Vivimos inmersos frecuentemente en situaciones de mentira, de simple apariencia, de puro marketing. Jesús nos enseña a no dejarnos llevar por las apariencias y nos indica un signo seguro de discernimiento: los frutos. Esto se ve con claridad en las vidas de los santos. Quizá durante su vida en la tierra había ciertas nieblas o contradicciones en las apreciaciones. Cuando ya ha terminado su vida en la tierra, y se toma en su conjunto, aparece con más claridad la acción de Dios y la respuesta a su gracia, aparecen las virtudes y los frutos de santidad de tales virtudes. Entonces, es más fácil hacer un juicio. Hay perspectiva para mirar con amplia mirada, y los frutos son innegables.
Lo mismo sucede en nuestra propia vida, aunque uno nunca es juez en propia causa. Pero a todos nos toca aportar nuestro juicio en asuntos que afectan al bien común, al bien de las personas. La vida cristiana está hecha de acompañamiento, que recibimos y que damos a los demás. Y eso nos pone en situación de discernimiento continuo. No puede ser bueno lo que produce frutos malos, y no puede ser malo lo que produce frutos buenos. Aunque los frutos no se producen de un día para otro, y hay que tener paciencia para que tales frutos maduren a su tiempo.
A veces comentamos sobre grupos eclesiales en estos momentos de cambio, en que el Espíritu quiere reformar su Iglesia, dinamizarla con nueva linfa vital, rejuvenecerla. En este grupo o comunidad aparecen tales rasgos positivos, pero siempre hay algo negativo que el pecado humano ensombrece. En aquel otro, se acentúan tales aspectos, aunque andan flojos de aquello otro. Nada hay perfecto en este mundo, pero los frutos nos dan la clave de interpretación. Si hay buenos frutos, ahí está el Espíritu. Si hay buenos frutos, allí está actuando Dios. Por sus frutos los conoceréis.
Los buenos frutos no nos dispensan de la conversión continua a la que cada uno está llamado, y a la que están llamados grupos y comunidades en la Iglesia. Más bien, son un estímulo permanente. «Al que no da fruto, mi Padre lo quita; y al que da fruto, mi Padre lo poda para que dé más fruto» (Jn 15,2). La poda, por tanto, es un signo de buen fruto. Un árbol seco no está sujeto a poda, se corta sin más. Si se realiza la poda es en un sarmiento vivo y con el fin de que dé más fruto aún. Bien saben los agricultores que dejar el árbol sin podar es condenarlo a la dispersión de energías y a la baja calidad de los resultados. La poda es necesaria en la rama viva, para reconducir la savia y mejorar la calidad de los frutos.
La vida de Dios en nosotros es un misterio hondo, que percibimos en la fe, pero que está llamado a dar frutos visibles de buenas obras. No podemos juzgar de lo interior, pero los frutos son exteriores y visibles, y estamos llamados a dar fruto abundante. «Pues de lo que rebosa el corazón habla la boca». Ciertamente, no podemos juzgar de la corriente de gracia subterránea que alimenta tantos corazones, pero estamos llamados a rebosar en frutos de buenas obras. No todo quedará en lo oculto.
Nos preparamos para la cuaresma, tiempo de poda en plena primavera, para dar frutos de vida nueva en la resurrección de la Pascua.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba