Denis de Rougemont, en su delicioso libro sobre el gran Enemigo (La parte del diablo, 1947) observa que, para el hombre primitivo, todo tiene su explicación fuera de sí mismo. Tanto si es un hechicero, un profanador de lo sagrado, un animal, una nube, un pedazo de madera coloreada, la causa del mal que sufren estos salvajes es siempre ajena a sí mismos y, en consecuencia, ha de ser combatida y aniquilada fuera de sí mismos. La llegada del Cristianismo supone un cambio radical. El Cristianismo se ha esforzado desde hacer siglos por hacernos comprender que el Reino de Dios está en nosotros, que también el Mal está en nosotros, y que el campo de batalla no es otro que el de nuestros corazones. Es, de alguna manera, la oposición entre un pensamiento mágico, primitivo y un pensamiento más maduro. Primitivismo y madurez que no corresponden a épocas distintas de la historia, sino que siguen conviviendo en nuestros días como dos formas de concebir al mundo y al hombre. Aquí (en la concepción de la persona como autónoma, responsable y, en última instancia, libre) radica lo que me parece que es una de las mayores aportaciones del Cristianismo a la cultura universal.
El hombre se ve inmerso en este nuevo drama universal de la libertad. Puede hacer el bien o el mal. Las circunstancias, el medio, lo condicionan y, en algunos casos, casi lo obligan. Pero en última instancia es él quien decide. Por eso es ese extraño sujeto («mala bestia con ciertas veleidades de arcángel», según Ortega) que puede ser la Madre Teresa o Pol Pot, que puede concebir y realizar la Capilla Sixtina, la poesía de San Juan de la Cruz o las masacres colectivas que han jalonado los últimos siglos de la historia humana.
La libertad se abre en el interior del hombre como un pozo sin fondo, como un espacio sin límites definidos. Hace del hombre un ser inabarcable. María Zambrano, pensadora no católica pero de un exquisita sensibilidad hacia lo religioso, ha observado que «la persona cristiana (...) no tiene límite, ni para sus fuerzas, ni para su vida, ni para su muerte (...) Por eso una persona, un cristiano es como una perspectiva infinita que no se agota jamás en ninguno de sus actos ni en todos ellos juntos» (La agonía de Europa, 1945).
San Agustín, en su proceso de apasionada búsqueda de la verdad, muestra este talante angustiado en su pensamiento. El hombre sumido en este pozo que es su inevitable tendencia al mal, sólo puede salir de él por la Gracia. La iniciativa de la Gracia, siempre previa a la acción de la libertad humana, es una de sus ideas cardinales, que desarrolla en oposición a la herejía pelagiana.
El hombre, vinculado a ese origen divino, imago Dei, se configura como ser libre, dueño de sus actos y destino pero, al mismo tiempo, abierto a una trascendencia que le desborda. Poseedor de una semilla de sacralidad (templo del Espíritu Santo), su propia conciencia es un pozo profundo que ni el mismo puede vislumbrar del todo. Además, se establece una relación con los demás marcada por el imperativo de la caridad, ya que son seres dignos por sí mismos.
Este concepto de la persona no es, primariamente, político, pero tiene consecuencias políticas y sociales. Por lo pronto, se establece como imperativo moral la dignidad inalienable de la persona, desde su concepción hasta su muerte y las leyes (y lo organismos políticos que las generan) deben promover y defender este valor. En segundo lugar, queda claro que todo sistema social debe estar subordinado a la persona, a cada una de ellas. Lo resume bien el famoso versículo de Marcos: «El Sábado ha sido hecho para el hombre; y no el hombre para el Sábado». Idea que ha sido y es negada por la práctica política y económica de tantos gobiernos. El siglo XX y lo que llevamos del XXI ha conocido el sacrificio de millones de vidas en nombre de grandes abstracciones y proyectos: el Proletariado, la Nación, la Raza. Valía la pena sacrificar vidas humanas para construir estas grandes torres de Babel. No es casualidad que los grandes totalitarismos del pasado siglo, el comunismo y el nazismo, sean radicalmente (y consecuentemente) anticristianos.
Esta idea cristiana de la persona tiene para un creyente una dimensión trascendente y su explicación es a la vez sencilla y misteriosa. La clave está en la frase del Génesis: Lo creó a su imagen y semejanza. Pero incluso los no creyentes tienen que reconocer que uno de los fundamentos de nuestra forma de sociedad (democracia, protección social, garantías judiciales, derechos humanos) es el concepto cristiano de persona como ser libre, responsable y de dignidad inalienable. Ahora bien, este sistema termina por crear una dinámica que se vuelve contra sus propios principios (laicismo, ideología de género, relativismo moral, hedonismo…)
En esta situación compleja, ¿podrá sobrevivir el árbol si se secan las raíces, si la concepción cristiana de persona deja de ser el fundamento del orden social?