Tal día como hoy, hace cincuenta años, un grupo de estudiantes radicales disidentes del colectivo EKIN –nacido en 1952 para reaccionar contra la pasividad y el acomodo que en su opinión padecía el PNV– fundo Euskadi Ta Askatasuna. Apenas un par de años más tarde, el 18 de julio de 1961, se produjo su primera acción violenta que consistió en el intento fallido de descarrilamiento de un tren ocupado por voluntarios franquistas que se dirigían a San Sebastián para celebrar el Alzamiento.
Desde entonces hasta hoy, la historia de la banda terrorista es bien conocida por todos. Sus objetivos son hoy los mismos que se marcaron en mayo de 1962, cuando tuvo lugar la celebración de su I Asamblea en el monasterio de Belloc (Bayona, Francia). Allá Eta se autodefinió como una "organización clandestina revolucionaria" que defiende la lucha armada como el medio de conseguir la independencia de Euskadi. Nada ha cambiado desde entonces. Sus fines y sus medios siguen siendo los mismos.
Ahora bien, Eta no sería prácticamente nada sin el apoyo social del que goza en las vascongadas. Alrededor de un 15% de los vascos apoyan tanto sus objetivos como sus métodos. Y un porcentaje mucho mayor muestra su conformidad con sus objetivos aunque estén en contra del uso de la violencia. La política educativa del nacionalismo, que ha gobernado esa comunidad autónoma de España desde que llegó la democracia hasta las últimas elecciones, ha conseguido que buena parte de la juventud vasca comparta la visión de ETA sobre la realidad de su tierra. De hecho, la mayoría de los actuales etarras han nacido ya bajo el régimen democrático y no durante el franquismo.
Cuando el ambiente familiar, escolar y de amistades cercanas es favorable al terrorismo, lo normal es que surjan terroristas de nuevo cuño como caracoles tras la lluvia. Por más que las fuerzas de seguridad del Estado hagan bien su labor, poco se puede hacer cuando una madre y un padre inculcan en sus hijos el odio a España y a los españoles. Un odio al que adornan con un supuesto amor a Euskadi. Pero la Euskadi de ETA no pasaría de ser un gran campo de concentración en el que los no nacionalistas serían, si no lo son ya, los judíos del nazionalsocialismo vasco.
Es triste decirlo, pero la Iglesia Católica en el País Vasco ha jugado un papel importante para que Eta siga siendo hoy una amenaza para la convivencia de todos los españoles. A pesar de los lamentos, a pesar de las peticiones de perdón a las víctimas de Eta ninguneadas e incluso maltratadas por esa iglesia vasca, a pesar de las buenas intenciones de un sector del episcopado vasco, lo cierto es que a día de hoy el párroco de la parroquia bilbaína de San Francisco de Padua, sigue siendo un individuo que afirmó ante una cámara oculta que "Eta, cuantos más militantes, pues mejor". Y su obispo, monseñor Ricardo Blázquez, no ha movido un solo dedo para echarle no ya de esa parroquia sino del sacerdocio. Ante realidades como esa, las palabras, los lamentos y los perdones son puros actos de hipocresía de una iglesia vasca que sigue, a día de hoy, arrodillada ante la serpiente etarra o por miedo, en su mayor parte, o por convicción, en su sector nacionalista más radical.
El arzobispo de Burgos, monseñor Gil Hellín, pidió anteayer a los etarras que se convirtieran a Dios y dejaran de hacer el mal. Pero mientras ese no sea el mensaje unánime que parta de las bocas de todos los sacerdotes en el País Vasco, la Iglesia no tendrá capacidad alguna de convertirse en un instrumento de cambio de la realidad terrorista. ETA no va a desaparecer simplemente porque la Iglesia ocupe el lugar que le corresponde, pero al menos existirá un factor más, aparte del político y el policial, que ayude a ser optimistas de cara a la victoria contra una organización que es tan satánica en su naturaleza que usa como símbolo la serpiente.