En nuestros días se usa constantemente en nuestra Iglesia la palabra «misericordia». En principio, nada que objetar: es ciertamente uno de los aspectos más grandiosos e impresionantes de la Revelación –por cierto, no solo del NT: también del AT- acerca del Dios que es «rico en misericordia» (Ef 2,4).
Pero en el uso que se hace, con frecuencia detectamos una noción de misericordia que nada tiene que ver con lo que encontramos en la Sagrada Escritura. En nombre de la «misericordia» se aceptan las uniones homosexuales, se da la comunión a los divorciados vueltos a casar, se admite la eutanasia, se permite comulgar a los no católicos en misas católicas, etc, etc.
La misericordia de Cristo es la que salva al hombre y hace de él una «nueva creación» (2Cor 5,17), un «hombre nuevo» (Ef 4,24), poniendo en él un «corazón nuevo» (Ez 36,26) e inundándole de una «vida nueva» (Rom 6,4). Misericordia es lo que Jesús realiza con la mujer adúltera: «No te condeno»-«Vete y en adelante no peques más» (Jn 8,11). Misericordia es la que encuentra Zaqueo, que, tras experimentar el amor gratuito e inmerecido de Cristo, exclama: «Daré la mitad de mis bienes a los pobres, y si a alguien defraudé, le devolveré cuatro veces más» (Lc 19,8).
Podemos multiplicar los ejemplos, sin salirnos de los evangelios. La misericordia de Cristo es eficaz, es poderosa; transforma al hombre desde dentro, le sana, le libera del pecado, le restaura y reconstruye, le abre horizontes nuevos e insospechados…
¿Qué pensarían ustedes del siguiente caso? Un médico se conmueve ante un paciente, se compadece de él y le dice: «Voy a hacerte un certificado declarando que no estás enfermo, para que así nadie te discrimine o margine». ¿Qué diría ese enfermo? «Doctor, no se burle de mí: yo he venido a usted para que me cure, no para que me dé un certificado declarando que no estoy enfermo…»
No engañemos a la gente. Pues es exactamente eso lo que hacemos cuando, en nombre de un falso concepto de misericordia, los dejamos en sus pecados y no les ofrecemos la gracia de Cristo que redime y salva, que es portadora de alegría profunda y verdadera.
El que habla y actúa así es un falso profeta. Estos siempre han existido: en Israel, en la Iglesia primitiva, a lo largo de 2000 años de cristianismo; existen también hoy, y existirán hasta el final de los tiempos. El verdadero profeta denuncia el pecado del pueblo, buscando su conversión, su salvación (cf. Jer 28; 1Re 22). El falso profeta dice cosas halagüeñas, buscando contentar a la gente, justificando incluso su inmoralidad, evitando crearse enemigos… y dejándoles en su pecado (Ez 13,8-14; Jer 23,17).
La misericordia no se puede separar de la verdad. El médico le dice al enfermo la verdad: «Tiene usted cáncer». Pero a continuación añade: «Yo me comprometo a curarle».
Se dice que hay que ser «abiertos» y «progresistas», y en nombre de esta «apertura» y «progreso» se deja a los hombres encerrados en su mal y se les impide progresar en la salvación: eso sí es ser «cerrados» y «conservadores» (conservadores del mal…). La verdadera apertura es la que ayuda al hombre a salir de la esclavitud de su pecado. El verdadero progreso es el que abre horizontes de conversión, de vida nueva, de santidad…
El demonio es el «padre de la mentira» (Jn 8,44). No es nada original. Siempre usa las mismas armas. ¡No nos dejemos engañar por los agentes de Satanás! Vivamos en la luz. Proclamemos la verdad… aunque nos cueste la vida. Solo la verdad nos hace libres (Jn 8,32).
Julio Alonso Ampuero