciendo, dejaremos de lado el movimiento local (cambio de ubicación), pero emplearemos los otros tres: substancial (generación y corrupción), cualitativo (alteración) y cuantitativo (aumento y disminución). Por consiguiente, que haya hoy más o menos sacerdotes en nuestras diócesis responde a un cambio sencillamente cuantitativo, pero las razones más profundas de este fenómeno de disminución las encontramos en los dos géneros superiores de movimiento, o sea, el cambio substancial y el cualitativo.
Si se posibilitase canónicamente el celibato opcional a todos los sacerdotes seculares del rito romano, ciertamente esto no supondría un cambio substancial, es decir, no corrompería la substancia del sacerdocio, pero la alteraría en un alto grado, con consecuencias casi impredecibles. El cambio cualitativo, esto es, la alteración, cuando es leve o moderada, no es capaz de producir cambio substancial alguno. Pero una alteración muy intensa podría provocar la corrupción de la propia substancia. Por consiguiente, si toleramos importantes alteraciones en la doctrina y teología del sacerdocio católico, corremos el riesgo de acabar corrompiéndolo, como intentó con éxito Lutero. Dicho de otro modo, resultaría peligroso permitir una dinámica de protestantización del sacerdocio que afectaría, primeramente, a los accidentes absolutos ―en este caso, el celibato― y, finalmente, a su substancia.
En cuanto al sacerdocio femenino ansiado por muchos, supone un saltus in aliud genus, puesto que no deja de ser una cuestión que afecta directa e inmediatamente a la substancia misma del sacerdocio, y, por ende, es imposible (sic), como muy bien ha advertido recientemente Mons. Demetrio Fernández[iii]. Este empeño por abogar a favor del sacerdocio femenino depende de una serie de presupuestos mundanos; en concreto, es fruto de una contaminación de la ideología contemporánea que, a mi entender, tiene mucho que ver con el actual pensamiento político y iusfilosófico. Político, porque dicha reivindicación va pareja con una errónea concepción democrática de la Iglesia. Y iusfilosófico, porque el acceso de la mujer al sacerdocio es vista por muchos meramente como un derecho, como si ésta fuera una cuestión de derecho civil, social y político. Sobre esto último, me viene siempre a la mente el pensamiento de Rudolf von Ihering, quien, aunque comúnmente desconocido, ha ejercido una gran influencia en la concepción positivista y subjetivista del derecho contemporáneo. Según este jurista alemán, el derecho (subjetivo) se alcanza mediante la lucha, der Kampf ums Recht[iv], y así, como una lucha, es como algunos fieles entienden ciertas exigencias que reputan legítimas. Por lo tanto, los que luchan por estos derechos en la Iglesia olvidan un aspecto fundamental, a saber, que el sacerdocio exclusivamente masculino es de derecho divino positivo y, por ende, su doctrina es dogmáticamente inalterable por el hombre; ni siquiera el Papa, que es sólo el Vicario de Cristo, puede obrar tal cambio substancial en el sacerdocio católico, ya que esto comportaría su aniquilamiento, o sea, la corrupción y destrucción del mismo.
