Su muerte, el pasado martes de Pascua, ha vuelto a traer a Hans Küng (1928) a las primeras páginas de periódicos de todo el mundo. Alguna revista de ámbito católico le ha homenajeado con portada, editorial y páginas centrales, por no hablar de portales digitales de círculos semejantes. Incluso periodistas de diarios conservadores le han dedicado columnas ditirámbicas. Al parecer, era necesario, porque el sacerdote católico suizo habría sido si no el mayor, uno de los mayores teólogos del siglo XX. Lo único triste de la historia sería que incomprensiblemente tres Papas y, en particular, la Congregación para la Doctrina de la Fe, lejos de haber reconocido su valía y de haberlo aprovechado para actualizar la misión de la Iglesia, lo habrían estigmatizado y prohibido, en un afán mezquino y ciego.
El famoso profesor de Tubinga ha sido, no cabe duda, un gran trabajador que ha publicado gruesos volúmenes de teología, filosofía y ética. Fue muy leído y ha tenido un gran influjo en las generaciones de estudiantes que terminaban sus estudios de teología en los primeros años de los ochenta. Sin ir más lejos, es uno de los autores que un servidor más cita en su memoria teológica de grado básico. Perdón por esta referencia a mí mismo que creo oportuna para ilustrar la influencia de Küng en nuestros profesores de entonces por estos pagos. En cambio, en Tubinga, años más tarde, oyendo a Eberhard Jüngel (1934), teólogo protestante considerado por Karl Barth como su mejor intérprete, adquirí instrumental conceptual para leer a Küng con mayor precisión. Digo otro tanto de las tertulias que me fue dado mantener en Fráncfort con Alois Grillmeier (1910-1998), jesuita, gran historiador del dogma cristológico. El mismo fruto saqué de la lectura de estudios muy críticos con Küng del propio Grillmeier, Henri de Lubac, Karl Rahner, Hans Urs von Balthasar, Joseph Ratzinger o, en España, Olegario González de Cardedal, entre otros.
En el mundo teológico, Hans Küng no fue ni mucho menos tan indiscutido como lo fue y lo es para ciertos periodistas. La Congregación para la Doctrina de la Fe no se encontraba sola cuando consideró necesario declarar que la enseñanza de Hans Küng no reunía las condiciones para ser considerada católica y que, por tanto, no podía seguir enseñando en una Facultad de Teología católica. Por cierto, que tal declaración no se publicó unilateralmente, sino después de casi diez años de avisos y de intentos frustrados de diálogo.
Hans Küng se adhiere a la crítica que el protestantismo liberal hizo a la doctrina de los Concilios cristológicos tachándolos de haber ‘helenizado’ a Jesús, transmutando la figura encantadora del profeta de Nazaret en una especie de dios del panteón grecorromano. Grillmeier ha mostrado muy bien que lo contrario es lo verdadero. Frente al ‘gran teólogo’ Arrio, un sacerdote alejandrino, la Iglesia de aquellos siglos fundacionales consiguió expresar en categorías griegas la singularidad de Jesús de Nazaret como el Hijo eterno, de la misma naturaleza del Padre. Fue una impresionante obra de inculturación con la que los testigos auténticos de Jesús resucitado, lejos de sucumbir a una supuesta helenización del cristianismo, cristianizaron el helenismo. Declarar a Jesús como ‘máximo representante’ de Dios, según pretende Küng, es perder el camino avanzado, volviendo a una posición que no puede ser considerada católica, pero que tampoco es aceptable para los protestantes clásicos ni, por supuesto, para los ortodoxos.
De este retroceso cristológico básico del ‘gran teólogo’ Küng, se siguen los demás problemas que obligaron a Roma a actuar como actuó. Porque si Jesús de Nazaret no fuera el Hijo eterno de Dios, ‘Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero’, entonces tampoco habría motivo para que la Iglesia pretendiera, como pretende teológicamente, ser el sujeto histórico que testimonia de manera auténtica y mantiene viva la fe en Jesucristo. Entonces, la cuestión del hacer estaría por encima de la cuestión del creer, la ética por encima de la teología.
El periodismo poco informado en cuestiones teológicas y, en cambio, muy seguidor de las tendencias dominantes de la cultura moderna, ni siquiera se percata del problema. Acusa a la Iglesia católica y, en particular a la Congregación para la Doctrina de la Fe, de empeñarse en mantener la fe cristiana como una antigualla anquilosada en el pasado. No se sabe bien por qué habría de tener la Iglesia ese empecinamiento absurdo, contrario a todo buen negocio empresarial, cultural y, por supuesto, evangelizador. En cambio, da por supuesto, con nulo espíritu crítico, que la cultura dominante, la del ‘progreso’ y el ‘humanismo’, cuenta con los mejores medios para rescatar a Jesucristo y a la Iglesia, poniéndolos al servicio de la humanidad de hoy.
Si bien se mira, no es extraña la sintonía entre Küng y los medios deudores de la cultura dominante. Esta cultura da por amortizada la cuestión de Dios. En esto Küng no la sigue, es verdad. Küng cree en Dios y en la vida eterna. Pero, al modo de Arrio. Por eso resulta aceptable y simpático para la cultura sin Dios, puramente centrada en el hombre. Por lo mismo por lo que, paradójicamente, el islamismo -también interpretable como un modo de arrianismo- resulta tantas veces más aceptable para el humanismo antropocéntrico que la fe de la Iglesia católica.
Para ser un gran teólogo no basta con haber escrito mucho y formalmente bien sobre Dios. Los grandes teólogos son aquellos, como de Lubac, von Balthasar, Guardini o Ratzinger, en el siglo XX; como Newman o Möhler, en el XIX; o como un Agustín de Hipona en la antigüedad y un Tomás de Aquino en el medievo, que recogen creativamente la fe de la Iglesia y la hacen cultural y vitalmente fructífera en su tiempo. Quienes, en cambio, como Arrio, escriben mucho y exitosamente, pero son más deudores de la cultura dominante que del testimonio eclesial no pueden entrar en esa categoría.
Publicado originalmente en ABC y en Ecclesia el 17 de abril de 2021