“La mayoría de las personas crecen y entran en política; los Kennedy entran en política y entonces crecen” (James Sterling Young)
La muerte nos conduce al juicio de Dios pero suele liberarnos del juicio de los hombres. Cuando un personaje famoso o poderoso deja este mundo, los elogios y ditirambos se acumulan sobre el ataúd como coronas mortuorias. A quien se marcha, como al enemigo que huye, le despedimos con pañuelos y, quizás, con una sonrisa de suficiencia disimulada. Así ha ocurrido con Edward Kennedy, el último de los hijos de Joseph y Rose Kennedy, los fundadores de la familia real de Estados Unidos. De ellos decía Rafael García Serrano, que “nada les diferencia de los grandes príncipes, duques, marqueses o condes europeos, salvo que tienen más dinero, ponen las patas sobre la mesa y se desperezan vestidos de frac”.
El propio Ted era consciente de su papel de segundón en los planes de sus ambiciosos padres. Su hermano John declaró en 1959:
“Sólo entré en política porque Joe murió [en 1944]; si cualquier cosa me ocurriera a mí mañana, Bobby se presentaría para ocupar mi escaño en el Senado. Y si Bobby muriera, nuestro joven hermano, Ted, tomaría su lugar”[i]. Como los hermanos pequeños que heredan la ropa y la bicicleta de sus mayores, Ted heredó el asiento en el Senado que había dejado libre John en 1960, cuando accedió a la presidencia de Estados Unidos. Como no había cumplido la edad mínima de 30 años que exige la Constitución para ser senador, la familia le guardó el asiento mediante un pelele.
En política, mi convicción más profunda es la necesidad de limitar el poder del Estado sobre los ciudadanos. Por eso mismo, siento un rechazo instintivo a los políticos que se creen imprescindibles o que hacen de la política su profesión. Ted permaneció 46 años en su escaño, tapizado con un cuero especial: el tercer mandato más largo de la historia del Senado de su país. No tuvo otra profesión. Muchas veces se le reprochó que no había tenido un trabajo normal en su vida. Si esta virginidad laboral le acerca a políticos españoles como Leire Pajín y José Blanco, le aleja en cambio de los grandes presidentes republicanos como Dwight Eisenhower, Richard Nixon, Ronald Reagan y George W. Bush, que vivieron de su trabajo y dirigieron empresas antes de entrar en política.
Un personaje de Shakespeare
Ted Kennedy fue uno de los senadores más izquierdistas que hubo en la cámara durante su casi medio siglo de servicio. No hubo causa
progre que no apoyase, desde la Revolución de los Claveles portuguesa al matrimonio homosexual, desde la oposición al rearme militar decidido por Reagan a la discriminación positiva, desde el traslado de niños en autobús a colegios lejanos para romper la segregación al cambio climático
[ii].
Su historial contrasta con el comportamiento de sus dos hermanos mayores. En la campaña de 1960 en la que ganó la presidencia, John se empeñó por mostrarse como más anticomunista que Richard Nixon, vicepresidente de Eisenhower y célebre por acusar a los demócratas de ser blandos ante la URSS y China roja. Una vez en la presidencia, él y su hermano ordenaron golpes de Estado y asesinatos de dirigentes políticos extranjeros.
“Eisenhower había realizado 170 grandes operaciones encubiertas de la CIA en ocho años; los Kennedy pusieron en marcha 163 de ellas en menos de tres.”[iii] Entre éstas destacaron no sólo la invasión de Cuba para derrocar a los Castro, sino, además, planes para el asesinato de Fidel.
Los Kennedy, tanto el patriarca como los hijos, mantuvieron una excelente relación con el famoso senador republicano por Wiscosin Joseph McCarthy. Tenían en común que todos ellos pertenecían a la comunidad católica de origen irlandés. McCarthy frecuentó la residencia de los Kennedy. Al joven Robert le colocó como abogado en el comité que presidía en el Senado para investigar la infiltración comunista en el país. El hermano mayor, John, fue el único senador demócrata que no censuró públicamente a McCarthy cuando éste cayó en desgracia.
