San Ireneo escribe estas palabras a Florino cuando éste empieza a profesar ciertas herejías:
«Estas doctrinas, Florino, para decirlo suavemente, no corresponden a un sano sentir; estas doctrinas no están acordes con la Iglesia y precipitan a quienes las siguen en la más grande impiedad (…) estas doctrinas no te la transmitieron los ancianos, anteriores a nosotros, que convivieron con los Apóstoles (…) Y así puedo atestiguar delante de Dios que si algo de esto hubiera oído aquel bienaventurado y apostólico anciano, hubiera lanzado un grito y, tapándose los oídos y exclamando como lo tenía de costumbre. ‘¡Oh buen Dios, para qué tiempos me has guardado, que tenga que soportar estas cosas!’, se hubiera escapado aún del lugar en que, sentado o de pie, hubiera escuchado tales discursos.» (Citado por Daniel Ruiz Bueno. En Padres Apostólicos. Madrid, BAC, 1974, pp. 637-638)
La exclamación de San Policarpo de Esmirna podía ser la misma exclamación de muchos católicos en la actualidad. ¡Quién no experimenta esta ruptura doctrinal actual respecto de la que nos transmitía la Iglesia Católica hasta no hace mucho tiempo!
Y esta mala experiencia se renueva. Ello me sucedió cuando leí el Documento Instrumentum laboris de la Asamblea Especial para la Región Panamazónica del Sínodo de los Obispos (6-27 de octubre de 2019). La lectura del documento no se asemejaba para nada a un documento eclesial. El carácter eminentemente misionero de la Iglesia estaba totalmente ausente (Gaudium et spes, 17). En el referido documento se afirma que la cuestión de fondo de todo el diálogo de la Iglesia Católica con los habitantes de la Amazonía no es el anuncio de Jesucristo, de la Verdad revelada, sino la «preocupación por una sociedad justa, capaz de memoria y sin exclusión» (N° 37).
Uno, como fiel, se pregunta: ¿qué presupuestos se esconden detrás de la renuncia al explícito anuncio de la Jesucristo, de la Verdad revelada?, ¿qué principios interpretativos, situados al margen de toda la tradición de la Iglesia, están operando en esta adulteración de la fe católica?
A mi juicio, la crisis ha comenzado a partir del abandono de la metafísica griega y de la asunción de la hermenéutica filosófica para interpretar la fe católica. Esto, como enseguida mostraremos, ha conducido a la pérdida del conocimiento del ser y, con ello, a la imposibilidad de afirmación de verdades eternas universales. La Catolicidad de la Iglesia, asimismo como su anuncio misionero, serían las primeras víctimas.
Es preciso advertir que la filosofía hermenéutica, heredera del giro copernicano de Kant, niega que la inteligencia humana tenga una percepción directa del ser, de la naturaleza de las cosas (intus-legere). En lugar del conocer, pone al interpretar. El hombre es, en realidad, no un ser metafísico sino hermenéutico que interpreta aquellas huellas que ha dejado, él mismo, en su relación primera (no cognoscitiva, sino operativa) con las cosas a través de rituales, diversos símbolos, etc. El hombre metafísico, en cambio, busca conocer las razones últimas (la verdad del ser), esto es, lo universal y no lo particular.
Desde una visión hermenéutica, entonces, no existen verdades eternas, sino sólo concepciones puramente situadas, puramente históricas. De este modo, cada pueblo ha mantenido una determinada relación con Dios, un particular sentido de la vida, de la muerte, etc. Es preciso, entonces, emprender una elaboración interpretativa de cada concepción de mundo, siempre particular, para comprender la concepción de Dios, del mundo, de la vida, etc.
La religión cristiana no escapa a esta visión de la realidad. Ella también es una expresión de la relación que un determinado pueblo, (el pueblo judío primeramente, y luego el europeo) ha mantenido para con la divinidad. Esta expresión, ciertamente, no es la misma que la de los pueblos aborígenes de nuestro continente. De lo cual se desprenden tres negaciones: la negación de la posibilidad de toda revelación sobrenatural, la negación de la catolicidad de la Iglesia, y la negación de su misión evangelizadora universal. Evangelizar equivaldría un ejercicio de violencia pretendiendo importar teologías extrañas (Cfr. n° 94 del documento que estamos analizando), en lugar de abrazar la teología amazónica ya existente. Esta teología amazónica, y no la fe cristiana, debe ser enseñada en todas las comunidades del lugar. Para ello, «Se pide, por ejemplo, tener en cuenta los mitos, tradiciones, símbolos, saberes, ritos y celebraciones originarios que incluyen las dimensiones trascendentes, comunitarias y ecológicas» (N° 98).