Ahora bien, la exclusión de la mujer respecto del sacerdocio no puede sustentarse exclusivamente en razones de mera conveniencia social, funcional, disciplinar o simbólica, puesto que, aunque estas razones deban tenerse en su debida cuenta, carecen de suficiente valor probatorio y algunas de ellas son incluso discutibles. En todo caso, dicha verdad dogmática descansa directamente en la misma voluntad de Cristo, autor de los sacramentos, que fue el que deliberadamente no incluyó a la mujer como sujeto del sacramento del orden. La Iglesia puede y muchas veces se ve en la necesidad de introducir cambios accidentales cualitativos en la liturgia, enriqueciendo y mejorando los ritos y ceremonias, pero no puede ni debe alterar o corromper la esencia de los sacramentos, no sólo en lo tocante a la materia y forma, sino también a su doctrina magisterial y sacramental en sus aspectos esenciales y necesarios. Así pues, desde un punto de vista fundamental, el sujeto del sacramento del orden sólo puede ser un varón bautizado, condiciones que podemos considerar establecidas por Cristo, como ininterrumpidamente ha interpretado el Magisterio de la Iglesia y ha sido transmitido por la Tradición. Al respecto, me parece interesante lo que el padre Nicolau afirma en relación a lo que él llama argumento definitivo, y que tiene por objeto la defensa de la substancia del sacramento del orden:
«La razón más terminante y última para excluir del sacerdocio, aun hoy en día, a las mujeres es la siguiente: La Iglesia, en la confección de los sacramentos no puede proceder por su propia iniciativa, sino por la iniciativa de Cristo, que es el autor de los sacramentos. Porque la potestad para ligar a un signo externo la colación de la gracia santificante y el poder santificador supera las fuerzas humanas y es de Dios y de Jesucristo solamente. Por esto se ha repetido por el Magisterio eclesiástico la frase de que «la Iglesia no tiene poder en la substancia de los sacramentos», lo cual significa, según la auténtica interpretación de Pío XII, que la Iglesia no tiene potestad en «aquellas cosas que, según el testimonio de las fuentes de la divina Revelación, el mismo Cristo estableció que se guardaran en el signo sacramental» (Const. Sacramentum ordinis (1947): DH 3857)»[v].
En esta hora tenebrarum, el ímpetu disgregador de una parte significativa de la iglesia alemana está contribuyendo sobremanera a que el susodicho ataque contra las esencias de nuestra fe se agrave. Sospecho que ciertos obispos alemanes hacen demasiado caso a algunos teólogos heterodoxos, como Michael Seewald ―el Nuevo Rahner, lo llamo yo―, que, de facto, aboga, a mi entender, por una evolución heterogénea del dogma[vi] y por una reforma rupturista con la Tradición[vii]. Mediante su darwinismo teológico o pseudoteología, Seewald, siguiendo a Pottmeyer y su teoría de la falibilidad pontificia en la presente cuestión[viii], llega a admitir que no deberíamos considerar la imposibilidad de admitir las mujeres al sacerdocio como un dogma, sino como una doctrina ligada meramente a razones históricas[ix]. Concretamente, dichas posiciones tienen un especial interés en negar toto coelo el carácter infalible del magisterio de Juan Pablo II sobre este particular, y se mantienen en diametral oposición con la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis (1994), mediante la cual el Papa resulta meridianamente claro al recordar el carácter vinculante de esta doctrina:
«Si bien la doctrina sobre la ordenación sacerdotal, reservada sólo a los hombres, sea conservada por la tradición constante y universal de la Iglesia, y sea enseñada firmemente por el Magisterio en los documentos más recientes, no obstante, en nuestro tiempo y en diversos lugares se la considera discutible, o incluso se atribuye un valor meramente disciplinar a la decisión de la Iglesia de no admitir a las mujeres a tal ordenación. Por tanto, con el fin de alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos [cf. Lc 22, 32], declaro que la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia» (DH 4983).
Con seguridad, hemos sido muchos los que en estos días hemos acudido a la relectura de esta declaración definitiva que acabamos de citar, en su momento muy iluminadora, pese a que causó una insana agitación en toda la esfera progresista. Pues bien, posteriormente ―recordémoslo― la Congregación para la Doctrina de la Fe (1995), con el fin de eliminar toda sombra de duda y para remachar aún más el carácter infalible de la enseñanza pontificia, advirtió lo siguiente:
«Esta doctrina exige un asentimiento definitivo, dado que, fundada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el comienzo, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal. Por tanto, en las presentes circunstancias, el Sumo Pontífice, en el ejercicio de su propio ministerio de confirmar a los hermanos [cf. Lc 22, 32] ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, afirmando explícitamente lo que se debe considerar siempre, en todas partes y por todos los fieles, como perteneciente al depósito de la fe» (DH 5041).
