Por muchos motivos, he seguido muy de cerca el revuelo que ha supuesto el proceso de nombramiento de Amy Coney Barrett como juez del Tribunal supremo de Estados Unidos. Su aparición en el escenario público ha generado una verdadera batalla dialéctica absolutamente feroz y polarizada.
Los católicos y el César
Kamala Harris, demócrata y vicepresidenta electa, dijo hace unas semanas que la nominación de Barrett ponía en juego la igualdad ante la justicia y hasta el mismo derecho al voto. El trasfondo de estas declaraciones revela el manido tópico del catolicismo ultramontano por el cual un católico fervoroso nunca podrá servir bien al Estado.
Es esta una de las cuestiones fundacionales de la Modernidad política: la relación entre las creencias y las acciones y la obediencia a los mandatos divinos y civiles. El mundo tolera con autocomplacencia la diversidad de creencias, que son la cristalización de una sociedad profundamente relativista. Y, sin embargo, no puede dejar de asentarse sobre el dogma fundacional del respeto al poder civil por encima de todas las cosas. Ya en los albores de la Reforma protestante, la disposición de los católicos para obedecer al poder civil fue puesta en entredicho y por eso entiende el liberalismo que la fidelidad a la Iglesia y al Papa imposibilitan una perfecta obediencia civil, a pesar de que son palabras de Cristo que su «reino no es de este mundo» y que hay que «dar al César lo que es del César». Yo suelo decir a mis alumnos -y a mis hijos- que un católico ha de ser el mejor ciudadano. La Historia de la Iglesia está plagada de ejemplos, entre los cuales destaca el de Tomás Moro, «buen siervo del rey, pero de Dios primero». Es posible que el corazón de Barrett tenga una disposición similar, pero ¿implica eso que vaya a ser una mala ciudadana o una mala juez? Ni mucho menos. Primero, quienes rechazan su nombramiento parecen obviar que el trabajo de un juez del Tribunal Supremo es el de sopesar la adecuación de las normas a la Carta Magna de Estados Unidos, en lo cual nada importan las creencias personales. Segundo, si hubiera un conflicto entre la conciencia y la obediencia, Amy Barrett probablemente tomaría la opción de Moro, del Rey Balduino y tantos otros que asumieron el perjuicio personal -y hasta dieron la vida- sin desobedecer la ley. Reformulando al santo inglés: «primero, de Dios; pero siempre buen siervo del Rey» -o, en este caso, de la República-.
Los hijos de Amy Barrett
Si el catolicismo de la juez ha sorprendido al mundo, su maternidad lo ha convulsionado, pues Amy Barrett es madre de siete niños de 8 a 19 años.
Decía Betty Friedan -siguiendo a de Beauvoir- que criar niños «es una tarea desagradecida que no permite a las mujeres usar su inteligencia» y, bajo ese paradigma, el feminismo moderno ha animado a las mujeres a controlar, postergar e incluso renunciar a su maternidad por una carrera profesional que es, supuestamente, más digna y satisfactoria. Otra parte del feminismo reaccionó contra esto y desarrolló la llamada «teoría de superwoman», según la cual las mujeres pueden tenerlo todo: una carrera (esto ya parece incuestionable) y una familia.
Para los primeros, Barrett es una incógnita indescifrable: ¿cómo es posible que una mujer con siete hijos tenga una carrera brillante? O, dicho al revés, ¿cómo es posible que una mujer tan inteligente decida tener siete hijos? ¿no sabe de dónde vienen los niños? Las discusiones sobre este punto son apasionantes, pero me parece conveniente abordar las creencias del segundo grupo: de la gente -de las mujeres- con corazón generoso, que quieren tener o han tenido una familia y a la vez una carrera. Muchas de ellas, sufren cotidianamente una sobrecarga de obligaciones profesionales y familiares cuyo fruto, muchas veces, parece invisible o inalcanzable y ven en Barrett un modelo, la constatación de que aquello a lo que aspiran es posible.
Y es cierto, Amy Barrett existe, es de carne y hueso, pero es la excepción a la norma. Sobre esto, decía la siempre genial Suzanne Venker que Barrett es como un unicornio, algo que prácticamente no existe, que es inalcanzable para la mayoría. Hay muchas variables que han podido permitir a Amy Barrett llegar a donde está sin que, necesariamente, haya invertido sus prioridades. En última instancia, las circunstancias de cada mujer y de cada familia son absolutamente únicas y es prácticamente imposible juzgarlas, pero me gustaría aventurar aquí mis conjeturas al respecto:
1. Amy Barrett tiene una capacidad extraordinaria. Nos gusta pensar que la clave del éxito es el esfuerzo y creo que sólo es parcialmente cierto. La mente humana tiene una diversidad maravillosa y, simplemente, hay gente que piensa más rápido y mejor que el resto. Ven como evidente lo que los demás tardamos mucho en procesar y tienen una capacidad muy superior para trazar estrategias y sacar conclusiones. Me parece una posibilidad que, por lógica, hay que aceptar: el éxito de Amy Barrett –a pesar de su maternidad- se puede deber a que tiene una capacidad muy superior a la media. Y lo mismo vale para el esfuerzo, de hecho. Aunque la mayoría intentamos dar lo mejor de nosotros mismos, hay personas con una fortaleza especial, con una férrea determinación a seguir adelante en circunstancias en las que los demás ya no podrían.
