Siempre me ha llamado la atención el titulo litúrgico de este domingo. Por un lado, aclamaciones, vivas, aplausos a Jesús que viene como rey a salvarnos. Y por otra, comienzo de la pasión, que conduce a la muerte, para celebrar con gozo desbordante la resurrección el próximo domingo, día de la Pascua anual, día del Señor por excelencia. Pues, entremos de lleno en este domingo de ramos.
Este año no tenemos ni borriquita, ni palmas, ni ramos, ni bulla de niños en torno a Jesús. Pero es ocasión propicia para proclamar a Jesucristo como rey de nuestros corazones. ¿Quién manda en tu corazón, en tu vida? En este domingo renovamos el deseo de que sea Cristo quien manda, y queremos ponernos a sus órdenes en todo. Ahora bien, si Jesucristo es tu rey, entra de lleno esta semana en el misterio de la redención que él ha llevado a cabo para toda la humanidad. Escucha con atención la pasión que hoy se proclama en el evangelio, y medítala pausadamente en algún momento de tu oración personal.
Cuántas lecciones nos da Dios en estos momentos de confinamiento: la convivencia familiar, el servicio de unos a otros, el testimonio heroico de quienes trabajan en primera línea del campo de batalla, la solidaridad de todos quedándonos en casa para derrotar el virus, la preciosa lección de tantas personas que parten de este mundo en la paz de Dios. Nunca nos habíamos imaginado que seríamos capaces de tanto. Y es que en las situaciones límite, sale lo mejor de nosotros mismos.
Creo que junto a todo eso, se da la experiencia de que Dios está cercano, que nos asiste con su gracia, que nos ha dado a su madre como madre nuestra, María Santísima. Que nos hace palpar la experiencia de Iglesia en su modalidad doméstica y sus abundantes testimonios de caridad activa. Este confinamiento es ocasión para la oración personal y en familia. Vemos que salen a la luz la generosidad y la caridad ampliadas.
Me llegan testimonios de sacerdotes que inventan formas diferentes con tal de estar cerca de sus fieles de múltiples maneras y alentarlos en esta situación, algunos poniendo en riesgo su vida por atender sacramentalmente al pueblo de Dios, con enfermos, con ancianos, con pobres. Hay párrocos que suministran la Santa Comunión a sus fieles por medio del padre o madre de familia cuando sale a la compra, pasa por la parroquia y lo lleva respetuosamente para todos los de casa. No podemos vivir sin víveres para el cuerpo, no podemos vivir sin Eucaristía para el alma, además de la comunión espiritual.
Nos llegan testimonios de religiosas que se juegan la vida en la atención a los ancianos, y lo hacen por Dios, afrontando incluso campañas mediáticas de desprestigio (bien orquestadas), cuando lo están dando todo por los ancianos sin ninguna nómina durante toda su vida, a coste cero para la sociedad. Y un sinfín de iniciativas de jóvenes y adultos para estar cerca de los más necesitados.
Cuando salgamos de esta, reconoceremos que Dios ha estado muy a nuestro lado y que la caridad cristiana no es «opio del pueblo», sino la expansión del amor que brota continuo del Corazón de Cristo. Sigamos así, porque los momentos de prueba aquilatan la verdadera virtud.
En la pasión según san Mateo que escuchamos en este domingo de ramos, Jesús vive la oración del huerto en la angustia terrible y nos invita a orar, conoce la traición de Judas, la conspiración que acaba con su vida, el olvido incluso de sus amigos, la sentencia injusta de condena a muerte y la ejecución en el suplicio de la cruz, donde expiró. Pero allí estaban aquellas buenas mujeres y algunos discípulos dándole una digna sepultura. Y sobre todo estaba su Padre-Dios sosteniendo aquella entrega por la salvación del mundo entero. Y allí estaba María, como nos refiere el evangelio de san Juan, cuando nos la dio como madre.
Reflexionando estos días, he caído en la cuenta de que los Santos Niños de Fátima Francisco y Jacinta murieron en la última pandemia de hace un siglo, en 1918. Hemos celebrado hace poco el centenario de su muerte. Pues aquella epidemia fue la ocasión de que consumaran su entrega al inmaculado Corazón de María, que en Cova de Iría les había mostrado su Corazón. Y mientras vivieron su enfermedad ofrecían sus pequeños sacrificios «por los pecadores», hasta que la Señor se los llevó al cielo. Un ejemplo precioso para todos nosotros, llamados a ofrecer lo de cada día para el perdón de los pecados, propios y ajenos. Y constatar que al final el Corazón inmaculado de María triunfará.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.