En lugar de una visión metafísica de lo real, se asume una visión filosófica que concibe a lo real como puro devenir. De allí, entonces, que se conciba a la realidad a partir de la categoría de relación al margen de la categoría de sustancia. Se lee en el documento: «La ecología integral se basa en el reconocimiento de la relacionalidad como categoría humana fundamental». Si todo es relación, entonces nada posee un núcleo inteligible esencial y, en consecuencia, toda la realidad deviene esencialmente fluida y, como consecuencia de ello, resulta imposible al hombre alcanzar un punto de vista verdadero, eterno y universal. En su lugar, se yerguen categorías puramente históricas, expresiones, éstas, de una realidad esencialmente cambiante y, por eso, esencialmente relativa. De esta concepción del ser como pura relacionalidad se sigue, como lógica consecuencia, la negación de la idea misma de jerarquía entre las diversas culturas (Cfr. n° 18).
La afirmación de la relacionalidad de todo lo que es, conduce, por un lado, a la imposibilidad de afirmar la existencia de un Dios como Ipsum Esse subsistens, de un Ser que se basta a sí mismo para ser, dador de la existencia de todo lo creado y de la redención de los seres espirituales. ¿De qué Dios habla, entonces, el documento? La palabra Dios es citada 33 veces a lo largo de todo el documento. En cambio, la palabra vida, 133. Cabe preguntarse, entonces: el Dios del que habla el documento, ¿se identifica con la vida, esto es, con una relación autosubsistente integrada por el hombre, la naturaleza y la historia? Por otro lado, a una concepción antropológica que procede a subsumir a la persona humana dentro del contexto de relaciones socio-históricas (tesis VI de Marx sobre Feuerbach) estableciendo una relación constitutiva de la misma, no ya con Dios, sino con la sociedad. ¿Qué queda de la dignidad de la persona humana cuando su ser ha perdido toda relación constitutiva con una realidad eterna, situada allende la historia?
Si la Iglesia renuncia a la evangelización, ¿qué tarea le compete? El documento en cuestión se encarga de asignarle su nuevo rol: ser portavoz del sentido de Dios propio de cada pueblo. Afirma el texto: «Una Iglesia con rostro amazónico en sus pluriformes matices procura ser una Iglesia «en salida», que deja atrás una tradición colonial monocultural, clericalista e impositiva, que sabe discernir y asumir sin miedos las diversas expresiones culturales de los pueblos. Dicho rostro nos advierte del riesgo de «pronunciar una palabra única proponer una solución con valor universal». Ciertamente la realidad sociocultural compleja, plural, conflictiva y opaca impide que se pueda aplicar «una doctrina monolítica defendida por todos sin matices». La universalidad o catolicidad de la Iglesia, por lo tanto, se ve enriquecida con «la belleza de este rostro pluriforme» de las diferentes manifestaciones de las iglesias particulares y sus culturas, conformando una Iglesia poliédrica (N° 110. Lo destacado nos corresponde).
Considero que la clave de lectura de todo este documento se encuentra en la denominada teología del pueblo de la cual, no hace mucho tiempo, nos ocupamos in extenso (Cfr. “Teología del pueblo: ¿teología o ideología? En revista Anales de Teología. Concepción, Chile,19.2, 2017, 221-249).
Resulta evidente que lo que hasta hace no mucho tiempo enseñaba la Iglesia dista sobremanera de la doctrina sostenida en el documento que analizamos. Ya no es aquella Iglesia universal fundada por el Dios hecho hombre. Se trata de una Iglesia puramente humana, carente de fundamento sobrenatural, huérfana de verdades eternas y privada de todo impulso misionero.
Frente a la conversión ecológica a la que nos insta el documento, lo cual exige asumir que todo lo que es se constituye por y en la relación, prefiero seguir optando por un intellectus fidei llevado a cabo a partir de una filosofía del ser, tal como lo sostiene aquella Iglesia de los ancianos a la que se refería Policarpo de Esmirna y que reafirma la Fides et ratio del Papa Juan Pablo II. Sé que el documento, al mejor estilo de aquellos que negando la inteligibilidad del ser clausuran el intus-legere, reemplazándolo por la pura decisión, me calificará de «mente estrecha» (N° 40), aunque la palabra «diálogo» se repita una y otra vez a lo largo de todo el escrito. Estoy seguro que la misma descalificación le cabría a San Policarpo; no obstante esto, seguiré el camino de un diálogo que no esté a favor del «futuro del planeta» (N° 36 a 133) sino ordenado a la búsqueda de la Verdad eterna y de toda verdad que sea capaz de liberarme y de liberar a todo hombre venido a este mundo, sea de la cultura que sea.