La época de Constantino es un momento de grandes transformaciones para la Iglesia. Al cesar las persecuciones, los cristianos salen de la clandestinidad. La liturgia de la Iglesia abre al público sus celebraciones. Se promocionan templos de planta basilical, baptisterios junto a las iglesias, y «martyria» o templetes, sobre las tumbas de los mártires. Todo esto supone una actividad complementaria de ornamentación.
En Roma, se da un gran impulso a la iconografía aplicada al embellecimiento de los techos y testeros interiores de los templos. La finalidad de estas decoraciones era que las solemnidades terrenas tuvieran un marco digno de la liturgia que celebraban los bienaventurados en el cielo; porque, según la mentalidad cristiana, en las funciones litúrgicas, los dos mundos, el celeste y el terrestre, van tomando las mismas formas. S. Juan Crisóstomo no cesaba de contar que «durante algún tiempo vio a una multitud de ángeles, vestidos de espléndidas vestiduras, rodeando el altar con los ojos bajos, como se suele ver a los soldados en torno a los reyes». El realismo con el que se describían estos temas, influía en la disposición ornamental de los templos.
Las decoraciones funerarias continúan la tradición iconográfica anterior con algunas modificaciones. La figura de Cristo por ejemplo, después del concilio I de Nicea (325), empieza a adquirir los rasgos solemnes de la majestad del Hijo de Dios. Existe, al mismo tiempo, cierto monumentalismo que caracteriza las imágenes de Cristo y de sus apóstoles en las catacumbas de Pedro y Marcelino, y en la de Domitila. En estos lugares de enterramiento, apunta también la tendencia a representar los retratos de los difuntos con sus propios rasgos individualizados.
En cuanto a los sarcófagos, la etapa de mezclar los temas paganos con escenas cristianas termina en el siglo IV. Se aumenta el repertorio completando el ciclo de la vida de Cristo con los temas de la Anunciación, el Nacimiento y la Adoración de los Magos. Debido a la lentitud en su difusión, los nuevos contenidos tardarán bastante en traspasar las fronteras de Roma. El famoso sarcófago llamado Dogmático, del Museo Laterano, muestra la creación de Adán y Eva por la Trinidad y algunas escenas más. Está datado entre los años 325-330 coincidiendo, cronológicamente, con el primer concilio de Nicea, contra los arrianos. Es en este concilio donde se declara que el Jesús histórico es el «Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la misma naturaleza que el Padre» (Símbolo Niceno).
La iconografía se deja influir por estas inquietudes y por las determinaciones del momento histórico. Lo que en realidad preocupaba entonces, era más el problema trinitario que el cristológico, aunque, en la práctica, no pueda separarse el uno del otro. La repercusión iconográfica de la afirmaciones conciliares es evidente en la escena en que aparece la Trinidad y a Cristo se le personifica con los mismos rasgos que al Padre. En las restantes escenas, sin embargo, la figura de Cristo se expone en su dimensión humana con sus propios rasgos personales. La transición está en marcha.
Ejemplo de esta transición es también el sarcófago de Junio Basso, de las grutas vaticanas. Allí se representa a Cristo, todavía imberbe, sobre el firmamento y, a ambos lados, cuatro escenas del AT; y, en el registro inferior, cinco escenas del NT referentes a la Pasión de Jesús y al martirio de S. Pedro y S. Pablo. Un tema de singular importancia es, bajo la influencia del arte cortesano, la representación figurativa de Cristo y de la Virgen acompañados de los ángeles como servidores celestiales. Otro ejemplo es el clásico mosaico de Sta. Pudenciana, donde se muestra a Cristo sentado en silla imperial con el libro de la Ley, y rodeado de apóstoles sobre el fondo de la Jerusalén celeste.
Hemos de advertir que, hasta ahora, las imágenes no tenían ninguna relación directa con el culto religioso. Es decir, hablando llanamente, a nadie se le ocurriría ponerle una vela encendida, o ponerse a rezar delante de una de estas imágenes. Sin embargo, los fieles van reconociendo el valor simbólico y trascendente de las figuraciones y esto va encauzando su evolución hacia el culto iconográfico.
