He aquí otro interrogante; uno más de los que nos plantea la cultura contemporánea en su contraste con la fe cristiana y la recta razón. Tratemos de responder.
El texto hebreo de la Biblia comienza con la palabra Bereshit: «En el principio». Se describe en esa primera página cómo creó Dios todas las cosas; la enumeración incluye este dato: el Hacedor advierte que cada criatura ostenta el atributo de la bondad. Dios es bueno, y por tanto el ser creado es también bueno. Siete veces aparece esta observación: respecto de la luz, la separación de lo seco y el agua (la tierra y el mar), el brotar de la hierba y los árboles, la factura de los astros (sol y luna que distinguen días y noches), los primeros vivientes que llenan las aguas y los volátiles que surcan el aire, el ganado, los reptiles y las fieras. En los versículos 4, 10, 12, 18, 21 y 25 de ese primer capítulo del Génesis figura esta mención: lo que Dios hace y luego contempla es tôb, bueno; se podría traducir también bello, o afirmar que la bondad del ser en cuanto tal incluye una dimensión estética. Lo hizo notar el traductor griego: en la versión llamada de «los Setenta», tôb se vierte en kalón, bello, aquello cuya contemplación agrada. Al versículo 27 habría que subrayarlo hoy día, especialmente, porque contiene el hecho de la creación del ser humano, haadam, que es doble: zajar, varón (ársen, en griego), y nequebá (thély), mujer. Los dos un solo ícono -imagen y semejanza- de Dios. La mirada total sobre la creación, coronada por la criatura humana, merece un elogio superlativo: el todo era muy bueno, tob meod (en griego, kalá lían). Allí, en el versículo 31 de ese primer capítulo, está la séptima mención de la bondad y belleza total de lo creado.
La complacencia divina en la naturaleza creada encuentra una expresión conmovedora en el otro relato de la creación, que ocupa el capítulo 2 del libro del Génesis y es más antiguo que el anterior en su redacción; ambos se complementan, más allá de la diferencia de estilo y de contexto cultural. En este relato, llamado yavista, el ser humano, Adam, formado de la adamá, polvo del suelo, se desdobla en ish (varón) e ishshá (varona): «¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Se llamará varona, porque ha sido sacada del varón» (Gén 2, 23). Así exclama él cuando recibe a ella, formada por el Creador de su sueño y su costado. Nuestras Biblias traducen Mujer y Hombre, con los Setenta: gyné y anér (anér es en realidad hombre varón). En el Cantar de los Cantares, ese libro que es una perla exquisita de la Sagrada Escritura, se encuentra esta bellísima expresión, eco de las palabras del Génesis ya citadas: «Mi amado es mío y yo soy suya» (o de él; en hebreo la mutua posesión se expresa: dodî lî wa' anî lô, y en griego: adelphidós mou emói, kagō autō, Cant. 2, 16). En esta frase se indica la igualdad de los sexos y también su inconfundible distinción y la reciprocidad estructural y vital entre varón y mujer.
Aquellas primeras páginas de la Revelación divina, con sus géneros literarios diversos y las categorías culturales que asumen, además de su valor teológico y espiritual, poseen un valor científico indiscutible para fundar una recta antropología. La cuestión antropológica constituye actualmente una preocupación pastoral mayor para la Iglesia; lo han planteado y resuelto repetidas veces Juan Pablo II y Benedicto XVI.
Nuestro siglo, que ya ha avanzado dos décadas, ha heredado y agravado el despiste y la confusión del precedente. El hombre se inquieta por los problemas ecológicos y por las desigualdades sociales -y la Iglesia lo acompaña en esa inquietud- pero no se conoce a sí mismo, no sabe qué es, quién es, para qué se encuentra en el mundo, y cuál es su futuro y destino; tampoco advierte que esa ignorancia, o incluso el repudio de la auténtica respuesta, es la causa principal de la ruina del óikos, de la casa común, y del desequilibrio de la sociedad. La cuestión ética es, sin duda, fundamental. Sin embargo, lo más grave en diversas corrientes del pensamiento contemporáneo que impregnan la cultura vivida y determinan la sanción de leyes aberrantes, es la negación del concepto metafísico de naturaleza, y más concretamente de la realidad de la naturaleza humana. Se evapora así una antropología racional, una concepción del hombre según el sentido común; que ahora resulta «el menos común de los sentidos».
La naturaleza, señalaba Tomás de Aquino, es la esencia de la especie humana. A partir de la generación, la naturaleza humana en cada persona es el principio intrínseco que la constituye, el cuerpo y el alma que distinguen al sujeto masculino del femenino. Esta afirmación de tenor filosófico es corroborada luminosamente por certezas científicas establecidas actualmente: todas las células del cuerpo femenino son femeninas, y todas las del cuerpo masculino son masculinas; la distinción varón - mujer se verifica ya en el embrión. Contra las fantasías pseudoplatónicas de algunos partidarios de la ideología de género, se puede decir sencillamente que las almas no caen en cuerpos equivocados. El alma es creada e infundida por Dios en el instante mismo de la generación; desde entonces el varón es varón y la mujer es mujer, en cuerpo y alma. Los debates contemporáneos sobre la identidad de la condición humana han de tomar en cuenta tales verdades unidas a los datos que aportan las ciencias empíricas y la psicología.
Existe una continuidad insoslayable entre física, metafísica y ética; lo que está en juego es el sentido de la verdad. Cito a este propósito expresiones de Benedicto XVI: No es una metafísica superada de la Iglesia si ella habla de la naturaleza del ser humano como varón y mujer, y si reclama que este orden sea respetado.Lo que a menudo se expresa y se entiende con el término 'género' se resuelve en definitiva en la autoemancipación del hombre de la creación y del Creador. El hombre quiere hacerse por sí solo y disponer exclusivamente por sí solo de aquello que le respecta. Pero de este modo vive contra la verdad. La naturaleza de los seres, que siempre es algo dado, se refiere a Dios Creador, ya que ella es la ratio del arte divino intrínseca a las cosas mismas; por ella cada una de las creaturas busca la consecución de su fin, se mueve hacia él. De esta afirmación se sigue que el arte -llamemos así a lo hecho por el autor humano- imita a la naturaleza, ha de inspirarse en ella y continuarla. La autoconstrucción del hombre en contradicción con su naturaleza es una perversión. El predominio del constructivismo en la cultura contemporánea resulta entonces una manifestación de ateísmo, un drama dialéctico de pretendida competencia con el Creador. La violación de la phýsis engendra monstruos: ni verdad, ni bien, ni belleza, que son los signos de identidad del arte divino.
Lo que se inculca ideológicamente en muchos ámbitos académicos se convierte en conducta a través de una red poderosa de comunicación. El irracionalismo, el subjetivismo y una autorreferencialidad exasperada impiden reconocer que la naturaleza misma del ser humano requiere comportamientos morales universales que la expresan, y señalan cómo el hombre puede y debe insertarse en un orden cósmico y metafísico que lo supera y que otorga sentido a su vida.
Quienes no reconocen la realidad de la naturaleza humana como varón y mujer, iguales en dignidad y derechos, distintos y complementarios en su concreta verdad biológica, psicológica y espiritual, en suma: como persona varón y persona mujer, pretenden justificar su negación en experiencias subjetivas minoritarias, y rechazan la existencia de un orden objetivo que rige los comportamientos. Podemos afirmar que se trata de una posición inédita, ya que como se lee en el documento de la Comisión Teológica Internacional, publicado en 2008, la idea de una ley moral natural asume numerosos elementos comunes a las grandes sabidurías religiosas y filosóficas de la humanidad (n. 11). Esta idea, este lógos se basa en la racionalidad de la creación, que puede ser percibida por la razón natural, tal como lo aceptaron los enciclopedistas anticatólicos del siglo XVIII; aparece claramente en sus textos, aun cuando la concepción iluminista de la razón excluya la fe.
La negación de la realidad de la naturaleza humana conlleva la negación de un orden natural y de una ley natural. Si el mundo tiene sentido, si no se reduce a un disparatado rejunte de cosas de las que no se sabe bien dónde vayan a parar, es porque está ordenado y presidido por una ratio, por un lógos trascendente. Kósmos significa, precisamente, buen orden, conveniencia. Es el nombre que atribuían al mundo los pitagóricos, los poetas filósofos como Empédocles y Parménides; los estoicos lo referían al alma del mundo. Para la fe cristiana, la providencia divina conoce cuanto existe, lo ama y lo rige al modo de una ley, es una ley eterna, regla y mensura del obrar humano, que ha de medirse por ella. Lo que se llama ley natural es el reflejo o proyección de ese orden divino del kósmos impreso en la naturaleza racional del ser humano, que lo orienta hacia sus fines propios. Santo Tomás explica que la luz de la razón natural por la que discernimos qué es el bien y qué el mal es un sello de la luz divina en nosotros, una participación, marca o señal (impressio, Suma Teológica, I-II q. 91 a. 2).
La ley natural -lo subraya el Doctor Angélico- no se limita a indicar que hay que hacer el bien y evitar el mal, sino que señala los bienes humanos a los cuales de suyo la naturaleza inclina a los hombres, y los prescribe mediante los mandamientos para evitar que sean olvidados o queden oscurecidos por la confusión. Un buen dato para los católicos actuales, obispos incluídos. Algunas circunstancias inducen a pensar que no habría que insistir en recordar los mandamientos, y que no hay que hablar de algunos de ellos, por ejemplo, del sexto.
La obsesión eclesiástica por remediar los problemas sociales (los que tienen remedio, y los que no lo tienen) lleva a olvidar que el amor, del cual sí, como de la justicia, se perora abundantemente, implica la pureza de corazón, la castidad, tanto en la soltería, el noviazgo, cuanto en la vida conyugal. El cumplimiento del Sexto también se refiere al Bien Común. Esta postura que consiste en relativizar los mandamientos se apoya en la abusiva distinción, de inspiración kantiana, trascendental - categorial, y en la preterición de lo segundo; Jesús retomó los preceptos de la Torá hebrea, los profundizó y los hizo más exigentes en el Sermón de la Montaña.
La ley natural vale para todos los hombres, los anoticia acerca del auténtico bien que corresponde a su naturaleza, aunque la educación errada, las inclinaciones pasionales y las costumbres perversas, llevan a que las conclusiones de aquellos principios generales -por ejemplo, el arco completo de las prescripciones del Decálogo- resulten ofuscadas en algunos y puedan incluso faltar en una minoría, ut in paucioribus, dice Tomás (I-II q. 94 a.4). Esto escribía el Doctor Angélico en una época en la que a nadie se le ocurriría afirmar que no existe una naturaleza humana. En sí misma la ley natural no cambia, aunque el conocimiento de sus preceptos y el cumplimiento de los mismos estén sometidos a las fragilidades y caprichos humanos; en cuanto a ellos, los preceptos, la ley natural puede borrarse del corazón de los hombres. Entre los ejemplos, Santo Tomás se refiere a algunos datos históricos y señala los vicios contra naturam siguiendo a San Pablo en Rom 1, 24 ss. El Apóstol habla de insensatez o pérdida de la inteligencia (asýnetos) que llevó a los paganos de entonces a entregarse a pasiones ignominiosas (páthē atimías ). Actualmente puede notarse lo mismo en los alegres protagonistas de vídeos de propaganda gay. Lo terrible de nuestra época es que tales aberraciones no sólo no son consideradas vicios, sino proclamadas como derechos y tuteladas por leyes inicuas.
La encíclica Veritatis splendor, de Juan Pablo II, se remite a San Agustín (Contra mendacium VII, 18), y a Santo Tomás (Quaestiones Quodlibetales IX 9. 7 a. 2) para exponer la doctrina del objeto como fuente de moralidad en cuanto determinación racional del obrar humano en función de los conceptos de naturaleza y de ley natural; por consiguiente, sentencia: las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente malo por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección (V.S, 81). Entre paréntesis: llama poderosamente la atención que el Papa Francisco en la Exhortación Apostólica Postsinodal Amoris laetitia no cite nunca la encíclica de su santo predecesor; hubiera iluminado, sobre todo, el capítulo VIII, nota 351, que ha dado origen a posiciones contrastantes y dudas que todavía no han sido aclaradas.
Insisto: la cuestión no es sólo ética, sino primordialmente metafísica. Sartre tenía razón: si Dios no existe (si no existiera, tenemos que corregir) todo está (estaría) permitido; en efecto, sería imposible distinguir el bien del mal.
Retomo las referencias de las primeras páginas de la Biblia. La propaganda mediática inspirada en el constructivismo ha impuesto un nuevo significado del término género, que por otra parte fue ya asumido por diversas legislaciones: el género ya no coincide con el sexo, más aún frecuentemente lo reemplaza.
La definición originaria de esa palabra género se encuentra en los diccionarios clásicos de distintas lenguas: se trata de una categoría gramatical que se extiende al orden conceptual. Pero, comenzando en el mundo anglosajón, el término se ha deslizado para designar el conjunto de elementos culturales que diversas épocas y sociedades han atribuído y atribuyen a mujeres y varones. Se ha señalado como autor de la teoría del género a John Money (1921 - 2006), quien sostuvo que ser varón o mujer no resulta de la genética, en la que se realiza o se cumple la ley natural, sino que depende de la educación y del ambiente en el cual los niños crecen. A sus estudios se suman los de Robert Stoller (1924 - 1991), que igualmente opuso biología y cultura. Desde el comienzo se intentó dotar de apoyo médico o psicoanalítico a la fórmula «identidad de género»: el género no coincidiría con el sexo. La teoría asume cada vez más características ideológicas y políticas, y se enuncia sintéticamente así: no existen diferencias biológicas entre mujeres y varones; la femineidad y la masculinidad son construcciones culturales inducidas. Cada persona elige lo que quiere ser. Detrás de la invasión de esta dialéctica están las concepciones neomarxistas de Gramsci y Marcuse, que han inspirado a la «nueva izquierda». Es paradojal en esta teoría el desprecio del cuerpo, la desestima de la naturaleza corpórea de la persona humana, que puede modificarse a voluntad según la opción, en una época en que, contradictoriamente, al cuerpo se le rinde culto por los medios más sofisticados; en algunos ambientes se habla de worship, adoración.
Los jóvenes, y entre ellos los alumnos de los colegios católicos están inermes ante la machacona penetración de esas ideas. El reciente magisterio eclesial y la predicación no aportan nada sobre estos temas fundamentales: sus prioridades han tomado otros rumbos
+ Héctor Aguer, Arzobispo emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico Corespondiente de la Academia de Artes y Ciencias de San Isidro. Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino.