Uno de los grandes problemas de nuestra Sociedad actual es: ¿Existe una Verdad Objetiva, sí o no? Ante esta pregunta hay una doble respuesta. Mientras unos pensamos que por supuesto hay una Verdad Objetiva, que el Bien y el Mal son claramente diferentes, que existen una serie de valores eternos e inmutables, los otros, por el contrario, defienden que no hay verdades objetivas, que todo es opinable y depende del punto de vista desde el que se mire, en pocas palabras, que no hay valores objetivos e inamovibles.
Estamos ante un enfrentamiento entre dos modelos sociales contrapuestos: el modelo basado en la defensa de una serie de principios y valores morales, que son los que hacen posible la convivencia y el modelo basado en la cultura del relativismo, asentado en esa doctrina conforme a la cual la sociedad debe construirse a partir de una exaltación de la libertad. Dos frases expresan perfectamente donde está la diferencia; mientras Jesucristo nos dice «la verdad os hará libres» (Jn 8,32), el Relativismo afirma «la libertad os hará verdaderos».
El Relativismo se apoya en la afirmación fundamental que la libertad humana no tiene absolutamente ningún límite. Para ella la única exigencia moral es el desarrollo de la libertad. La libertad con que yo me realizo es el único criterio de mis actos. Las normas de la vida moral no pueden provenir ni de Dios, que no existe, ni de una pretendida naturaleza humana, ya que el hombre no es una naturaleza, sino una libertad, es decir una indeterminación que tiene que determinarse mediante una toma de postura libre. Según esta tendencia, cada uno encuentra por sí mismo las normas de su acción.
Una postura semejante la toman aquéllos para quienes el criterio ético supremo vendría ofrecido por la satisfacción de los instintos. Lo que no hace mucho se llamaba Verdad o Mentira no tiene importancia y uno puede decir lo que le dé la gana, como la Declaración del Gobierno que la lucha contra la pandemia la dirige un Comité de Expertos que ni siquiera existe, sin que se les caiga la cara de vergüenza por la clara falsedad de lo que dicen La ética de la postmodernidad parece primar el placer como máximo valor y prescindir de la racionalidad necesaria en la selección de las respuestas humanas, siendo la postmodernidad no sólo una reflexión teórica sobre el mundo y su historia, sino también una actitud ética.
Es decir detrás de toda decisión humana no hay ninguna finalidad ni existe ningún orden consistente que le ilumine en su camino, pues al eliminar el concepto de naturaleza se derrumba toda moral con pretensión universal y por tanto también la moral sexual, social, económica y política. En cuanto a la idea de Dios, ésta constituye un obstáculo para el libre desarrollo humano. Con ello somos llevados al subjetivismo e incluso al solipsismo absoluto en materia de valores.
En esta tendencia la conciencia individual tiene las prerrogativas de instancia suprema del juicio moral, decidiendo categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal, y desapareciendo la necesaria exigencia de verdad. Queda abandonada la idea de una verdad universal que la razón humana puede conocer y se concede a la conciencia individual el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y de actuar en consecuencia. En cambio San Pablo nos dice; «La conciencia, es verdad, no me remuerde; pero tampoco por eso quedo absuelto: mi juez es el Señor» (1 Cor 4,4).
En cuanto al secularismo prescinde de Dios para explicar las realidades humanas. El mundo se hace «adulto», proclamando su independencia ante la religión, dando importancia exclusivamente a este mundo y volviendo la espalda a la Transcendencia. Exalta por tanto las posibilidades de la razón sobre la fe y de la ciencia sobre la revelación. San Juan Pablo II, especialmente en su Encíclica «Veritatis Splendor» insiste en el rechazo de las corrientes relativistas, es decir esas «tendencias que, aun en su diversidad, coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad» y es que «la libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: »conoceréis la verdad y la verdad os hará libres«(Jn 8,32)»(VS 34). La Moral Católica es una moral que debe tener en cuenta no sólo la ley objetiva, sino también nuestra situación concreta, teniendo en cuenta además que nuestra propia conciencia si quiere ser fiel a lo que Dios espera de ella ha de preguntarse: ¿qué es lo que Dios quiere de mí en este momento y en mi vida entera?
Para dar la respuesta adecuada a esta pregunta nos conviene recordar: a) el hombre no es para la Ley, sino que es la ley la que está al servicio del hombre y del desarrollo de su personalidad; b) la vida cristiana rebasa el estricto cumplimiento de un código de prescripciones, ya que es relación vivencial e interpersonal entre Dios y los hombres; c) los preceptos absolutos dejan un amplio margen para la decisión personal y para el despliegue de los valores en la realización de la vocación personal de cada ser humano; d) la fe cristiana en la resurrección nos ayuda a apreciar rectamente la relación de proporción entre los medios y el fin. La resurrección nos recuerda que si la vida en este mundo es muy importante, no es sin embargo todo. El cristiano no debe obrar como si en vez de la presencia salvadora de Dios, fuese la nada la que le espera más allá de la muerte; en ese caso cualquier medio sería bueno para retrasar la disolución en la nada, pero la esperanza en Jesús vivo y resucitado nos ayuda a una correcta relativización del valor de esta vida.
Pedro Trevijano