2. Cada familia es un mundo, dice el saber popular. Por un lado, desconocemos la situación económica de cada familia y es evidente que la carrera profesional de una madre se ve afectada por la posibilidad de contar con ayuda para las tareas del hogar o el cuidado de los niños. Más allá de lo económico, la familia no es una comunidad aislada, sino que vive en relación con otros, con amigos y con familia extensa que también pueden afectar -y mucho- la vida y la carrera de una mujer. Barrett ha reconocido en numerosas ocasiones que la ayuda de amigos, de «valientes cuidadores» y de una tía de su marido que ha convivido con ellos por dieciséis años han sido un factor determinante para posibilitar su desarrollo profesional.
3. La unión hace la fuerza. Cuando nos preguntamos cómo es posible compaginar una carrera y una familia como las de Barrett, olvidamos con frecuencia a su otra mitad, Jesse Barrett, con quien lleva casada más de 20 años. Una vez más, cada matrimonio es único y, como tal, es única también su capacidad para la crianza de los hijos y para la ayuda mutua. Y esta capacidad viene determinada por las complejísimas circunstancias de la vida de cada uno: por los ejemplos que hayan visto en su infancia, por la formación y las creencias que tengan, por el propio temperamento que nos viene dado y por todo aquello que no podemos controlar. Las palabras que Amy Barrett dedicó a su marido en el discurso de aceptación de la candidatura reflejan el tierno y sencillo secreto final: en el matrimonio, los hijos, el trabajo, el éxito, el fracaso y todo lo que surge en el camino es de dos.
Si no todas las circunstancias económicas y sociales de las familias son equiparables, tampoco lo son todos los matrimonios y sus dinámicas. Así explicaba ella la suya: «Al comienzo de nuestro matrimonio, imaginé que manejaríamos nuestra casa como socios. Al final, resultó que Jesse hace mucho más que su parte del trabajo. Para mi disgusto, me enteré recientemente en la cena que mis hijos lo consideran el mejor cocinero. Durante 21 años, Jesse me ha preguntado todas las mañanas qué puede hacer por mí ese día. Y aunque casi siempre digo, 'Nada', él todavía encuentra formas de quitarme tareas de encima. Y eso no es porque tenga mucho tiempo libre. Tiene una práctica legal muy ocupada. Es porque es un esposo extraordinario y generoso y soy muy afortunada por ello».
Ese es el secreto final y, en el fondo, el único mérito relevante y al que más debemos aspirar: ser generosos con lo que se nos ha dado y con aquellos que nos rodean, darnos enteramente a los demás y, para los casados especialmente, a ese otro a quien prometimos entregarnos todos los días de nuestra vida. El éxito, la fama o el dinero, podrán venir o no, pero, en el fondo, no importa. Las madres trabajadoras, que muchas veces nos agobiamos porque no podemos «competir como los hombres», hemos de recordar que la plenitud de la vida se da por la entrega amorosa a los demás.
Barrett misma dijo hace unas semanas que «nuestros hijos son los que hacen plena nuestra vida. Aunque soy juez, principalmente soy conocida por ser madre, conductora y planificadora de cumpleaños. Nuestros hijos son mi mayor alegría». Y, por mucho que sorprenda a la aristocracia feminista, creo que este es el sentir compartido de la mayoría de las madres trabajadoras y que, por priorizarlo, muchas veces las mujeres deciden no llegar más lejos en lo profesional.
Sí, Amy Coney Barrett es de verdad, existe, pero no es necesariamente el modelo al que debemos aspirar. No es la prueba de que «querer es poder» ni de que «se puede tener todo». Es una mujer extraordinaria y su mérito es indiscutible, pero no todas podemos ni debemos ser como ella. Y no pasa nada. En el fondo, todas las madres acaban teniendo la experiencia de la falsedad del insistente discurso feminista de que la mujer sólo se realiza fuera del hogar. «Nuestros hijos son nuestra mayor alegría», ese es el secreto que el mundo no quiere que reconozcamos y es allí y no en todo lo demás, donde ha de estar el corazón.
Teresa Pueyo-Toquero