Como es sabido, el presidente Kennedy empezó la implicación militar de Estados Unidos en Vietnam mediante el envío de tropas. El golpe de Estado que derrocó a los hermanos Diem y el asesinato de éstos se produjeron el mismo mes en que él también murió a manos de un tirador. En 1968, cuando el país se había hartado de Vietnam y Richard Nixon hacía girar su campaña electoral en torno a la promesa de terminar con la guerra, Ted calificó ésta como “un crimen descomunal”.
Cuando Kennedy fue proclamado presidente, heredó un sistema fiscal en el que el tipo máximo para las personas era del 91%, él lo redujo al 65%; y además disminuyó los impuestos para las empresas. El senador demócrata Al Gore, cuyo hijo fue también senador, vicepresidente y salvador del planeta, calificó el programa de alivio fiscal de Kennedy como una vía para que los ricos dejasen de pagar impuestos hasta el punto de que privaría al Gobierno de ingresos suficientes para pagar proyectos. En cambio, Ronald Reagan elogiaba la rebaja de JFK y subrayaba su efecto benéfico para todos los ciudadanos. Ted Kennedy se opuso a todas las reducciones de impuestos promovidas por los presidentes republicanos.
¿Cómo, con estos antecedentes, Ted Kennedy se colocó a la izquierda? Desde luego, no era el más inteligente de los hermanos; tampoco era apuesto ni un buen orador. Como los árboles que brotan junto a otros más altos y más grandes, Ted tenía las sombras de su padre y de sus tres hermanos sobre él: Joseph, el héroe muerto en Europa en la Segunda Guerra Mundial; John, el presidente mártir; y Robert, el candidato asesinado. Como un personaje de Shakespeare, recibió una corona manchada de sangre que tuvo que ponerse en su cabeza. Al igual que sus hermanos, trató de ganar la presidencia de la República, pero la muerte de Mary Jo Kopechne en Chappaquiddick en 1969 y la derrota en la primarias demócratas de 1980
[iv] le obligaron a olvidarse de la jefatura del Estado.
También fracasó en 1971 en su intento de convertirse en jefe de la bancada demócrata en el Senado. Así debió concentrarse en su tarea como legislador y jerarca de su partido, y ahí alcanzó el triunfo. Con el paso de los años, se convirtió en el
“alma del Partido Demócrata”[v] y tuvo la satisfacción de asistir a la carrera de un ahijado político
[vi], Barack Obama, que terminó en la Casa Blanca.
Sus biógrafos y sus amigos coinciden en que su implicación por omisión en la muerte de la joven Kopechne cambió su vida
[vii]. ¿Decidió redimir su pecado dedicándose a los que consideraba los pobres y parias de la Tierra? ¿O se rindió a la
guerra cultural y se escoró a la izquierda por comodidad, como tantos católicos del mundo entero
[viii]?, ¿para qué batallar contra el aborto o la pornografía si los empresarios de esos sectores pueden dar dinero a las campañas electorales y, además, es el signo de los tiempos? ¿Fue para compensar a las mujeres, como totalidad, de las humillaciones que él y su saga les infringían en las personas de sus esposas y amantes? Sea como fuere, Kennedy no abandonó su fortuna, ni redujo su lujoso tren de vida, ni dejó de ser un mujeriego, ni prescindió de las borracheras; lo que hizo fue impulsar la ingeniería social. Un hijo de papá convencido de que haría felices a los pobres subiéndoles los impuestos, siendo blando con los delincuentes y abriendo el país a la inmigración. Un representante de la
izquierda caviar tan bien ridiculizada por Tom Wolfe.
Una prueba de ese encastillamiento en sus grandes causas, así como de sus ardides de político marrullero, fue la campaña que encabezó contra la designación por Reagan del jurista Robert Bork para una vacante en el Tribunal Supremo, en 1987. Estaba en juego el desmontaje del Supremo izquierdista construido por Franklin Roosevelt y sus sucesores, de la mayoría de jueces que por medio de una interpretación
actualizadora de la Constitución habían encontrado en la norma fundamental de Estados Unidos argumentos para legalizar el aborto. Bork era contrario al llamado
activismo judicial y para impedir que un jurista con semejante creencia llegase al Supremo, Kennedy arremetió contra él de una manera despiadada. Llegó a afirmar desde su tribuna senatorial que en el país que quería Bork las mujeres tendrían que abortar en habitaciones oscuras, los negros volverían a ser separados de los blancos en los comedores y no se enseñaría a los niños la teoría de la evolución
[ix]. No ha habido un ataque tan vil y falso a un candidato al Supremo presentado por un presidente demócrata por parte de los republicanos
[x]. Posteriormente, Bork le preguntó a Kennedy por qué le había difamado de esa manera. El senador, contó Bork, le contestó que no era nada personal. Para el
León progresista del Senado la destrucción y humillación de un hombre honrado que con sus impuestos le pagaba el sueldo sólo era política.
Como buen progre, tenía distintas pesas para medir el comportamiento de los demás. Nunca se aclaró la muerte de Kopeche. La Policía no pudo interrogar a los hombres y mujeres que habían acompañado a Ted y la muchacha ese fin de semana de julio de 1969. El senador se confesó culpable de haber abandonado la escena de un accidente y el juez del distrito de Edgartown, en Massachusetts, el feudo de su familia, fijó entonces un año de libertad condicional y suspendió una sentencia de dos meses de cárcel. Los padres de Mary Jo nunca supieron en qué circunstancias había muerto su hija única
[xi]. Cinco años después, cuando el presidente Gerald Ford indultó a Nixon, Ted Kennedy clamó:
“¿Vivimos bajo un sistema de justicia igual bajo la ley? ¿O hay un sistema para los ciudadanos normales y otro para los poderosos?”. Kennedy fue uno de los introductores del cinismo en la vida de Estados Unidos.
Sin embargo, cuando le interesaba sacar adelante algún proyecto dejaba el sectarismo y se volvía bipartidista. Como cuenta el historiador José María Marco,
“sin abdicar de sus convicciones, fue uno de los hombres más dispuestos a pactar con los republicanos de todo el Partido Demócrata. En los principios, mantenía sus grandes ideales. En la realidad, practicaba el pragmatismo, la negociación y el acuerdo. En los años 70, apoyó la desregulación del transporte, por ejemplo. En los 80 cultivó la amistad con Reagan, a quien apreciaba. Muchos años después, seguía pactando con los republicanos la ley de reforma de la educación de la administración Bush y más recientemente volvió a negociar con John McCain una ley sobre inmigración cuya derrota en el Congreso todavía andan lamentando algunos en el Partido Republicano”[xii].
Dos asuntos nos permiten conocer el lado oculto, incluso siniestro, de Ted Kennedy: su ofrecimiento a los dictadores soviéticos Yuri Andropov y Mijaíl Gorbachov para oponerse a la política del presidente Reagan y su conversión a la causa abortista.
Asesor de relaciones públicas de Andropov
Ronald Reagan estaba decidido a enfrentarse al Imperio del Mal y derrotarle. En ese combate encontró en frente no sólo a los soviéticos y sus aliados políticos e intelectuales, sino a personajes como el propio Ted Kennedy. Éste cruzó la línea que separa la lucha política de la traición y se ofreció a la cúpula de la URSS para ayudarles a vencer a Reagan en el campo de la comunicación.
En mayo de 1983, el jefe del KGB, Víctor Chebrikov, dirigió un
memorando a Yuri Andropov, secretario general del PCUS, en el que exponía una oferta presentada por Kennedy a través de su íntimo amigo el ex senador John Tunney. A cambio de una reunión en el Kremlin con él, para la que proponía el mes de julio, Kennedy se comprometía a convertirse en un consultor de relaciones públicas para enseñar a los soviéticos a defenderse de la campaña de Reagan sobre el desarme nuclear y a causar buena impresión en Estados Unidos. También se ofrecía a organizar, a través de sus excelentes relaciones en las cadenas de televisión, una serie de entrevistas a Andropov, de manera que éste pudiera transmitir un mensaje de paz y coexistencia a los norteamericanos sin pasar por el tamiz de la Casa Blanca.
Chebrikov señalaba en el memorando que las razones de Kennedy no eran desinteresadas. Pese a la derrota del senador en las primarias del Partido Demócrata en 1980, el jefe de la KGB creía que Kennedy, que entonces tenía 51 años y acababa de divorciarse, trabajaba para conseguir la nominación para las elecciones de 1988 e incluso las de 1984 como hombre de consenso ungido por sus gestiones a favor de la paz.
En los archivos soviéticos, ahora cerrados de nuevo, no se ha encontrado respuesta de Andropov al memorando. En una nota dirigida a los ministros de Asuntos Exteriores y de Defensa, Andropov explicaba que si llegaba el momento de tener que hablar con los demócratas
“sería mejor hacerlo con uno de los candidatos presidenciales, puesto que últimamente las perspectivas políticas de Kennedy se han reducido”[xiii].
El documento lo halló el periodista Tim Sebastien en los archivos soviéticos abiertos por Boris Yeltsin y publicó un extracto en un reportaje en el
Times de Londres en 1992
[xiv] que no tuvo ninguna repercusión en los medios de comunicación de Estados Unidos. Catorce años después, el historiador Paul Kengor
[xv] lo reprodujo entero por primera vez en su libro
The Crusader: Ronald Reagan and the Fall of Communism, y ocurrió otro tanto: ni los medios ni la comunidad universitaria lo consideraron de suficiente interés como para prestarle atención. Kengor esperaba las réplicas de los defensores del senador, pero los medios del
sistema optaron por silenciar el descubrimiento. Por fortuna, otros investigadores europeos hicieron copia del original antes de que se cerrase el acceso a los archivos.
Kengor subraya que
“el documento ha superado la prueba del tiempo. Lo he analizado con más cuidado que a ningún otro con el que haya trabajado como académico. He mostrado el documento a numerosas personalidades que trabajan con material de archivo soviético. Ninguno ha desacreditado el memorando o ha probado que sea una falsificación. La oficina de Kennedy no lo negó”[xvi].
Ted Kennedy por fin pudo reunirse con un dictador de la URSS en febrero de 1986, sólo que en vez del agonizante Andropov fue el rutilante Mijail Gorbachov, unos meses después de la cumbre de Ginebra en la que las dos superpotencias acordaron un desarme nuclear. La transcripción de esa reunión fue reclasificada por el Gobierno de Vladimir Putin, pero se conoce su contenido por los informes del comisario jefe del Departamento Internacional, Vadim Zagladin. Según éste, Kennedy expresó a Gorbachov su disgusto con Reagan, porque se estaba aprovechando de los resultados de Ginebra para aumentar su popularidad. El senador dijo a Gorbachov que los demócratas
“consideran importante no permitir que Reagan abuse de algo bueno con fines perversos (…). En su opinión, es importante mantener una presión creciente sobre la Administración desde diferentes flancos, tanto en el extranjero como dentro del país. Durante su conversación con el camarada Gorbachov le gustaría sugerir algunas ideas específicas al respecto”[xvii].
¿Cuál es la razón de que algunos personajes privilegiados disfruten de un manto de impunidad cuando hoy los medios penetran hasta en el dormitorio de la reina de Inglaterra
[xviii]? La periodista Cristina Losada da una muy plausible
[xix]:
El periodismo siente ahora el mismo respeto profundo e intuitivo por los miembros de aquel clan que en la época en que se dejó hechizar por sus encantos. Y es lógico el agradecimiento. Si los hijos de Joe y Rose Kennedy inauguraron una era fue la de los hombres públicos sabedores de que el centro de gravedad de la política se había desplazado a los medios de comunicación y actuaron en consecuencia. Les dieron lo que deseaban.
Un católico a la carta
El
lobby abortista calificó a Ted Kennedy como 100% a favor del aborto. El senador incluso se opuso a la prohibición del aborto por nacimiento parcial. Sin embargo, en 1971, un año después de que el estado de Nueva York hubiese legalizado el aborto, Kennedy todavía se declaraba como pro-vida. En una carta
[xx] a un votante que era miembro de una liga católica, el senador escribió lo siguiente: “
(…) buscada o no buscada, estoy convencido de que la vida humana, incluso en sus comienzos, tiene determinados derechos que deben reconocerse: el derecho a nacer, el derecho a amar, el derecho a envejecer”.
En enero pasado, la profesora Anne Hendershott publicó un reportaje en el
Wall Street Journal titulado
«Cómo el apoyo al aborto se convirtió en la religión de los Kennedy»[xxi]. Reproducimos unos párrafos del artículo publicado en el
blog Germinans
[xxii], mantenido por sacerdotes catalanes, que explican esta mutación, tomando como fuente los datos aportados por Hendershott. Como en los folletines de conspiraciones escritos por los masones del siglo XIX hay jesuitas moldeando la voluntad de las personas, pero no para la restauración de las monarquías tradicionales, sino para la implantación del aborto:
El «catolicismo a la carta» no es sino el resultado del llamado «progresismo», que hizo fortuna en el catolicismo norteamericano desde mediados de los años Sesenta del siglo pasado, época de grandes cambios en lo religioso, político y cultural y de importantes convulsiones sociales, propicia a los activismos de toda clase. Lo explica muy bien Patrick W. Carey en su libro Catholics in America: a history. La aplicación del Concilio Vaticano II y sus reformas comenzó a transformar la conciencia de la comunidad católica, pero su impacto se vio amplificado por los movimientos reivindicativos de aquellos años: las protestas radicales contra la guerra del Vietnam, los disturbios raciales, la rebeldía estudiantil, las campañas para la emancipación sexual y la liberación de la mujer, etc. Sacerdotes, religiosos, monjas y seglares se vieron involucrados en ellos. Se dio un verdadero giro a la izquierda en las élites católicas.
(…) La postura del jesuita John Courtney Murray (1904-1967), profesor de Filosofía de la Universidad de Yale –según la cual se ha de distinguir entre los aspectos morales de una cuestión y la viabilidad de promulgar legislación acerca de tal cuestión– fue decisiva durante el coloquio que tuvo lugar en Hyannisport (Massachusetts), en el cuartel general de verano de los Kennedy, en 1964. En él participaron los ya mencionados Charles Curran y Robert Drinan, como también los jesuitas Joseph Fuchs, John Giles Milhaven, Richard A. McCormick y Albert R. Jonsen. El momento era importante porque Robert Kennedy, que no gozaba de la confianza de Lyndon B. Johnson, iba a dejar en septiembre la Fiscalía General de los Estados Unidos para presentarse como candidato a senador por Nueva York en las elecciones de noviembre, con la perspectiva de presentarse a las presidenciales de 1968. Por su parte, Ted, que había cobrado mayor importancia en la familia tras el asesinato de su hermano el Presidente, era senador por Massachusetts desde noviembre de 1962 y se preparaba a mayores responsabilidades. Ahora bien, ambos Kennedy, si querían que sus carreras políticas prosperasen, debían contar con el apoyo del electorado demócrata y del electorado católico liberal, ambos favorecedores de las reivindicaciones más en contraste con el magisterio oficial de la Iglesia, especialmente la del aborto. Los teólogos reunidos en Hyannisport dieron a los Kennedy y a sus asesores y aliados la justificación para poder aceptar, dado el caso, la promoción de una política abortista con tranquilidad de conciencia.
(…) El P. Milhaven, que había participado en el coloquio de Hyannisport de 1964, informó que veinte años después, en 1984, hubo otra reunión de teólogos en la misma localidad. Se trataba de una sesión informativa para el grupo Catholics for Free Choice (Católicos para la libre elección), en la que participaron varios miembros del clan Kennedy (entre ellos Ted y su cuñado Sargent Shriver, esposo de Eunice), a cuyas preguntas sobre varios puntos controvertidos respondieron los teólogos. Éstos, en palabras del P. Milhaven, “aunque disintieron en muchos puntos, coincidieron en uno básico y fue éste: que un político católico podía en buena conciencia votar a favor del aborto”. Desde entonces fue cuando Edward Kennedy se mostró abiertamente favorable a la política pro-choice, de la cual no se distanció el resto de su vida
Los actuales Kennedy mantienen el dogma abortista, que habría escandalizado a sus mayores. Carolina Kennedy, hija de John y Jacqueline, intentó obtener el escaño de senadora por Nueva Cork que había dejado vacante Hillary Clinton con halagos a los grupos abortistas y feministas: aseguró públicamente que ella era pro-choice y partidaria del matrimonio entre homosexuales.
