La fundamentación teológica de todo culto religioso es el reconocimiento de la soberanía absoluta de Dios como señor y creador de todas las cosas. Esta convicción supone el reconocimiento de «la creaturalidad absoluta del mundo y del hombre, de su ser imagen de Dios, de su misión en el mundo y de su deber de glorificar a Dios, el creador y señor de la alianza» (Von Balthasar).
En el relato de la creación bíblica, Dios, además de conferir al hombre el ser, le otorga la capacidad de establecer con él una relación personal de amistad (Gén 1,1 ss). Esta es la gloria que ilumina al hombre, y a su ser-imagen-de-Dios en el mundo. En cada acto de reconocimiento y de acción de gracias al Creador, ofrecemos lo que Dios ya sabe que es obra de sus manos: «En efecto, el Señor considera toda la sabiduría que hay y se manifiesta en nosotros como algo que pertenece a su propio ser» (S. Atanasio). Sin embargo su reconocimiento es provechoso para nuestra propia santificación.
El culto rendido a los santos forma parte de este canto de alabanza al Creador porque ellos son los santos de Dios. Por eso «de acuerdo con la tradición, la Iglesia rinde culto a los santos y venera sus imágenes y sus reliquias auténticas» (Concilio de Trento) La tendencia al culto iconográfico se fue abriendo paso como una necesidad del espíritu, que busca el apoyo de los sentidos para integrar, en una única experiencia, a toda la realidad humana, a su ser corporal y espiritual. Los mecanismos de esta totalidad cognoscitiva se inician con la percepción de los signos materiales en cuanto símbolos de realidades sobrenaturales: «Es imposible que, lejos de las cosas corporales, alcancemos las espirituales» (S. Juan Damasceno).
Entre los factores que hemos señalado en el proceso del culto iconográfico tiene una importancia especial la vertiente teológica de los Padre de la Iglesia. En la primera etapa, veíamos que los escritos de los Padres de los tres primeros siglos manifestaban cierta hostilidad hacia el arte en general y hacia las imágenes en particular. Pero, en contacto con el dogma y con la Escritura, también la mentalidad patrística fue tomando nuevos rumbos: «Los santos Padres encontraron en el misterio de Cristo, Verbo encarnado, “imagen del Dios invisible”, el fundamento del culto que se rinde a las imágenes sagradas» (Via pulcritudinis, nº 238).
El gran S. Basilio (329-379), es uno de los Padres griegos que destaca en la atención a los problemas de la belleza y del arte después de la Paz de Constantino. De su formación en la academia de Atenas, hereda el pensamiento de los grandes maestros griegos. Como sus antecesores, al valorar los objetos de arte, los considera inferiores a las obras de la naturaleza. Pero, a pesar de esta concepción, propia de la etapa anterior, no se opone a la admiración de la belleza artística.
Se declara defensor del valor didáctico de las obras de arte, y concretamente de la pintura, porque eleva el espíritu de los creyentes. Piensa que los pintores de imágenes, al describir el martirio, consiguen que el sufrimiento se presente como un poema mudo (grafiqué sioposa), donde el recuerdo de los mártires edifica a los fieles y los conduce por el camino de la virtud. Esta estimación mediática de las imágenes cristianas, por la belleza de su forma artística, supone un paso importante en el camino de la iconografía, porque el arte deja de ser considerado intrínsecamente malo o fruto del paganismo.
San Gregorio Nacianceno (330-390), amigo y compañero de estudios S. Basilio, a quien admira y con quien compartió cenobio, se caracteriza por su vocación poética que le hace ser sensible a la belleza literaria y a estar en guardia contra las formas vacías de contenido. Su admiración por la estética platónica, no le impide apreciar la belleza del arte, cuya eficacia origina la unión adecuada de la materia y la forma. Y de este equilibrio, surge el sentido mediático de las obras de arte para alcanzar la belleza divina, aspecto que constituye un rasgo específico de la teología ortodoxa.
A pesar de ser gran orador y literato, reconoce que las imágenes son más convincentes que los discursos .para elevarnos, desde lo visible, hasta las cosas invisibles y espirituales. Esta potencialidad trascendente de la materia transformada por la creatividad artística, no deja de ser un paso más hacia el culto a las imágenes.
S. Gregorio de Nisa (¿335-385?) hermano y en parte discípulo de S. Basilio, dice que no quiere contradecir en nada a su santo maestro y hermano. Aunque sigue el pensamiento tradicional, muestra cierta originalidad en la concepción de la naturaleza activada por una energía (dynamis) vital e interna. A la belleza simple del Creador, corresponde la belleza compuesta de la creación. Y entre los efectos de la inspiración creativa se encuentran las obras de arte a las que dedica cierta atención especulativa.
Es interesantísima su teoría sobre el arte: la creatividad se inicia en el dinamismo de un anteproyecto que brota en el alma del artista y proporciona a cada elemento una forma bella, dando figura al objeto visible, melodía y armonía al sonido, y ritmo al movimiento musical. Después viene el impulso de la ejecución y, finalmente, el «acto de construir con las manos. De esta manera, el arte llega a su propia finalidad, a saber: la representación de un pensamiento a través de la materia física».
Evidentemente, al concebir la creatividad como proyección de un dinamismo que brota en el alma del artista, se aparta de la idea platónica del arte como «copia de la naturaleza». La afirmación de que, el que contempla la belleza de las imágenes, «vese elevado por ellas mismas hasta el deseo ferviente de acercarse al héroe en su misma realidad», prepara directamente el camino hacia el valor mediático de la iconografía. Y si ese acercamiento está referido al misterio de Cristo, se abre una vía más hacia la veneración del misterio de Dios representado en las imágenes cristianas.
