En la elaboración de la doctrina matrimonial, los canonistas han precedido a los teólogos; la disciplina más próxima a la práctica abrió el camino para el conocimiento de la teoría, siendo los principales problemas de la Escolástica en relación al matrimonio los que se refieren a la formación, finalidad y sacramentalidad de éste.
Es en el siglo XI cuando el requerimiento de publicidad consigue finalmente generalizar una real celebración religiosa del matrimonio in facie ecclesiae, a las puertas de la iglesia, para que haya el mayor número posible de testigos.
Teólogos y canonistas vacilaron durante largo tiempo sobre qué acto daba al matrimonio estabilidad y permanencia. Graciano, seguido de la Universidad de Bolonia, sostenía que era la cópula conyugal, mientras Pedro Lombardo, seguido por la Universidad de París, defendía que era el consentimiento. La confusión y discusión terminará con el Papa Alejandro III (1159-1181), quien determinará definitivamente que es el consentimiento quien constituye el verdadero matrimonio, si bien éste será indisoluble sólo tras la cópula carnal.
Con respecto a los fines del matrimonio, los teólogos de la primitiva escolástica hablan de una doble finalidad del matrimonio que surge una antes de la caída del pecado original y otra después, es decir la multiplicación de la especie y el remedio de la concupiscencia.
Para santo Tomás el matrimonio es de derecho natural, derivado de las exigencias de la naturaleza, aunque si bien existe una inclinación natural hacia el matrimonio, su realización concreta se debe a la libertad y por ello en los diversos estadios de la historia pueden darse multiplicidad de formas para su realización. El matrimonio hace que el hombre y la mujer se deban ayudar en la vida diaria porque están unidos para la obtención de sus bienes, que son proles, fides et sacramentum, que corresponden a lo que hay de animal, humano y cristiano en el matrimonio. La generación y educación de la prole es para él el fin primario, sin que ello suponga que la ayuda mutua de los esposos carezca de valor, pues es un fin verdadero, aunque secundario. Hay que reconocer sin embargo que se da en él una minusvaloración de la mujer, debido en buena parte a las erróneas teorías de la época sobre su papel en la procreación.
Con respecto a la moralidad conyugal, defiende el Doctor Angélico la honestidad natural del acto conyugal y estima que hecho con recta intención de procrear es meritorio en estado de gracia. Pero en Sup. q. 49 a. 6 dice: «el mismo juicio debemos formar del placer que de la operación; como es cierto que el deleite de la operación buena es bueno y el de la mala es malo. No siendo, pues, malo de suyo el acto matrimonial, tampoco será siempre pecado mortal procurar el deleite que produce.
Por consiguiente, debemos afirmar que si se busca el placer traspasando los límites de la honestidad conyugal... pecado mortal. Pero si se procura el deleite dentro de los límites del matrimonio, de forma que no se desearía en otra mujer fuera de la propia, no pasará de pecado venial».
Es decir, encontramos en santo Tomás el principio que permite concluir la total licitud del acto conyugal dentro de los límites del matrimonio, aunque se haga sobre todo por placer (la operación es buena), pero el influjo de su época hace que no se atreva a concluir la licitud de estos actos conyugales, si bien su razonamiento facilitará el camino a la sentencia actual que lo conyugal no necesita de «excusa» en modo alguno.
No olvidemos en este punto la diferencia de mentalidad entre los medievales y nosotros. Mientras nosotros razonamos: ¿se puede hacer o no?, y si es pecado, aunque sea venial, no podemos normalmente hacerlo, los medievales en cambio piensan que el pecado venial es una falta marginal que no debe impedir actuar si el acto procura un bien real, como sucede en el acto conyugal. En favor de este modo de proceder está el que la Escritura nos dice que el justo peca muchas veces (1 Jn 1,8-10), y es raro que nuestra conducta esté tan plenamente inspirada por la caridad, que ninguna falta venial la manche, lo que sin embargo no nos debe impedir actuar, especialmente si la omisión sería una falta mayor.
Por tanto, para estos teólogos el que una falta venial acompañe el acto carnal, no conlleva que haya que abstenerse si ello es posible, ni que el uso del matrimonio sea intrínsecamente malo.
Sin embargo, siempre ha habido una corriente de pensamiento, sensible al valor del placer y de la ternura, así como de su enriquecimiento mutuo. Encontramos en esta línea, minoritaria hasta casi nuestros días, a Lactancio y S. Juan Crisóstomo en el siglo IV, a Metodio de Olimpo en el V, a Hugo de S. Víctor en el XII, a Dionisio el Cartujo en el XV, a Tomás Sánchez, S. Francisco de Sales y S. Alfonso María de Ligorio, quienes desde argumentos y mentalidades muy diversas, defienden la vocación conyugal de la sexualidad y el valor del placer carnal.
Destaca aquí san Alberto Magno, para quien el acto conyugal es no sólo un acto biológico (actus naturae), sino también e incluso en mayor grado un acto personal (actus hominis), que puede ser justificado por motivos personales, y en el que el placer se da ya antes de la caída, no siendo por tanto una consecuencia del pecado original.
En 1272 el teólogo inglés R. Middleton defiende que el placer, moderado por la templanza, forma parte de los bienes del sacramento, aunque este punto de vista no tiene eco en sus contemporáneos. Hay que esperar hasta el fin del siglo XV para que Martin Lemaistre sostenga la total licitud de las relaciones sexuales, incluso no reducidas a lo necesario para la procreación, si se hacen por motivos verdaderamente humanos, como la salvaguardia de la fidelidad o la preservación y el crecimiento del amor conyugal.
La teoría del fin primario y del fin secundario fue consagrada por el CIC de 1917, que en su canon 1013 & 1 establecía como fin primario la procreación y educación de la prole y como fines secundarios la mutua ayuda y el remedio de la concupiscencia, y se impuso en la Iglesia hasta el concilio Vaticano II, que no quiso dirimir la disputa existente sobre la jerarquía de fines, reconociendo así su derecho a expresarse a las nuevas corrientes de teología matrimonial, corrientes cada vez más predominantes y que basadas en los trabajos de Von Hildebrand y Doms, e inspiradas en el personalismo, intentan construir una síntesis unitaria de la vida conyugal, donde el centro lo ocupe el amor interpersonal. Es evidente también en nuestra época el cambio de la realidad social del matrimonio y de la familia con el paso de la familia patriarcal a la nuclear, debido fundamentalmente a la industrialización.
Pedro Trevijano, sacerdote