Pese a todo lo anterior, Ted Kennedy se consideraba católico y escribió una carta de despedida al papa Benedicto XVI que entregó a éste el presidente Barack Obama el pasado julio, durante un viaje oficial a Estados Unidos. El cardenal Theodore McCarrick leyó algunas líneas de ella
[xxiii] en el entierro del cuerpo en Washington:
Quiero que sepa, su Santidad, que en los casi 50 años de servicio público, he dado lo mejor por abanderar los derechos de los pobres y abrir puertas de oportunidades económicas. He trabajado para recibir a los inmigrantes, combatir la discriminación y ampliar el acceso al cuidado médico y la educación.
Siempre traté de ser un católico fiel, Su Santidad, y aunque mis debilidades me hicieron fallar, nunca dejé de creer y respetar las enseñanzas fundamentales de mi fe. Rezo por las bendiciones de Dios para usted y nuestra Iglesia y agradecería mucho sus oraciones por mí.
¿Cómo se puede alardear de católico y a la vez incumplir gran parte de la doctrina básica de la Iglesia sin vacilación? Las paradojas del catolicismo posconciliar.
Trece días antes que Ed había muerto su hermana Eunice Kennedy Shriver, el 11 de agosto, a los 88 años. Ella ha sido la última de su familia en enfrentarse a la aceptación del aborto. Fundadora de los Juegos Paraolímpicos, se dirigió a los asistentes a la convención del Partido Demócrata de 1992 para pedirles que buscaran políticas que protegiesen a las madres y los hijos antes y después del nacimiento. Su valiente declaración se censuró en los obituarios publicados por la prensa de papel de pago
[xxiv].
La mediocridad de la segunda generación
Sin embargo, concluyamos este trabajo con el recuerdo de una obra buena que hizo Ted Kennedy y en la que, por desgracia, fracasó: su apoyo a la independencia del pueblo saharaui
[xxv]. Curiosamente, este mérito innegable de Kennedy no aparecía en los artículos laudatorios publicados en España
[xxvi].
Con el senador Kennedy muere la generación preparada desde su niñez para gobernar Estados Unidos. Y quizás sea el último de su linaje en moverse por los pasillos del poder con porte real, al menos por mucho tiempo. Rafael Navarro Valls ha escrito
[xxvii]:
No parece que la segunda generación pueda hacerse con la antorcha. Joseph (56 años, hijo de Bob) ha dejado la Cámara de Representantes acosado por un escándalo de faldas; John-John, hijo de JFK -el «pequeño príncipe de América»- falleció en un accidente de aviación en 1999; Patrick -hijo de Ted y miembro de la Cámara de Rhode Island- está involucrado en un problema de drogas; Caroline Kennedy, hija de JFK, ha tenido que renunciar a presentar su candidatura para senadora por Nueva York... Todo apunta a que la muerte del viejo senador inicia la fase crepuscular de los Kennedy.
Y quizás sea mejor así. Los Kennedy sirven para recordarnos la futilidad de todo afán humano, de todo plan, de todo poder, ante la muerte y ante Dios.
“Nada trajimos al mundo y nada podemos llevarnos de él. Teniendo con qué alimentarnos y con qué cubrirnos, estemos con eso contentos.”
Pedro Fernández Barbadillo
Publicado en GEES
Notas
[iii] WEINER Tim:
Legado de cenizas. La historia de la CIA, Debate, Barcelona, 2009, pág. 184.
[ix] He aquí la soflama de Kennedy llamada «La América de Bork»:
“Robert Bork’s America is a land in which women would be forced into back-alley abortions, blacks would sit at segregated lunch counters, rogue police could break down citizens’ doors in midnight raids, schoolchildren could not be taught about evolution, writers and artists could be censored at the whim of the Government, and the doors of the Federal courts would be shut on the fingers of millions of citizens for whom the judiciary is — and is often the only — protector of the individual rights that are the heart of our democracy”.
[xiii] O’Sullivan, John:
El Presidente, el Papa y la primera ministra, Gota a Gota, Madrid, 2007, pág. 306.
[xiv] Sebastien, Tim:
«Teddy, the KGB and the Top-Secret File»,
Sunday Times, 2 de febrero de 1992.
[xvii] O’Sullivan, John: Op. cit., págs. 388 y 389.