Al margen de las pretensiones de algún retrato de la época del mismo Cristo, cuya existencia puede ser cuando menos dudosa, tenemos noticia de un cierto culto a personajes famosos, entre los que se colocaba la imagen de Cristo que, lógicamente, por esas fechas todavía no tenía un culto cristiano. En todo caso sería el mismo culto de admiración que, según las costumbres romanas, se les rendía a los retratos de personajes famosos por su amor y dedicación a la sabiduría (filos-sofía). El documento nos dice que ante estos retratos se hacían ofrendas para venerar la memoria de su entrega a la cultura. La costumbre se continúa en tiempos de S. Ireneo que critica tales prácticas aludiendo a que «algunos dicen tener ciertas imágenes, unas pintadas y otras fabricadas de madera, pretendiendo que se trata del retrato de Cristo encargado por Pilatos en aquel tiempo en que Jesús convivió con los hombres. Sobre ellas ponen coronas, y las proponen, junto con imágenes de Pitágoras, de Platón, de Aristóteles y demás; y les tienen la misma devoción que les tienen los gentiles a tales imágenes». Este texto nos da mucha luz sobre los honores y el significado del retrato, y las formas de culto.
Sin embargo, a estas alturas (siglos IV y V), todavía no hay testimonios claros de auténtico culto iconográfico. Los Padres de la Iglesia solían advertir del riesgo de idolatría que estas prácticas siempre entrañaban. Pero algunas voces se alzaban ya en favor de valores estéticos referidos a determinadas obras artísticas. Expresiones (aunque polivalentes) como las de S. Basilio en pleno siglo IV, empiezan a calar en la conciencia de los fieles: «El culto rendido a una imagen pasa a su prototipo, porque lo que la imagen es aquí por imitación eso es allí el Hijo por naturaleza» (Liber de Spíritu Santo, VII).
S. Cirilo de Alejandría (siglo V), encauza la finalidad de la representación de las imágenes por el camino de la ejemplaridad para provocar el amor de Dios: «Si hacemos imágenes de hombres piadosos, no es para adorarlas como a dioses, sino para que, al contemplarlas, sintamos el impulso de su emulación; del mismo modo hacemos la imagen de Cristo, para que excite nuestra mente a su amor». La alusión a la adoración de las imágenes, aunque sea en sentido negativo («no para adorarlas como a dioses»), nos sitúa en el umbral de esta problemática. Y el aspecto ejemplarizante y psicológico («para que excite nuestra mente a su amor»), irá abriendo nuevos cauces a la piedad y veneración de las imágenes. De cualquier forma, estas alusiones nos hacen pensar que, en la comunidad cristiana, algo se está moviendo en torno al culto iconográfico.
Ahora bien: dada la importancia que tiene el paso progresivo del sentido didáctico al cultual, nos preguntamos: ¿Existe algún hecho concreto o algún documento oficial de la Iglesia que, en un momento determinado decida el culto a las imágenes? La respuesta sólo puede ser negativa. Lo que sí encontramos es una serie de circunstancias que, analizadas en conjunto, se relacionan entre sí hasta crear una atmósfera favorable a hacer posible la existencia de dicho culto. De ello hablaremos más adelante.
Otra cuestión sería encontrar las razones del silencio por parte del magisterio de la Iglesia. Pensemos que en principio, el problema de las imágenes no era una cuestión primordial en la comunidad. Atentos a las herejías cristológicas y trinitarias, los Padres de la Iglesia, apenas prestaron atención al culto iconográfico. Pero si realmente las imágenes estuvieran impulsadas por el Espíritu, la autoridad eclesial, llegado el momento, le prestaría la debida atención; como así sucedió efectivamente.
