Poco a poco, se restablece la vuelta al hogar donde encontramos la luz que disipa nuestras penumbras y el horizonte que dilata la frontera del desánimo. Volver a la iglesia está significando para tantos creyentes saber que Dios no sólo está «entre los pucheros», como decía nuestra santa de Ávila, Santa Teresa, en medio de todos los vaivenes y encrucijadas que determinan nuestros pasos. Él está en ese espacio sagrado que es su casa entre nosotros, la de un Dios vecino que ha querido ser uno más sin ser uno cualquiera.
La historia de la humanidad representa el viaje de vuelta desde que salimos de aquella casa con forma de jardín, en el edén de la primera mañana. Aquella belleza y bondad, quedaron trucadas y truncadas por un pecado de origen cuando el hombre porfió al mismo Dios queriendo ser como Él, como colega que mercadea, en vez de hijo que agradece. Ante la belleza manchada y la bondad envilecida, Dios no se fue a otra galaxia para probar mejor suerte con otras criaturas debidas a sus manos creadoras, sino que se quedó con nosotros reconstruyendo nuestra historia.
Siglos y siglos de compañía, haciéndonos ver el sueño del inicio que se cambió en fatal pesadilla, rehaciendo lo que torpemente se había desbaratado con aquella triple ruptura de la que nos habla el libro del Génesis: Dios dejó de ser el amigo que cada tarde venía a hablar con el hombre y la mujer a la hora de la brisa, y hubo que esconderse de Él y taparse las vergüenzas cuando se perdió el pudor de la inocencia. Pero no sólo se rompió la relación con Dios, sino con el prójimo más próximo que se dio para salir de la nociva soledad solitaria: Adán y Eva dejaron de ser complementarios y empezaron a ser rivales alcahuetes de la mentira y del engaño. La tercera ruptura correspondió a la misma vida como tal, esa que el texto bíblico dibuja en términos de sudor en la frente del varón trabajador y en términos de dolor de la mujer en el parto de la vida. Tres rupturas que ponen fatiga e incertidumbre en la historia que a partir de ese momento se inaugura.
Dios no quiso abandonar a su criatura más querida y mejor creada: sólo ella se parecía a Él siendo su más cabal semejanza. Entonces comenzó una historia de regreso, una vuelta al hogar entrañable de una casa encendida. Así denominaba nuestro poeta Luis Rosales ese espacio particularmente querido y ensoñado: la casa encendida. Sí, encendida por una lumbre que acoge con la calidez de unas brasas para entrar en calor tras tantas intemperies; y encendida por una luz que alumbra sin deslumbrar nuestras andanzas de aquí para allá, yendo a ciegas y a oscuras.
Las iglesias que en estos días reabrimos, son ese espacio para la esperanza, esa casa encendida con su lumbre y su luz que más nos corresponden. Tal vez lo teníamos ahí sin valorar lo mucho que significaban, cuando sus campanarios se levantan en medio de nuestros pueblos y nuestros barrios. Cuando sus capillas nos adentran en el misterio de una Presencia dulce y discreta como un Sagrario. Cuando las imágenes de María y de nuestros Santos, nos recuerdan que hay una compañía que sostiene nuestros pasos, caminen por donde caminen, para ayudarnos a devolvernos de los caminos errados.
¡Cómo agradecemos volver a nuestras parroquias, y recuperar despacio el espacio que llena de lumbre y luz las penumbras que han sembrado de dolor nuestros días imponiéndonos la negrura de nuestra vulnerabilidad más desarmada! No somos dioses, por más que tantas veces nos lo hemos creído. Ha bastado una pandemia de este calibre, para recordarnos el barro del que fuimos hechos. Polvo seremos, más polvo enamorado, como decía nuestro agudo Quevedo. Con el equipaje más ligero hemos vuelto a la casa.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo