Queridos hermanos y hermanas:
Durante las catequesis de estos miércoles estoy tratando sobre algunas grandes figuras de la vida de la Iglesia desde sus orígenes. Hoy quiero hablar de una de las personalidades más significativas del siglo XI, san Pedro Damián, monje, amante de la soledad y, al mismo tiempo, intrépido hombre de Iglesia, comprometido en primera persona en la obra de reforma puesta en marcha por los Papas de aquel tiempo. Nació en Ravena en el año 1007 de familia noble, pero pobre. Al quedarse huérfano de ambos progenitores, vivió una infancia llena de dificultades y sufrimientos, a pesar de que su hermana Rosalinda se esforzó por hacerle de madre, y su hermano mayor, Damián, lo adoptó como hijo. Precisamente por eso se llamará después Pedro Damián. La formación se le impartió primero en Faenza y luego en Parma, donde, ya a los 25 años, lo encontramos comprometido en la enseñanza.
Junto a una buena competencia en el campo del derecho, adquirió una pericia refinada en el arte de la redacción –el ars scribendi– y, gracias a su conocimiento de los grandes clásicos latinos, se convirtió en «uno de los mejores latinistas de su tiempo, uno de los más grandes escritores del medioevo latino» (J. Leclercq, Pierre Damien, ermite et homme d'Église, Roma 1960, p. 172).
Se distinguió en los géneros literarios más diversos: cartas, sermones, hagiografías, oraciones, poemas, epigramas. Su sensibilidad por la belleza lo llevaba a la contemplación poética del mundo. Pedro Damián concebía el universo como una inagotable «parábola» y un espacio lleno de símbolos, a partir de los cuales es posible interpretar la vida interior y la realidad divina y sobrenatural. Desde esta perspectiva, en torno al año 1034, la contemplación de lo absoluto de Dios lo impulsó a alejarse progresivamente del mundo y de sus realidades efímeras, para retirarse al monasterio de Fonte Avellana, fundado sólo pocas décadas antes, pero ya famoso por su austeridad. Para edificación de los monjes, escribió la Vida del fundador, san Romualdo de Ravena, y al mismo tiempo se esforzó por profundizar en su espiritualidad, exponiendo su ideal del monaquismo eremítico.
Hay que subrayar inmediatamente un detalle: el eremitorio de Fonte Avellana estaba dedicado a la Santa Cruz, y la cruz será el misterio cristiano que más fascinó a Pedro Damián. «No ama a Cristo quien no ama la cruz de Cristo», afirma (Sermo XVIII, 11, p. 117) y se define a sí mismo: «Petrus crucis Christi servorum famulus», «Pedro servidor de los servidores de la cruz de Cristo» (Ep. 9, 1). A la cruz Pedro Damián dirige oraciones bellísimas, en las que revela una visión de este misterio que tiene dimensiones cósmicas, porque abraza toda la historia de la salvación: «Oh bendita cruz –exclama–, te veneran, te predican y te honran la fe de los patriarcas, los vaticinios de los profetas, el senado juzgador de los Apóstoles, el ejército victorioso de los mártires y las multitudes de todos los santos» (Sermo XLVIII, 14, p. 304). Queridos hermanos y hermanas, que el ejemplo de Pedro Damián nos impulse también a nosotros a mirar siempre a la cruz como al acto supremo de amor de Dios hacia el hombre, que nos ha dado la salvación.
Para el desarrollo de la vida eremítica este gran monje escribió una Regla, en la que subraya fuertemente el «rigor del eremitorio»: en el silencio del claustro el monje está llamado a llevar una vida de oración, diurna y nocturna, con ayunos prolongados y austeros; debe ejercitarse en una generosa caridad fraterna y en una obediencia al prior siempre pronta y disponible. En el estudio y en la meditación cotidiana de la Sagrada Escritura Pedro Damián descubre los significados místicos de la Palabra de Dios, encontrando en ella alimento para su vida espiritual. En este sentido llama a la celda del eremitorio «locutorio donde Dios conversa con los hombres».
La vida eremítica es para él la cumbre de la vida cristiana, está «en el vértice de los estados de vida», porque el monje, ya libre de las ataduras del mundo y de su propio yo, recibe «las arras del Espíritu Santo y su alma se une feliz al Esposo celestial» (Ep. 18, 17; cf. Ep. 28, 43 ss). Esto es importante también hoy para nosotros, aunque no seamos monjes: saber guardar silencio en nosotros para escuchar la voz de Dios, buscar, por decir así, un «locutorio» donde Dios hable con nosotros: Aprender la Palabra de Dios en la oración y en la meditación es la senda de la vida.
