Leo en el Libro de la Sabiduría: «Pues neciamente se dijeron a sí mismos los que no razonan: ‘Corta y triste es nuestra vida, y no hay remedio cuando llega el fin del hombre, ni se sabe de nadie que haya escapado del hades. Por acaso hemos venido a la existencia, y después de esta vida seremos cono si no hubiéramos sido; porque humo es nuestro aliento, y el pensamiento una centella del latido de nuestro corazón. Extinguido éste, el cuerpo se vuelve ceniza y el espíritu se disipa como leve aire. Nuestro nombre caerá en el olvido con el tiempo, y nadie tendrá memoria de nuestras obras; y pasará nuestra vida como rastro de nube, y se disipará como niebla herida por los rayos del sol, que a su calor se desvanece. Pues el paso de una sombra es nuestra vida, y sin retorno es nuestro fin, porque se pone el sello y no hay quien salga’» (2,1-5).
Cuando leí estas líneas, me he quedado impresionado de lo bien que refleja el problema humano del incrédulo, y es su falta de esperanza. El Catecismo Holandés empieza con el siguiente cuentecillo: «cuando el Cristianismo llega a Inglaterra, uno de los consejeros del rey le dice. ‘«Majestad, estamos en esta sala calientes, pero fuera es invierno y hace frío. De pronto, entra un pajarillo y revolotea por la sala. Entra por una puerta y sale por la otra. Los pocos momentos que está dentro, se siente al abrigo del mal tiempo; pero apenas desaparece de nuestras miradas, retorna al oscuro invierno. Lo mismo acontece, a mi parecer, con la vida humana. No sabemos lo que antecedió, ni sabemos tampoco lo que viene después. Si esta nueva doctrina da alguna seguridad sobre esto, vale la pena que la sigamos’».
Y esa es la gran diferencia entre el creyente y el no creyente: «lo específico del cristiano es la esperanza», decía el filósofo francés Paul Ricoeur. Mientras el incrédulo se pregunta sin saber responder sobre el sentido de su existencia y para qué está en este mundo, los creyentes, gracias a la Revelación podemos responder tanto a lo que antecedió, como a lo que viene después. Y así ya en el Credo decimos: «Creo en Dios Padre, Creador del Cielo y de la Tierra», con lo que nos declaramos y sabemos que somos criaturas de Dios, pero también sus hijos si sabemos hacer buen uso de nuestra libertad, porque como nos dice el evangelio de San Juan: «a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios» (Jn 1,12-13).
¿Y qué viene después? La respuesta la volvemos a encontrar en el Credo: «creo en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna». Indudablemente nuestra relación con Dios está manchada por el pecado, y todos nosotros, salvo la Virgen, somos pecadores. Pero Dios ha dispuesto el remedio para semejante catástrofe. Los sacramentos del Bautismo y de la Penitencia nos perdonan los pecados y no olvidemos que Dios, aunque es totalmente respetuoso con nuestra libertad, está ansioso por perdonarnos, como nos dice Lc 15,7: «más alegría habrá en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse».
Sobre la resurrección de la carne es indudablemente difícil aceptarla, cuando vemos que muchos son incinerados, algunos hasta pueden ser víctimas de canibalismo. Y sin embargo está claro que Dios no se deja ganar en generosidad y que un cuerpo que ha servido lealmente a Dios, merece tener su recompensa, como lo tuvo la Virgen María con su Asunción, prenda y señal de nuestra propia resurrección, no solo con el alma, sino también con el cuerpo.
Y, por último, la vida eterna. Nuestro máximo deseo, ser felices siempre, tiene que poder ser realizable, porque en otro caso estamos ante una estafa gigantesca. Dios quiere nuestro Bien, si bien respeta nuestra Libertad, pero aquél que libremente acepta la oferta de Amor y Amistad que Dios le hace, participará de la vida divina y será eternamente feliz. Pidamos al Señor que estemos entre ellos y que en nuestra vida ayudemos a otros a encontrarse con el Amor de Dios y así llenar de sentido nuestra vida y la de los otros.
Pedro Trevijano, sacerdote