Nuestro país, la Argentina, vive momentos duros, difíciles de sobrellevar. Calamidades, esto es, desgracias, infortunios que afectan a muchísimas personas, a la mayoría del pueblo. La plaga del coronavirus causa diariamente miles de contagios y cientos de muertes, lo cual demuestra el fracaso rotundo de la política sanitaria, a pesar de una temprana y severa cuarentena. El Ministro de Salud de la Nación, reconocido por sus gaffes, tuvo la osadía de afirmar al inicio de la alarma mundial, que el virus no llegaría hasta nosotros; luego se jactó varias veces de un éxito inexistente comparando otros países con el nuestro. Ahora no puede negar el desastre: hemos alcanzado los peores índices del mundo. Este es el más reciente, pero no el único de nuestros males.
Indiquemos otro elemento, innegable, de nuestra suerte adversa: la pobreza en que está sumida poco menos de la mitad de la población, y dentro de ese porcentaje un registro elevado de estrechez suma, de miseria. Se discute si hay en la Argentina gente que pasa hambre, en un país como el nuestro, que podría alimentar varios cientos de millones de personas. Alivian la situación los comedores y merenderos populares, instalados por los movimientos sociales y las parroquias, así como la «tarjeta Alimentar» distribuida por el gobierno. No cabe duda que para muchas personas y familias se cumple aquel verso del tango compuesto por Ennrique Santos Discépolo, que Carlos Gardel cantó maravillosamente en 1929 ó 1930: no tienen ni fe, ni yerba de ayer secándose al sol (para los extranjeros digamos que la frase del eximio poeta popular alude al mate, ese inocente vicio argentino). El plan económico oficial consiste en culpar al gobierno anterior, que fue por cierto muy malo, o a la pandemia; a causa de la cuarentena han cerrado sus puertas miles de comercios y se han fundido una multitud de pequeñas y medianas empresas. Las dimensiones del Estado han crecido por la creación de inútiles ministerios, secretarías y subsecretarías, para medro de los políticos, sus hijos, enterrados y amigos; el trabajo genuino ha sido reemplazado por la limosna estatal sostenida con una emisión monetaria mal disimulada, que seguramente agravará la crónica inflación. Volveré sobre este asunto: la calamidad política, que es la fundamental.
Sobre lo que sigue me he ocupado abundantemente en mi libro La educación en clave católica. La escuela de gestión estatal ha llegado a límites históricos de ineficiencia e ideologización. Es sabido que la mayoría de los alumnos concluyen el ciclo primario sin leer y escribir correctamente. El cierre de las escuelas a causa de la pandemia –cuyo alcance total se discute- ha agravado, sin duda, la situación, pero ya antes las reivindicaciones sindicales provocaron frecuentes paros con interrupción de la actividad escolar. Las familias, en cuanto pueden, huyen hacia los institutos de gestión privada; los más humildes colegios parroquiales exhiben largas listas de espera de quienes se inscriben para obtener vacante, ya que la capacidad es obviamente limitada, La sucesión de diversas teorías pedagógicas en las últimas décadas ha mostrado la inclinación a copiar malamente lo que puede resultar exitoso en otras latitudes y en otros contextos culturales; aquí esa copia es un signo de declinación. Otra dimensión gravísima: la escuela se convierte en un antro de imposición de un pensamiento oficial. El laicismo de antaño desplazaba de la escuela la religión y su influjo sobre el conjunto de la enseñanza, pero respetaba una visión antropológica clásica y no tenía la fuerza necesaria para concretar una transformación cultural. Actualmente, la fuente de inspiración es el pensamiento gramsciano. Antonio Gramsci fue un pensador italiano fallecido en 1937, autor de una sobresaliente reinterpretación del marxismo que aspira a apoderarse de la cultura y modelar así la orientación de la sociedad. De hecho, este planteo impregna ampliamente los ámbitos educativos y los medios de comunicación, aun cuando se ignore que Gramsci existió; en nuestro país desplaza tanto los restos de tradición nacional como el liberalismo; reina en las universidades estatales y de ese ámbito suelen proceder las autoridades educativas. Los programas y contenidos de la escuela estatal, en los niveles primario y secundario responden a esa ideología, especialmente en las asignaturas Historia, Educación Ciudadana o Construcción de Ciudadanía y Educación Sexual. ¿Conocen los padres de los alumnos lo que se enseña a sus hijos? ¿Están en condiciones de juzgar acerca de ello? Se llama Historia a un relato oficial impuesto como única interpretación, Educación Ciudadana a la engañifa de un desorden social contrario a la naturaleza, en beneficio de la casta política. Protesta Aristóteles desde la eternidad. Sobre Educación Sexual me he pronunciado en diversas publicaciones en lugar de ESI (Educación Sexual Integral), la llamo PSI, con la P de Perversión. Muchas veces los protagonistas ignoran las raíces de los criterios que emplean, y los políticos, cuya ignorancia filosófica es proverbial, sirven a esos designios culturales, que ya se han convertido en una especie de «vulgata». La progresía católica, a todos los niveles, es incapaz de comprender la gravedad del fenómeno y el sentido auténtico de la evangelización de la cultura. La Iglesia actual chapotea en seco en el arenal movedizo del relativismo.
La calamidad más reciente, y gravísima, es la legalización del aborto, en una dimensión que supera la de los países más avanzados en la aprobación de ese delito; en algunos casos la ley permite liquidar al niño poco antes de nacer. El Honorable Senado de la Nación ha ratificado la media sanción favorable de la Cámara de Diputados por 38 votos contra 29 y una abstención. Honorable significa digno de ser honrado y acatado. El honor es una cualidad moral que lleva al cumplimiento de los deberes respecto de los demás y de uno mismo, de lo cual se sigue el mérito y la capacidad de ser enaltecido. Honorables son, sin duda, los senadores que han defendido el derecho a la vida de los niños por nacer, pero ¿la institución? Después del enorme traspié en que ha incurrido, ¿se puede llamar Honorable al Senado argentino? Además del mal directamente inferido a la República, ha contribuido a la difusión de una mentalidad contraria a la vida, y así ha amenazado la vigencia de una justa y democrática convivencia social. Sobre la presunta democracia argentina me extenderé enseguida. Lo cierto es que nueve votos han decidido un genocidio.
El gran responsable es el presidente de la Nación, que una vez consumado su inicuo propósito declaró que ahora «somos un país mejor»; a su ignorancia se suma su absoluta carencia de temor de Dios, ¡y tiene el atrevimiento de considerarse católico y de afirmar que en este tema no está de acuerdo con la Iglesia! Señalo el contraste con la actitud del difunto presidente uruguayo Tabaré Vázquez, hombre de izquierda y agnóstico, que vetó la ley abortista aprobada por el parlamento, simplemente porque era médico y hombre de honor; sabía de qué se trataba. Seguramente, llamándose Fernández, el presidente argentino habrá sido bautizado; es probable que también haya cumplido con el rito de la Primera Comunión, y no hace mucho comulgó, con su actual pareja, en el Vaticano, de manos de un arzobispo. Vienen al caso algunas citas bíblicas: «el temor de Dios es el comienzo de la sabiduría» (Prov. 1,7; cf ib.9,10), es «escuela de sabiduría» (Prov. 15, 33). Los dos defectos señalados del profesor Fernández están íntimamente vinculados. También se jacta de haber cumplido un compromiso establecido en su plataforma electoral. Supuesto que ese programa haya existido y se haya dado a conocer masivamente, ¿lo habrán leído los numerosos ciudadanos que lo votaron? ¿Habrá obtenido en la elección la cifra enorme de adhesiones que alcanzó si sus votantes hubieran advertido que prometía legalizar la liquidación de los niños por nacer? He mencionado la ignorancia del presidente, que es inexcusable. Los avances de los estudios genéticos logrados durante el siglo XX pueden ser conocidos por cualquier persona medianamente informada. El célebre profesor de la Sorbona Jérôme Lejeune ha escrito: «Aceptar el hecho de que con la fecundación comienza la vida de un nuevo ser humano no es ya materia opinable. La condición humana de un nuevo ser desde su concepción hasta el final de sus días no es una afirmación metafísica, es una sencilla evidencia experimental. «No hay peor ciego que el que no quiere ver, ni peor sordo que el que rehúsa oír; sobre cualquier evidencia se impone su parti pris ideológico.
Como católico, me apena reconocer que las declaraciones y actitudes de nuestros hermanos los cristianos evangélicos han sido más claras, elocuentes y firmes –sin vueltas- que las del Episcopado argentino. Se acepta en la Iglesia argentina como hecho irreversible la secularización de la sociedad, contradiciendo la enseñanza del Concilio Vaticano II. En la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, leemos: Así como ha de reconocerse que la ciudad terrena, justamente entregada a las preocupaciones del siglo, se rige por principios propios, con la misma razón se debe rechazar la funesta doctrina que pretende construir la sociedad prescindiendo en absoluto de la religión (L.G 31). La misión eclesial se expresa en estas consignas: Es obligación de toda la Iglesia trabajar para que los hombres se capaciten a fin de establecer rectamente todo el orden temporal y ordenarlo a Dios por Jesucristo (Decreto Apostolicam actuositatem, 7); en el mismo documento: Hay que instaurar el orden temporal de tal forma que salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana (ib.). Otros pasajes de la Constitución conciliar antes citada encomiendan a los laicos, como propia vocación, tratar de obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios (L.G. 31) También: Es papel de los laicos en las estructuras humanas conocer la íntima naturaleza de todas las creaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios (ib.) Por último: Tengan presente que en cualquier asunto temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna acción humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios (ib).
Lo dicho, entonces, como responsabilidad del profesor Fernández: ignorancia y ausencia, en un seudocatólico, de temor de Dios.
Por otra parte, nuestra tradición institucional, desde la Primera Junta de gobierno de 1810, hasta la Constitución de 1853 y sus reformas, y las Constituciones provinciales, ha reconocido esos principios, que siguen siendo válidos a pesar de nuestra declinación cultural, a la que los vaivenes eclesiales no son ajenos. La mencionada tradición debería ser objeto de una investigación histórica imparcial y de un debate sereno y abierto a la verdad. Los católicos deben hacerse cargo de ella y trabajar por la instauración de una patria cristiana, en la que quede a salvo la naturaleza de la sociedad, a la que puedan adherir los argentinos que profesan otros credos religiosos.
San Juan Pablo II, en su encíclica Centesimus annus escribió estas esclarecedoras palabras, que suenan como una sentencia: una democracia sin valores se convierte fácilmente en un totalitarismo abierto o encubierto. Esta es la calamidad argentina por excelencia: vivimos sometidos a la tiranía de una falsa democracia. Cuando hace 37 años, concluida la dictadura militar, se inauguró el actual período, se expresó una noble aspiración: «Con la democracia se come, se cura, se educa»; la experiencia muestra que no se cumplió, y que en este tiempo se ha registrado un nivel de corrupción de los funcionarios de una intensidad jamás vista anteriormente en nuestra historia, que ahora se intenta licuar buscando la impunidad de los culpables. ¿Por qué no se podrá decir que semejante latrocinio es un crimen de lesa humanidad? Además, el totalitarismo de los seudodemócratas ha instrumentado una policía del pensamiento; no existe según ellos una verdad última que ilumine y oriente la acción política, y entonces las ideas y convicciones pueden ser instrumentalizadas para el fin de afianzarse en el poder. Una parte notable de la opinión social y de los «mass-media» participan del mismo designio, o por lo menos lo toleran. Una verdadera oposición no debería entrar en ese juego, ya que en eso consiste el drama nacional; la alternativa es reconstruir el sentido de una auténtica democracia, que logre superar la enfermedad que afecta de una u otra forma y con diversa amplitud a los tres poderes del Estado. Sin duda, existen hombres y mujeres capaces de intentarlo; la sociedad debe descubrir a esas personas valiosas y abrirles camino, zafando de la ilusión electoralista por la que se infiere al país una calamidad tras otra, como lo he reseñado. No se podrá contar con los medios de comunicación convencionales, que en su casi totalidad están al servicio de los intereses empeñados en sostener el secularismo anticristiano y contrarios a la tradición argentina que deseamos ver reverdecer. Pero en la actualidad esos poderosos recursos han quedado en buena medida descolocados ante el avance de las redes sociales, convertidas en una fuerza de libertad capaz de encaminarse a la recuperación de la verdad de una auténtica participación democrática. Los jóvenes, habilísimos usuarios de esos elementos, son capaces de comprender, con ánimo esperanzado, que es preciso comenzar de nuevo y frustrar el ambicioso reciclaje de los conocidos de siempre, causantes de nuestras calamidades. Se trata entonces, de extender la inquietud en favor de un nuevo comienzo; muchísimos hombres y mujeres de buena voluntad, desengañados, pueden plegarse a la iniciativa. Viene al caso una constatación irrefutable de Edmund Burke, filósofo, político y escritor británico del siglo XVIII, considerado padre del liberalismo conservador: «Lo único que se necesita para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada». La tragedia del declive argentino tiene mucho que ver con el acomodo a lo que imponen quienes alcanzan el poder, con la falta de compromiso, la inacción de la ciudadanía. Son muchos los indiferentes, o quienes se acobardan hasta apichonarse. Pienso en una refundación política de la democracia, que se base en el orden natural; para lograrlo es preciso alcanzar una recta orientación educativa, que comience en la familia y se extienda a los grupos sociales hasta arrebatar a los ideólogos el dominio de la escuela. Todo esto es posible, pero no fácil; son numerosos los obstáculos a superar, como aparece claro en la advertencia bíblica: Cuando son arrebatados los cimientos, ¿qué puede intentar el justo? (Salmo 10 -11-, 3).