En España tenemos el testimonio de un concilio local que se preocupa de esta cuestión en época relativamente temprana. Sobre la primera decena del siglo iv, el concilio de Elvira (Granada), decidió prohibir la decoración iconográfica de los templos: «No deben existir pinturas en las iglesias para que, lo que se venera y se adora, no se pinte en las paredes» (Canon 36). A pesar de ser un sínodo local, las declaraciones de este concilio, tuvieron un peso considerable en la disciplina de la Iglesia.
¿A qué se debe esta decisión contra las imágenes? Unos advierten que, aunque no existe ningún escándalo notable, no deja de ser un testimonio más de la repugnancia con que en amplios sectores se veía el intento de querer plasmar visiblemente al Dios que por su naturaleza era invisible. Sin embargo otros piensan que «el canon condenatorio de Elvira se integra coherentemente en un momento histórico en que empiezan a penetrar en la Iglesia las imágenes al ritmo en que se va creando una sensibilidad de Encarnación» (Plazaola). Pero en general, a pesar de estos testimonios, la iconografía en Occidente, se inclinará, durante largo tiempo, por el sentido didáctico.
El desarrollo de la fe sigue su propia dinámica en el seno de la comunidad. En este proceso de la fe en contacto con la Escritura y la tradición, se va configurando el culto a las imágenes. La vida de fe, del que el culto iconográfico llega a formar parte, no constituye un mundo aislado del resto de las vivencias humanas; incluso las exige aportando un elemento de profundidad que afecta tanto la experiencia de Dios como a su relación con el hombre. Pero lo fundamental aquí es que la revelación no es el fruto de la experiencia, sino que la experiencia es el fruto del encuentro del hombre con la revelación que parte de la iniciativa de Dios.
A este respecto recordemos que la revelación en sí es el darse (no reflexivo) de aquello que fundamenta y hace posible el proceso de la fe. Por eso, «no hay revelación sin fe y no hay fe sin revelación» (Schillebeeckx). Tampoco la fe de la tradición puede reducirse a la experiencia personal y subjetiva; necesita el espacio y la objetividad que encauce su desarrollo. En contacto con la Escritura, y con el impulso del Espíritu, la comunidad avanza en esa tradición y en la profesión de fe. Fruto de este progreso es, entre otros, la aparición del culto iconográfico.
Como elementos determinantes del culto a las imágenes cristianas (aunque ninguno de por sí es decisivo) podemos señalar: 1) El culto a los mártires y a los demás santos. 2) La veneración de las reliquias y las peregrinaciones a determinados santuarios. 3) La moda de los retratos funerarios, y la representación de las figuras en majestad. 4) Cierto neoplatonismo teológico, principalmente del Pseudo-Dionisio. 5) Las formulaciones conciliares del misterio de la encarnación y de la maternidad divina de María, que constituyen su fundamento dogmático. 6) La continuidad de algunos ritos ancestrales, sobre todo en cristianos convertidos del paganismo. 7) La etiqueta oficial de los honores rendidos a los emperadores, a sus imágenes y a los dignatarios cortesanos. 8) La promoción de la espiritualidad iconográfica desde los monasterios. 9) La incorporación de las imágenes a la liturgia de la Iglesia.
Insistimos en que ninguno de estos elementos, por sí solo, es definitivo para explicar la práctica del culto iconográfico; pero, en su conjunto, pueden darnos una visión completa del proceso que, desde el reconocimiento del valor artístico, se va formalizando hacia la incorporación de las imágenes a la liturgia de la Iglesia universal. Tampoco cada uno de los elementos se da por separado; por ejemplo, el culto a los mártires, a sus reliquias y las peregrinaciones, aunque son aspectos distintos, se encuentran en el mismo clima de veneración iconográfica.
El Directorio sobre la piedad popular y la liturgia dice que «es válido el principio relativo al empleo litúrgico de las imágenes de Cristo, de la Virgen y de los santos, tradicionalmente afirmado y defendido por la Iglesia». En esta experiencia de fe, la tradición actúa como marco hermenéutico para la glorificación de Dios y, por medio de esa alabanza, el hombre logra la santificación.
Jesús Casás Otero, sacerdote