La vida de la Iglesia tiene su propio dinamismo sobre la base de la fe revelada. En esta dinámica, el magisterio no deja de esclarecer o precisar el alcance de determinados aspectos de la verdad revelada. La progresión en la fe se justifica por la evolución de la comunidad eclesial en contacto con la Escritura e impulsada por el Espíritu. Su vitalidad, siempre rejuvenecida, proporciona lo que se llama el «desarrollo dogmático». Se trata de presentar, de manera más fiel y precisa, la palabra de Dios sin desviarse del objeto central de la fe. Esta es una función ineludible del magisterio de la Iglesia que, como madre y maestra, a partir de la tradición, orienta nuestra vida cristiana.
Las declaraciones conciliares definen lo que es de fe, y salen al paso de las desviaciones que afectan a la responsabilidad vigilante y docente de la Iglesia. Las sagradas imágenes transmiten el mensaje que la Iglesia predica y celebra en la liturgia. Por este contenido estético, la belleza de la liturgia se vive en ese momento esencial de la experiencia de fe que abarca la solidaridad en Cristo: «La liturgia expresa la belleza de la comunión con Él y con nuestros hermanos» (Vía Pulchritudinis). Por eso, la defensa de las imágenes incluye igualmente la defensa de los dogmas, de la liturgia, y la atención a la comunión con Cristo y con los demás miembros de la Iglesia.
Los acontecimientos de los siglos VI y VII habían tenido gran resonancia en las celebraciones litúrgicas y en la ornamentación de los templos. La iconografía de Cristo y de la Virgen en majestad, con escenas históricas del Antiguo y del Nuevo Testamento, servían de elementos decorativos en las iglesias. Las imágenes, se exhibían según su condición terrenal o, sobre todo los mártires, con los símbolos del martirio. Lo característico de esta época era que la ornamentación se asemejaba, cada vez más, a la liturgia donde se invocaba a Dios en compañía de la corte celestial: «Con los querubines, con los serafines y con las demás virtudes celestes» (S. Juan Crisóstomo).
Durante la crisis de los siglos VIII y IX, los iconoclastas, en su intento por eliminar las imágenes, se esforzaron por entorpecer su avance, y crear un arte profano supletorio. En oposición a ellos, los defensores de las imágenes elaboraron una doctrina teológica acorde con el culto iconográfico que defendían. Ante el frustrado intento de celebrar el concilio en la basílica de los Stos. Apóstoles de Constantinopla, a principios del verano del año 786, se levantó la sesión, y el sínodo quedó aplazado sine die.
En este medio tiempo, el Papa Adriano I aceptó la elección del patriarca Tarasio como un hecho consumado, y envió una carta dirigida a la emperatriz Irene y a su hijo, el emperador Constantino requiriéndoles que permitieran erigir «figuras en todas las iglesias para recordación, y que la sagrada imagen de Jesucristo, según la encarnación de su humanidad, se ponga en el aula de Dios, lo mismo que la de su santa Madre y las de los santos y bienaventurados apóstoles, mártires y confesores, y las veneremos con todo afecto tal como lo hemos recibido, por tradición de muchos siglos, de los santísimos Padres que nos precedieron y de los respetabilísimos pontífices».
El documento señala expresamente las imágenes que han de ser objeto de veneración: la de Jesucristo, de su santa Madre y de los santos. Se advierte, además, la finalidad de su culto: la «memoria», la «compunción del corazón», y la veneración. Y se expresa, en términos estéticos, el significado religioso de dicha finalidad: que «a través de su figura visible, nuestras mentes sean arrebatadas espiritualmente hasta la invisible divinidad de su grandeza». La carta papal apela a la Sagrada Escritura y a la tradición patrística, y declara «inicuos» y «herejes» a los iconoclastas. Pero la solución del conflicto tendría que pasar inevitablemente por un sínodo que rectificara oficialmente la autoridad del sínodo anterior.
Para una nueva convocatoria era necesario apartar de la capital las secuelas de la política iconoclasta. El eunuco Staurakio, brazo derecho de la emperatriz, fue el encargado de purgar el ejército y traer las tropas fieles de Tracia. Por fin, en el mes de mayo del 787, se dio la orden a los obispos del imperio de reunirse en Nicea, ciudad de la vertiente asiática, más segura para reemprender el sínodo. Y el 24 de septiembre, del mismo año, en presencia de dos representantes pontificios, se inauguró el II concilio de Nicea y VII ecuménico, presidido por el patriarca Tarasio.
La primera sesión se dedicó a los protocolos rituales de adhesión formal a los seis concilios anteriores, y a la reconciliación de algunos obispos que habían participado en el concilio de Hiereia. La carta del papa Adriano, que presentaba una teología desde la práctica tradicional, y no desde la especulación teórica, se leyó en la segunda sesión y fue largamente aplaudida.
A continuación se abordó el objeto principal de las deliberaciones: las imágenes cristianas. Después del testimonio de las Escrituras de la existencia de símbolos en la Antigua Alianza, afirma el concilio, «Cristo nos ha librado de la idolatría por su encarnación, su muerte y su resurrección». Y en su desarrollo, expone la doctrina sobre la veneración de la imagen de Cristo, de la Virgen y de los santos, de sus reliquias y «de la santa y vivificante cruz».
Este decreto fue firmado por los Padres conciliares, por los archimandritas y por los demás monjes. Los dos legados del Papa añadieron a su firma la declaración de que, en nombre del Santo Padre, ellos consentían en perdonar y recibir a todos aquellos que desearan abandonar la herejía impía de los iconoclastas. Estos (los iconoclastas), por su parte, nada hicieron por defenderse o por hacer comprensible su pasado; tal vez porque se dieron cuenta de que, en aquellas circunstancias, todo estaba en su contra.
