Estamos en una etapa en la que tratamos de recuperar el tiempo perdido inevitablemente por causa de esta circunstancia pandémica. Una de las cuestiones pendientes es la educación y su ley gubernamental, que miramos con enorme preocupación por los modos, censuras e imposiciones que apuntan sus peores maneras. Educar es un riesgo, pero algo hermoso, tal vez lo más bello que hay en la responsabilidad de unos padres, de unos maestros, de unos sacerdotes y religiosos. Educar no es domesticar, sino acompañar con respeto en el descubrimiento de la vida en todos sus factores y saberes, sugiriendo cuestiones, señalando caminos y aprendiendo de los verdaderos educadores que han sembrado semillas de bien, de belleza y de verdad, en el corazón y en la inteligencia de los que se les ha confiado por motivos familiares, escolares o religiosos.
La educación verdadera no tiene prejuicios ni pretensiones, sino el deseo humilde de transmitir respetuosamente lo que ha sido importante en la propia vida de unos padres, unos maestros, unos religiosos y sacerdotes. Esto es lo que llamamos tradición cultural que, si es verdadera, no será nunca ideológica. No sucede así con las pretensiones de quienes, desde la política más partidista, quiebran esta libertad en aras del control de las futuras generaciones viendo en ellas una herramienta torticera de perpetuación o de arrebatamiento de una prole tierna en sus convicciones, vulnerable en sus principios, y manipulable en sus sentimientos. Esto explica cómo ha habido y sigue habiendo esta intencionalidad de hacerse con el control más usurpador, la maniobra más despótica, de quienes ven en la educación un instrumento de poder cercenando la libertad sacrosanta de los padres y hasta de los mismos niños y jóvenes en cuestión.
Dentro de la educación cristiana que a través de los cauces docentes ofrecemos a nuestros niños y jóvenes, no sólo están los contenidos que abarcan las ciencias, las artes o las letras, sino que hay también una perspectiva que podemos llamar moral, que consiste en un modo concreto de mirar las cosas, de tener un juicio de lo que hay, de lo que falta, de lo que sobra; de cuanto nos fundamenta o lo que nos destruye, lo que nos separa con insidia o lo que complementariamente nos une. Este es el balcón al que nos queremos asomar desde una perspectiva cristiana. Y quien puede y debe decidir este horizonte no es el Estado, sino quienes, amparados en el derecho natural y el que emana de nuestra Constitución Española, tutelan la educación integral de nuestros hijos y nuestros jóvenes.
Porque junto a los temas científicos, artísticos o literarios, aparecen también los horizontes morales que hemos ido aprendiendo y construyendo desde el Evangelio y desde dos mil años de cristianismo a través de tantos ambientes sociológicos, políticos y culturales. Quizás no siempre ha habido coherencia entre lo que sabemos y reconocemos como verdadero y hermoso, y lo que luego nuestra vida llevaba adelante en el trasiego cotidiano. Pero, incluso, hemos aprendido también de los errores, además de custodiar con gratitud lo que de cierto y virtuoso ha adornado nuestro modo de ver las cosas importantes como son las grandes preguntas de la existencia al cuestionarnos sobre la vida y la muerte, el amor y sus sucedáneos, la mentira y sus trampas, la paz y sus traiciones, la justicia y tantos otros valores de nuestra ética cristiana.
Cuando se nos pretende arrebatar esta alta responsabilidad en aras de un estatalismo doctrinario, cuyos referentes son conocidos en países que con enorme sufrimiento y descalabro entre las dictaduras más invasoras, más excluyentes, más lesivas contra la dignidad de la persona y su legítima libertad de conciencia, religiosa y cultural, es justo que alcemos nuestra voz para reivindicar una ley de educación que no sea liberticida, sino respetuosa con los primeros depositarios de la tutela y responsabilidad educativa como son los padres de nuestros niños y jóvenes. No el ministerio de turno, ni los calendarios políticos de los mandamases, sino el bien integral que acompaña a quienes han sido instrumentos de Dios para llamar a la vida a unos pequeños que no quieren dejar su devenir y futuro en manos de cualquiera.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm, Arzobispo de Oviedo