La realidad de la muerte nos recuerda algo clarísimo: por muchos años que vivamos, aunque lleguemos a la ancianidad, la vida no deja de ser, si lo comparamos con toda la eternidad, nada más que un breve soplo, pero con una enorme importancia, porque en ella nos jugamos nada más ni nada menos que cómo va a ser nuestra eternidad.
Sobre nuestra importancia podemos decir que nos movemos entre dos extremos: por una parte Génesis 2,7 nos dice: «Modeló Dios Yahvé al hombre de la arcilla y lo inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre un ser animado». Es decir Dios nos ha creado como el alfarero del barro de la arcilla, lo cual sin embargo no significa que esta creación del hombre sea incompatible con la evolución, mientras por otra parte en Génesis 1,27 se nos dice: «Creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios, lo creó, y los creó macho y hembra». Pero no sólo esto, sino que en el Salmo 8 se nos dice: «lo has hecho poco menor que Dios, lo has coronado de gloria y honor» (8,6).
Pero en el Nuevo Testamento se va todavía más allá. Uno de los dones más grandes que Dios nos concede es el don de la fe. La gracia del Espíritu Santo, que Cristo ha prometido a los que creen en Él (Jn 7,39), nos ilumina y mueve para que vayamos avanzando en el camino de la perfección. El fin de la Ley de Cristo es transformarnos en hijos de Dios y consecuentemente en hermanos entre nosotros, Dios nos ama y quiere que seamos sus hijos (cf. 1 Jn 3,1-2) y ha demostrado su amor enviando su Hijo al mundo «para que nosotros vivamos por Él» (1 Jn 4,9). Somos nacidos de Dios (Jn 1,1-13) y renacidos del agua y del Espíritu Santo (Jn 3,5). Para San Pablo somos hijos de Dios por adopción (cf. Gal 4,4-7; Rom 8,14-17; Ef 1,5), mientras que San Pedro nos dice que somos partícipes de la naturaleza divina (2 P 1,4) y santificados por el Espíritu Santo (1 P 1,4). Por ello san Juan XXIII cuando le preguntaron cuál había sido el día más importante de su vida contestó: «el día de mi bautismo».
El retrato divino que somos, pues Dios nos creó a su imagen (Gén 1,26), se vio quebrantado, pero no aniquilado, por el pecado, ofreciéndonos nuevamente la filiación divina gracias a la salvación de Cristo, y si bien permanece en nosotros la inclinación al mal, ello no obsta para que la salvación divina se nos dé incoativamente como prenda (2 Cor 1,22), pero que puede perderse (1 Cor 10,12; 2 Cor 5,10), si bien la podemos también recuperar gracias al Sacramento de la Penitencia y al perdón de los pecados que Cristo confió a los Apóstoles y sus sucesores (Jn 20,23). Gracias a este perdón y a la actuación de la gracia en nosotros el Cristianismo hace de nosotros hijos de Dios, de tal modo que nuestra actuación sea también e, incluso sobre todo, actuación del Espíritu Santo que actúa en el mundo a través nuestro. Es algo que no debemos olvidar, Dios se fía de nosotros y quiere actuar en el mundo por medio de nosotros.
En pocas palabras, nuestra grandeza consiste en estar unidos a Dios, en ser y actuar como hijos de un Dios que sabe lo que nos hace falta incluso antes que se lo pidamos (cf. Mt 6,8). Pero como nos dice Jesús en la Última Cena «sin Mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5). No nos olvidemos que, si estamos en gracia, Dios habita en nosotros y está en el centro de nuestro corazón y de nuestra alma, y ojalá pueda estar muy a gusto en nosotros, aunque nuestra plena perfección sólo la alcanzaremos en nuestra unión plena con Dios en la vida eterna. El Reino de Dios ya se ha iniciado en este mundo y en nosotros, aunque todavía no ha llegado a su plenitud. Pero nuestra tarea en esta vida es contribuir a su extensión y desarrollo.
Pedro Trevijano