La información actualizada y en tiempo real que varios medios brindan acerca de la difusión del nuevo coronavirus Covid-19 aumenta la angustia de muchas personas en Asia, en Italia y en el mundo entero. Cuando se dio a conocer la epidemia en China y en Hong Kong, quedamos asombrados al ver la carrera para hacerse de mascarillas quirúrgicas, el acopio de alimentos no perecederos en los supermercados hasta vaciarlos y las expresiones de racismo hacia los chinos. Luego se repitieron las mismas cosas en el resto del mundo, a medida que el virus se difundía en las distintas latitudes. Jamás pensamos que asistiríamos en pleno siglo XXI a la representación de una sociedad mundial azotada por un flagelo tan evasivo como tenaz. Pensábamos que éstas eran cosas propias de los libros de historia, como la peste del siglo XIV o del XVII, el cólera de hace dos siglos o la peste asiática del siglo pasado.
Nosotros, que vivimos en un mundo en el que la ciencia y la tecnología garantizan nuestro bienestar y ofrecen la solución para cada pequeño dolor, nos hemos dado cuenta de que no somos omnipotentes y que la imaginación de la naturaleza supera continuamente nuestra capacidad de control. Mientras que varios laboratorios - impulsados por el deseo de sacar provecho de la enfermedad - prometen que en unas pocas semanas habrá la medicina que erradique el mal, los estudiosos más serios admiten que tomará quizás un año antes de encontrar una vacuna. Mientras tanto, en este período de tiempo todavía habrá muertes, todavía infectados, todavía temores.
La forma descompuesta y a menudo violenta en que la gente reacciona a la ansiedad es un claro resultado del descubrimiento de nuestra impotencia y el miedo a la muerte. Para calmarnos necesitaríamos a alguien más poderoso que el virus, más capaz que los médicos, más capaz de garantizar nuestras vidas. Se necesitaría a Dios.
Pero es precisamente este Dios, la referencia a un garante absoluto del sentido de la espera y la enfermedad, parece tan lejano como lo es en nuestro mundo contemporáneo. Junto con Dios, la fuente de la vida, estaríamos más seguros al cruzar la muerte, más valientes al permanecer cerca de los que sufren, más diligentes y humildes en la búsqueda de la famosa vacuna.
¿Esta epidemia y este coronavirus tienen algo que ver con Dios? Como en épocas pasadas, aquí y allá surgen predicadores apocalípticos, para quienes la epidemia es ahora el último capítulo del fin del mundo, la última estratagema en manos de un Dios vengador contra el inteligente, pero soberbio hombre.
Para muchos, entonces, la única salvación es huir: lejos de la sociedad, en algún refugio atómico, en alguna montaña, como si uno pudiera salvarse y vivir solo, mientras el mundo es devastado.
Para muchos cristianos de Asia no es cuestión de huir: han encontrado a Dios en el coronavirus. Hay gente en Hong Kong que, en lugar de preocuparse por encontrar mascarillas para sí mismos, se preocupan por comprarlas y distribuirlas a los ancianos de su vecindario, que no pueden moverse. Incluso los largos períodos de aislamiento en casa se han convertido en una oportunidad para el silencio y la oración, redescubriendo esa humildad cerca de Dios que el frenesí de la omnipotencia casi había borrado.
Incluso en China, donde el gobierno había decretado el cierre indefinido de las iglesias, los fieles fueron ingeniosos para hacer memoria del Señor y transformar sus salas de estar en casas de oración con la Biblia en exhibición, flores, un crucifijo. Y aunque el poder prohíbe las actividades religiosas en lugares no registrados - como las casas privadas - las familias se reúnen, junto con sus hijos, para pedir misericordia para ellos y para el país. Y lo hacen junto con sus hijos, a quienes el gobierno en tiempos normales prohíbe asistir a misa.
Las potencias políticas del mundo, desde China hasta Italia, están tratando de mostrarse adecuadas, seguras y capaces de derrotar la amenaza a su pueblo. Mantienen abiertas las fábricas y centros comerciales, pero no las iglesias, temiendo tener que confesar ante Dios y el pueblo su aproximación. Ellos ven a Dios como un enemigo (en China), o como un estorbo inútil (en Occidente). Y en cambio Él es el mejor aliado en estos tiempos amargos: crear solidaridad entre las personas, ahora que la crisis económica nos agobia; cuidar a los jóvenes y a los ancianos con dignidad; esperar una vida sin fin, ahora que nos damos cuenta de que no somos los amos.