Llevo ya 15 años desde mi conversión al catolicismo (vengo de ese protestantismo «moderado» que rehúsa llamarse pentecostal), y desde que volví al redil del único Pastor, he mantenido una constante formación en todos los temas relacionados con la fe, porque uno de los «padrinos» que me llevó de la mano en mi camino a la verdad fue san Agustín de Hipona, y de entre tantas frases suyas, la que más hondo me caló en el alma fue aquella de que «nadie ama lo que no conoce». De manera que, desde el inicio fui siempre apegado a la ortodoxia en lo doctrinal y en lo litúrgico, no por un mero ritualismo de las formas, sino porque para mí no tenía sentido –ni lo tiene ahora– decir que se cree en algo pero a medias, o que la verdad revelada fue verdad ayer pero puede que no lo sea mañana.
Estas posturas tan «integristas» (es la etiqueta que he recibido una vez que otra), han sido siempre mis posturas, y al leer la historia de la Iglesia, veo que no difieren en nada de las posturas del cristiano común y corriente (del buen cristiano por supuesto), no se diga ya de los santos, pero con ellos prefiero no compararme porque su radicalidad es de otro nivel, sin embargo, tal como están las cosas ahora –que es el motivo de este artículo– seguramente habrían acabado no sólo con la etiqueta de «integristas» sino también de «rígidos» y tantas otras cosas más que son actualmente el temor constante en los pasillos romanos.
Soy sincero, nunca vi nada extraño en mis posturas, de hecho, en mis primeros años como católico pensé que no había nada de especial en ello, es más, asumí que todos creíamos lo mismo y de la misma manera. Dado que mi conversión se la debo también a los Padres de la Iglesia, tenía esa ingenua convicción de que seguíamos llamándole al mal mal y al bien bien, sin ambigüedades y con lenguaje claro. Que si alguien negaba una verdad de fe con conocimiento de causa se colocaba a sí mismo fuera de la Iglesia, y que si promovía su error se le llamaba hereje. Algún sacerdote amigo me dijo: «lo que pasa es que tu sufres del síndrome del converso». Y bueno, tiempo me ha costado comprender que tal «síndrome» tiene como síntomas graves el celo por la fe y el amor por la verdad. Características propias de san Pablo, y que últimamente le han valido el juicio de ser una persona «rígida».
Pues bien, todo esto nos lleva a la situación actual. Mis posturas siguen siendo las mismas, porque sigo creyendo que Jesucristo es el Mesías y el Señor, y que la Iglesia católica es la única religión verdadera. Ciertamente, habré cambiado en mis disposiciones interiores y en aspectos de madurez y profundización de la fe, porque obviamente el camino de la vida cristiana implica un cambio constante que tienda hacia la perfección –con las consabidas caídas y arrastradas de la miseria humana–, pero en lo que a fe se refiere, la cosa no ha cambiado nada, sigo creyendo lo mismo y de la misma manera.
Sin embargo, la percepción externa respecto a quienes sostienen posturas «como las mías» (que hasta se me hace extraño decirlo así, porque sigo creyendo ingenuamente que es ésta la postura que la Iglesia ha tenido siempre) ha cambiado considerablemente, y se ha ido haciendo cada vez más hostil contra lo que despectivamente se ha empezado a tildar de «tradicionalista».
Verán, yo no era de misas tridentinas, que las conocía muy bien por los libros de historia de la Iglesia y por la vida de los santos, pero debo ser sincero en admitir, que tantos años de presenciar abusos litúrgicos e improvisaciones de cada cura que ha querido celebrar «su misa», me hacía cada vez más difícil el poder vivir el misterio como Dios manda. Y no culpo a nadie por ello sino sólo a mí mismo, porque después de todo, nadie puede tener la culpa de mis dramas interiores sino sólo yo. Tal vez debí sobreponerme a las dificultades o hacerme de la vista gorda de las incoherencias, pero para lo primero se requiere una fuerza espiritual que no poseo –y que pido cada día al Señor se me dé– y para lo segundo, la razón no me permite entregarme a algo que sencillamente no se puede justificar.