En el mismo sentido, pienso que también queda resuelta, al menos histórica y teológicamente, la cuestión del diaconado femenino, como muy bien expresa la Comisión Teológica Internacional en las conclusiones de Diaconado: evolución y perspectivas (2002), riguroso estudio histórico-teológico, sorprendentemente pasado por alto por muchos ―y por más de un teólogo―, en el que puede leerse lo que sigue:
«En lo que respecta a la ordenación de mujeres para el diaconado, conviene notar que emergen dos indicaciones importantes de lo que ha sido expuesto hasta aquí: 1) las diaconisas de las que se hace mención en la Tradición de la Iglesia antigua ―según lo que sugieren el rito de institución y las funciones ejercidas― no son pura y simplemente asimilables a los diáconos; 2) la unidad del sacramento del Orden, en la distinción clara entre los ministerios del obispo y de los presbíteros, por una parte, y el ministerio diaconal, por otra, está fuertemente subrayada por la Tradición eclesial, sobre todo en la doctrina del concilio Vaticano II y en la enseñanza posconciliar del Magisterio. A la luz de estos elementos puestos en evidencia por la investigación histórico-teológica presente, corresponderá al ministerio de discernimiento que el Señor ha establecido en su Iglesia pronunciarse con autoridad sobre la cuestión»[x].
En definitiva, es innegable que existen agentes deletéreos que insisten en destruir el sacerdocio católico desde su esencia y sus razones más profundas, como antaño hizo Martín Lutero, no sólo atacando la misa católica en su aspecto sacrificial y propiciatorio, sino también el celibato; nihil novum sub sole: «Aconsejo lo siguiente ―afirma el heresiarca, alentando a la rebelión―: el que en adelante se haga ordenar para ser cura o para otro oficio, en ningún caso debe prometer al obispo que observará la castidad, y debe objetarle que no tiene autoridad para exigir tal promesa y que de exigirlo es una tiranía diabólica»[xi]. Pienso, pues, que, ante los consabidos conatos de rebeldía y de corrupción de las esencias, éste es el momento de reaccionar enérgicamente. Esta reacción debería contar con la poderosa protesta de los seglares, cierto, pero, a mi modo de ver, no es suficiente la manifestación del sensus fidelium, sino que es necesaria además la acción de obispos y teólogos. Insisto en que la solución, además de orgánica, debería ser contundente y expeditiva, puesto que una solución ambigua y contemporizadora nos conduciría a una situación realmente más absurda y peligrosa, en la que, paradójicamente, queriendo huir de Escila, terminaríamos cayendo en Caribdis.
Notas
[i] Cf. Henri Crouzel, «El celibato y la continencia eclesiástica en la Iglesia primitiva: sus motivaciones», en Joseph Coppens, Sacedocio y celibato, Madrid: BAC, 1971, pp. 268-300 [pp. 268-270].
[ii] Cf. Alfons Stickler, «El celibato eclesiástico: su historia y sus fundamentos teológicos», Scripta Theologica 26/1 (1994), pp. 13-78 [pp. 30-32].
[iii] ¿Sacerdocio femenino? Imposible https://www.infocatolica.com/?t=opinion&cod=43644
[iv] Cf. Rudolf von Ihering, La lucha por el derecho, Traducción de Adolfo Posada, Bogotá: Temis, 2015.
[v] Miguel Nicolau, Ministros de Cristo: Sacerdocio y sacramento del orden, Madrid: BAC, 1971, p. 423.
[vi] Cf. Michael Seewald, El dogma en evolución: Cómo se desarrollan las doctrinas de fe, Maliaño: Sal Terrae, 2020.
[vii] Cf. Michael Seewald, Reforma: Pensar de otro modo la misma Iglesia, Maliaño: Sal Terrae, 2021.
[viii] Cf. Hermann Josef Pottmeyer, «Auf fehlbare Weise unfehlbar? Zu einer neuen Form päpstlichen Lehrens», Stimmen der Zeit 217 (1999), pp. 233-242 [p. 242].
[ix] Cf. Michael Seewald, El dogma en evolución: Cómo se desarrollan las doctrinas de fe, Maliaño: Sal Terrae, 2020, pp. 48-50.
[x] Comisión Teológica Internacional, Diaconado: evolución y perspectivas (2002) [en línea]: https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_pro_05072004_diaconate_sp.html
[xi] Martín Lutero, A la nobleza cristiana de nación alemana sobre la mejora del estado cristiano, nº26, en Martín Lutero, Obras reunidas: escritos de reforma, Madrid: Trotta, 2018, vol. I, p. 190.