San Pedro Damián, que fundamentalmente fue un hombre de oración, de meditación, de contemplación, fue también un fino teólogo: su reflexión sobre distintos temas doctrinales lo llevó a conclusiones importantes para la vida. Así, por ejemplo, expone con claridad y vivacidad la doctrina trinitaria utilizando ya, con la guía de textos bíblicos y patrísticos, los tres términos fundamentales, que después han sido determinantes también para la filosofía de Occidente, processio, relatio y persona (cf. Opusc. XXXVIII: PL CXLV, 633-642; y Opusc. II y III: ib., 41 ss y 58 ss). Sin embargo, dado que el análisis teológico del misterio lo lleva a contemplar la vida íntima de Dios y el diálogo de amor inefable entre las tres divinas Personas, saca de él conclusiones ascéticas para la vida en comunidad e incluso para las relaciones entre cristianos latinos y griegos, divididos en este tema.
También la meditación sobre la figura de Cristo tiene reflejos prácticos significativos, al estar toda la Escritura centrada en él. El mismo «pueblo de los judíos –anota san Pedro Damián–, a través de las páginas de la Sagrada Escritura, en cierto modo ha llevado a Cristo sobre sus hombros» (Sermo XLVI, 15). Cristo, por tanto –añade–, debe estar en el centro de la vida del monje: «A Cristo se le debe oír en nuestra lengua, a Cristo se le debe ver en nuestra vida, se le debe percibir en nuestro corazón» (Sermo VIII, 5). La íntima unión con Cristo no sólo implica a los monjes, sino a todos los bautizados. Aquí encontramos una fuerte invitación, también para nosotros, a no dejarnos absorber totalmente por las actividades, por los problemas y por las preocupaciones de cada día, olvidándonos de que Jesús debe estar verdaderamente en el centro de nuestra vida.
La comunión con Cristo crea unidad de amor entre los cristianos. En la carta 28, que es un tratado genial de eclesiología, Pedro Damián desarrolla una profunda teología de la Iglesia como comunión. «La Iglesia de Cristo –escribe– está unida por el vínculo de la caridad hasta el punto de que, como es una en muchos miembros, también está toda entera místicamente en cada miembro; de forma que toda la Iglesia universal se llama justamente única Esposa de Cristo en singular, y cada alma elegida, por el misterio sacramental, se considera plenamente Iglesia». Esto es importante: no sólo que toda la Iglesia universal está unida, sino que en cada uno de nosotros debería estar presente la Iglesia en su totalidad. Así el servicio del individuo se convierte en «expresión de la universalidad» (Ep. 28, 9-23).
Con todo, la imagen ideal de la «santa Iglesia» ilustrada por Pedro Damián no corresponde –lo sabía bien– a la realidad de su tiempo. Por esto no temió denunciar la corrupción que existía en los monasterios y entre el clero, sobre todo debido a la praxis según la cual las autoridades laicas conferían la investidura de los cargos eclesiásticos: muchos obispos y abades se comportaban como gobernadores de sus propios súbditos más que como pastores de almas, y a veces su vida moral dejaba mucho que desear. Por eso, con gran dolor y tristeza, en 1057 Pedro Damián dejó el monasterio y aceptó, aunque con renuencia, el nombramiento de cardenal obispo de Ostia, entrando así plenamente en colaboración con los Papas en la difícil empresa de la reforma de la Iglesia. Vio que no era suficiente contemplar y tuvo que renunciar a la belleza de la contemplación para contribuir a la obra de renovación de la Iglesia. Renunció así a la belleza del eremitorio y con valor emprendió numerosos viajes y misiones.
Por su amor a la vida monástica, diez años después, en 1067, obtuvo permiso para volver a Fonte Avellana, renunciando a la diócesis de Ostia. Pero la anhelada tranquilidad duró poco: ya dos años después fue enviado a Frankfurt con el intento de evitar el divorcio de Enrique IV de su mujer Berta; y de nuevo dos años después, en 1071, fue a Montecassino para la consagración de la iglesia de la abadía, y a principios de 1072 se dirigió a Ravena para restablecer la paz con el arzobispo local, que había apoyado al antipapa, provocando el interdicto sobre la ciudad. Durante el viaje de regreso a su eremitorio, una repentina enfermedad lo obligó a detenerse en Faenza, en el monasterio benedictino de Santa Maria Vecchia fuori porta, y allí murió en la noche entre el 22 y el 23 de febrero de 1072.
Queridos hermanos y hermanas, es una gran gracia que en la vida de la Iglesia el Señor haya suscitado una personalidad tan exuberante, rica y compleja, como la de san Pedro Damián, y no se encuentran con frecuencia obras de teología y de espiritualidad tan agudas y vivas como las del eremita de Fonte Avellana. Fue monje a fondo, con formas de austeridad que hoy podrían parecernos incluso excesivas, pero así hizo de la vida monástica un testimonio elocuente del primado de Dios y una llamada a todos a caminar hacia la santidad, libres de toda componenda con el mal. Se consumió, con lúcida coherencia y gran severidad, por la reforma de la Iglesia de su tiempo. Consagró todas sus energías espirituales y físicas a Cristo y a la Iglesia, permaneciendo siempre, como le gustaba definirse, «Petrus ultimus monachorum servus», «Pedro, último siervo de los monjes».
Audiencia General
Miércoles, 9 de septiembre de 2009