En la sexta sesión se disipan las dudas cristológicas, que ya habían sido motivo de discusión, afirmando que en Cristo la carne está deificada: «Si bien la Iglesia católica representa a Cristo con la pintura en su forma humana, no separa su carne de la divinidad que a ella se le ha unido, al contrario, cree que la carne está deificada y la confiesa una con la divinidad… Y reconocemos en el icono solamente una imagen que representa una semejanza del prototipo». Reconoce el concilio que el icono es la imagen de un prototipo que representa la carne deificada por la unión hipostática.
Según los Padre Conciliares, los iconoclastas han interpretado mal la Escritura, pues, si bien es cierto que nadie jamás ha visto a Dios, y que Dios ha de ser adorado en espíritu y en verdad, no es menos cierto que el misterio de la encarnación nos ha permitido ver, escuchar y tocar al Hijo de Dios en la figura humana de Cristo. Y su forma humana permite representarle en imágenes. Siguiendo la doctrina de S. Juan Damasceno, el concilio afirma que la imagen de Cristo es digna de veneración por la semejanza con el prototipo, «aún cuando existe una diferencia en relación con él: ya que el icono no es del todo idéntico al arquetipo». Justificada la representación de las imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos no hay dificultad alguna en admitir el culto iconográfico puesto que en Dios es en quien redunda el culto que se les tributa.
La sesión séptima nos muestra la doctrina que, a partir de entonces, será considerada la enseñanza clásica acerca de las imágenes. Exponemos el texto íntegro de las definiciones porque a él recurrirá el magisterio de la Iglesia siempre que los concilios (incluidos el de Trento y Vaticano II) traten el tema de las imágenes.
El texto se estructura en tres partes: I. Definiciones, II. Pruebas y III. Sanciones que serán presentadas en forma de anatemas.
I.- Después de la introducción, comienzan las definiciones:
- «Definimos con toda exactitud y cuidado que, de modo semejante a la imagen de la preciosa y vivificante cruz, han de exponerse las sagradas y santas imágenes, tanto las de pinturas como las de mosaico y de otra materia conveniente, en las santas iglesias de Dios, en los sagrados vasos y ornamentos, en las paredes y cuadros, en las casas y caminos, las de nuestro Señor y Dios Salvador Jesucristo, de la inmaculada Señora nuestra la santa Madre de Dios, de los preciosos ángeles y de todos los varones santos y venerables».
Aquí se determina qué imágenes han de ser expuestas al culto y, a continuación, las razones y los frutos, y la clase de culto que se les ha de tributar:
- «Porque cuanto con más frecuencia son contemplados por medio de su representación en la imagen, tanto más se mueven los que éstas miran al recuerdo y deseo de los originales y a tributarles el saludo y adoración de honor, no ciertamente de la latría verdadera, que según nuestra fe sólo conviene a la naturaleza divina; sino que, como se hace con la figura de la preciosa y vivificante cruz, con los evangelios y con los demás objetos sagrados de culto, se las honre con la ofrenda de incienso y de luces, como fue piadosa costumbre de los antiguos. “Porque el honor de la imagen, se dirige al original”, y el que adora una imagen, adora a la persona en ella representada».
II.- En este punto el concilio apela a las pruebas de la tradición que, desde los apóstoles ha llegado hasta nosotros:
- «Porque de esta manera se mantiene la enseñanza de nuestros santos Padres, o sea la tradición de la Iglesia católica, que ha recibido el evangelio de un confín a otro de la tierra; de este modo seguimos a Pablo, que habló en Cristo, y al divino colegio de los apóstoles y a la santidad de los Padres, manteniendo las tradiciones que hemos recibido; de esta manera cantamos proféticamente a la Iglesia los himnos de victoria: «Alégrate sobremanera... (Sab 3, 14)».
III.- Termina la sesión señalando las sanciones en forma de anatemas que, en cierto modo, resumen la doctrina del concilio:
- «Quienes se atrevan a pensar o enseñar de otra manera; o bien a desechar, siguiendo a los sacrílegos herejes, las tradiciones de la Iglesia e inventar novedades, o rechazar alguna de las cosas consagradas a la Iglesia: el evangelio o la figura de la cruz, o la pintura de una imagen, o una santa reliquia de un mártir; o bien a excogitar torcida o astutamente con miras a trastornar alguna de las legítimas tradiciones de la Iglesia católica; a emplear además en usos profanos los sagrados vasos o los santos monasterios; si son obispos o clérigos ordenados, que sean depuestos; si son monjes o laicos, que sean separados de la comunión». (Mansi XIII,415Dss.; Dz. 306).
En la sesión octava se continúan los anatemas a los que se opongan, y a los que no respeten a las imágenes cuando representan al Señor o a sus santos: «Nosotros hemos recibido las sagradas imágenes ―continúa diciendo el concilio―; nosotros sometemos al anatema a los que no piensen así»
La última sesión se celebró el 23 de octubre en el palacio de la Magnaura, en Constantinopla. La emperatriz Irene acompañada de su hijo Constantino, después de escuchar la lectura de la conclusión, preguntó si el decreto gozaba de la aprobación de los participantes en el concilio. Ante la respuesta afirmativa de la asamblea, y por invitación de Tarasio, firmó, al igual que Constantino, el primer ejemplar de la definición, que le fue presentado. Los Padres conciliares prorrumpieron en aclamaciones, a las que se unió la representación del ejército y la multitud allí presente.