Sin embargo, en este avance doctrinal hacia el culto iconográfico, ninguna teoría estética ha influido tanto como la de un escritor anónimo del siglo V que, durante mucho tiempo, fue tenido por Dionisio Areopagita, primer obispo de Atenas, y hoy se le conoce con el nombre de Pseudo-Dionisio o Pseudo-Areopagita. Su aportación fundamental es concebir a Dios, no solo como causa de toda belleza (cosa que ya habían defendido sus antecesores), sino como la Belleza absoluta de donde procede, por emanación, la belleza terrena. Pero además, la Belleza absoluta, no sólo es la fuente de la belleza creada, sino también el objetivo último e inmediato del ser.
Estas ideas ―próximas al platonismo tardío― van a ser básicas para un modo nuevo de ver el arte y la iconografía. Si la materia recibe el efecto de su causa, y si el Creador de todas las cosas es la suma Belleza, la hermosura del mundo, incluidas las obras de arte y principalmente ellas, nos conducen a la causa, a la contemplación de la belleza infinita y de su Palabra creadora. Ella es verdadera imagen de Dios e imagen de todas las imágenes donde resplandece la belleza divina.
Para poder plasmar en una obra de arte algo de la suma Belleza divina, la teoría dionisiana exige que el artista esté envuelto en una atmósfera de cierto misticismo contemplativo. Y cuanto más profunda sea su mirada, mejor reconocerá aquella belleza teológica que ha de transmitir en los retratos o iconos: «Si el pintor contempla constantemente y sin distraerse la belleza del prototipo ―afirma en sus escritos―, representará con más exactitud lo que imita». Al tratarse de un significado trascendente en las imágenes, se ha de proporcionar a los fieles, a quienes la obra va dirigida, la orientación apropiada para su comprensión (catequesis). Con estas exigencias que implican conjuntamente el arte, la belleza, la vida contemplativa y la formación catequética, la estabilidad de las escuelas de iconos en los monasterios quedó religiosa y teológicamente promocionada. Por eso, no nos puede extrañar que las ideas del Pseudo-Dionisio fueran rápidamente asumidas para justificar el importante papel atribuido a las imágenes en las comunidades de la Iglesia.
La consecuencia de esta difusión fue la abundancia de imágenes de santos, que empezaron a ocupar un puesto destacado en el interior de los templos con la consiguiente incorporación a la liturgia: «Y, lo que es más importante, la teoría del Pseudo-Dionisio, que veía en el mundo visible la emanación de Dios, fue causa de que se empezara a rendir culto a las imágenes» (Tatarkiewicz). Las ideas del Pseudo-Dionisio sintonizaron perfectamente con las aspiraciones de los fieles, que habían superado ya la desconfianza de los primeros cristianos hacia las imágenes. En este clima de espiritualidad, los fieles deseaban contemplar con los ojos lo que veían por la fe.
Hemos de recordar a este respecto que, desde el siglo IV hasta el concilio segundo de Nicea (donde se trató el tema de las imágenes cristianas), se celebraron seis concilios ecuménicos de base cristológica y trinitaria, en los que se definió la divinidad de Cristo, su humanidad y la maternidad divina de María. En torno a esos concilios, se elaboraron los grandes símbolos, o fórmulas de profesión de fe, en las que la Iglesia, con un lenguaje conceptualmente elaborado, profesa y expresa el contenido de la revelación. Desde esta influencia dogmática, los artistas comenzaron a dar expresión iconográfica a las afirmaciones conciliares. Y, por su parte, la comunidad cristiana reconoció en ellas la expresión de su fe y de su piedad.
En medio de este fervor religioso, las imágenes cristianas, en cuanto signos visibles de otra realidad que se abre camino en el mundo del espíritu, se convierten en objeto del culto litúrgico de la Iglesia. Por consiguiente, el culto a las imágenes no es un factor externo sobreañadido, sino una realidad que, a partir de unos elementos intraeclesiales, se ha ido forjando en la vida misma de la comunidad.
En cuanto a las formas o expresiones externas de culto, los cristianos no tuvieron dificultad en admitir elementos y formas tomadas de costumbres paganas y usos cristianos. El hombre, religioso por naturaleza, siempre ha utilizado las categorías humanas para formular sentimientos religiosos de piedad y devoción. De este sentir universal, la Iglesia ha tomado, al menos en líneas generales, las formas de honrar a las imágenes de los antepasados, los honores a los emperadores y a sus retratos, los elementos del culto religioso de los paganos, la etiqueta de la corte, y la liturgia de los monasterios para disponer las formas externas del culto debido a las imágenes
Existía, en efecto, cierta semejanza entre el culto que los paganos rendían a los héroes grecorromanos y las formas externas de veneración que se tributaban a los mártires; sin embargo variaba sustancialmente la intencionalidad: «Aquello se hacía a los ídolos y, por esta razón, tenía que ser detestado; pero ahora se ofrece esto mismo a los mártires y, por la misma razón, ha de ser aceptado» (S. Jerónimo). Sin grandes perturbaciones la comunidad cristiana encuentra en las formas de culto, recogidas de otros usos y cristianizadas por el evangelio, un vehículo apto para expresar su fe y unirse espiritualmente con Dios.
Se calcula que, en torno al siglo VI, comenzó a extenderse (aunque de forma muy desigual en Oriente y en Occidente) el culto a las imágenes por toda la Iglesia. El pueblo deseaba honrar, como se hacía con la memoria de los grandes personajes, la figura del Salvador, y extender los mismos honores a la imagen de la Madre de Dios y a la de los demás santos. Y de estos impulsos, antes de cualquier declaración oficial de la Iglesia, surgió el culto cristiano a las imágenes.
Jesús Casás Otero, sacerdote