Pero sea como sea, terminé asistiendo a una misa «tridentina», que hoy comprendo se llama propiamente: «misa en la forma extraordinaria del rito latino». Ni idea de que esto acarrearía que se me tachara de «tradicionalista», yo solo buscaba la belleza del misterio que había leído en la historia de la Iglesia, en la vida de los santos, en el Catecismo e incluso en los documentos del Concilio Vaticano II, particularmente en la Sacrosanctum Concilium, ahí donde dice que se debe conservar el latín y que el canto gregoriano debe ser el propio de la liturgia romana. Y mi primera impresión al asistir a una, fue: «¿dónde estuvo esto toda mi vida y porqué está tan escondido?» No tenía ni idea de todo el conflicto que acarreaba una sencilla pregunta, ni idea tampoco de la polarización que para entonces ya se había desatado al interior de la Iglesia.
Hoy, ya habiendo profundizado y conocido lo bueno, lo malo y lo feo de lo que ha venido siendo los conflictos en torno al Concilio Vaticano II, la historia compleja que le precede y las posturas actuales al interior de la Iglesia tanto de quienes defienden la Tradición (los «tradicionalistas»), como de quienes defienden que la Iglesia debe ir con los tiempos (los «modernistas/progresistas»), y por último los que estamos en medio de este fuego cruzado (porque no nos identificamos con ninguna etiqueta porque somos sencillamente católicos).
Hoy se debe admitir que hay una persecución cada vez más abierta hacia lo «tradicional». Los curas jóvenes se cuidan de rezar en latín en secreto, de no ponerse sotana negra porque atrae miradas de juicio entre el clero (y además, hasta puede estar «escondiendo» problemas psicológicos), no se diga en los seminarios, en donde hay que ser cuidadoso de no levantar sospechas cuando se ama «mucho» la Tradición de la Iglesia. Entre laicos comunes y corrientes la cosa está juzgada, a medida en que pase el tiempo, seremos los que causan división, los que les falta misericordia y caridad, porque no aceptamos la «diversidad querida por Dios».
Pero en medio de todo esto, ¿qué es lo que se busca con este ambiente hostil que se está creando en torno a la Tradición milenaria de la de la Iglesia? Pareciera que las ansias de «abrirse al mundo» no tuvieran límites. Antes se hablaba de infiltración, pero hoy la cosa es a plena luz del día. Hay con toda certeza, personas al interior de la de la Iglesia que quieren desaparecer las diferencias entre la Iglesia y lo mundano y en última instancia entre Dios y el hombre. Y yendo por ese camino, el apóstol Santiago nos deja claro que quien se hace amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios (St 4,4).
Solo puedo decir, que esta persecución hunde sus raíces en mentalidades rígidas, que no son capaces de salir de su monólogo monotemático: diversidad, inclusión, ecología, sinodalidad, etc. Concuerdo en que la rigidez no es de Dios, porque el Espíritu Santo sopla, crea y renueva constantemente, pero la renovación la obra el Espíritu de Dios, no un círculo cerrado de personas con una agenda marcada, que vendría a ser nuevamente, la descripción clara de rigidez, y además de sectarismo. Finalmente, la renovación en la Iglesia jamás ha implicado hacer de Dios un mentiroso, o hacer decir a las Escrituras lo que no dice, cuando se pretende justificar la revolución o bendecir el pecado.
Sin más que decir, esto apenas comienza, pero cada vez es más claro que la famosa «hora de los laicos» anunciada por san Juan Pablo II, ha empezado a sonar de una forma que no esperábamos. Concuerdo con una de las preocupaciones constantes del Papa Francisco, hay que acabar con el clericalismo, y hay que empezar con aquella mala costumbre de algunos sacerdotes, de imponerle a los fieles su visión personal de la fe. Su deber es predicar a Jesucristo y su doctrina, lo demás, lo podemos encontrar leyendo columnas de periódico.