La esperanza que fundo en el comportamiento de los jóvenes no es ingenua, candorosa, y no ha de ser generalizada. Numerosos hechos, conocidos a través de la crónica cotidiana, muestran a una porción de la juventud, desde la adolescencia, entregada al delito, al descontrol sexual y al uso de drogas, a la indiferencia ante la suerte ajena y el valor de la vida humana. La Iglesia ha perdido a esta multitud, en buena parte sin familia, normalmente constituida, ya que el matrimonio, aún el mero matrimonio civil, que hasta 1983 era indisoluble según la legislación argentina, ha cedido su espacio a la vida «en pareja», en parejas que se suceden una tras otra. La actual situación sanitaria ha dejado en descubierto la irresponsabilidad y ausencia de conciencia social de jóvenes que convocan por Facebook, Instagram o Tinder, fiestas clandestinas multitudinarias que desafían toda vigilancia e intervención de las autoridades. Una recta inquietud pastoral debería enfocarse a poner remedio a estos males básicos, en lugar de divagar sobre cuestiones secundarias que dependen de aquellos. La misión eclesial es anunciar a Jesucristo, a predicar la conversión en su Nombre, con los ojos puestos en el futuro, en el Reino de los Cielos.
Vuelvo, para concluir esta reseña, a la calamidad de la ley abortista, que no debe quedar así, ya que es indiscutible su inconstitucionalidad. La Justicia no puede, sin negarse a sí misma, dejar pasar semejante violación del derecho y de las instituciones de la República; debe resistirse a su colonización por el poder político. Los eufemismos «interrupción voluntaria del embarazo» (IVE), o «interrupción legal del embarazo» (ILE) intentan disimular el asesinato de los más pobres, de los inocentes niños por nacer. Causa enorme dolor ver la algazara de tantas mujeres, jóvenes muchas de ellas, que reivindican un presunto derecho de desprenderse del fruto que han concebido; constituye un triste espectáculo de frustración social. No advierten que por su condición femenina merecen el nombre de Eva, Madre de los vivientes. Aludo al pasaje bíblico de Génesis 3, 20: «el hombre dio a su mujer el nombre de Eva, por ser ella la madre de todos los vivientes». Eva es en hebreo Jawwáh, término relacionado con el verbo Jayáh, vivir.
Al gobierno que ha dado ese paso de terrible atrevimiento, le queda por inferir a la Nación una última calamidad: la ley que autorice la eutanasia, para liquidar a los enfermos terminales y a los molestos ancianos que no se deciden a morir y causan por ello enormes gastos y no reportan ningún beneficio. Otro eufemismo: «muerte por piedad», «buena muerte» (del griego eu=bien, thánatos=muerte); la «piedad» consistiría en poner fin a los sufrimientos del enfermo que sufre gravemente o padece una disfuncionalidad dolorosa que lo menoscaba. Una cultura atea como la propiciada por el actual gobierno, es incapaz de valorar el sentido misterioso de la cruz de Jesucristo, que ilumina y transfigura todo dolor humano. ¡Ya se les ocurrirá ese último disparate si el Señor no se los impide, si no lo remedia antes! Dios es grande, y un misterio la unión en Él de la misericordia y la justicia. De Él nadie se burla impunemente.
Héctor Aguer
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma)
Jueves 4 de febrero de 2021.
Primer Jueves de Mes.-