En la película «Un hombre para la eternidad», Santo Tomás Moro, patrono de los políticos, ante la acusación que no se ha declarado a favor de la boda real entre Enrique VIII y Ana Bolena, afirma que no se ha pronunciado nunca sobre la boda real, a lo que su interlocutor le contesta: «Sí, pero tienes fama de ser el único político honrado de Europa, y tu silencio atruena». Finalmente, será ejecutado por su fidelidad a su conciencia.
En cambio, aunque no es desde luego exclusivo de España, ni creo se pueda decir lo mismo de todos los políticos, no puedo por menos de sentir bochorno y vergüenza ajena cuando veo que solemnes promesas hechas hace dos o tres días: «Nunca pactaré con el Partido Tal, o con Fulanito», se las lleva rápidamente el viento y se busca tan solo el propio interés, con una falta tal de principios que uno no puede por menos de acordarse de la famosa frase de Groucho Marx: «Éstos son mis principios, pero si no le gustan no se preocupe que tengo otros». Creo que era Tierno Galván el que dijo. «Las promesas electorales están hechas para no cumplirlas». Por cierto lo de no se preocupe me recuerda cierta frase de estos días de Pedro Sánchez al golpista Oriol Junqueras.
Ahora bien, ¿qué principios podemos pedir y exigir a un político? La tarea del político es servir al Bien Común y la protección de los derechos humanos. Hay dos documentos que en la Historia de la Humanidad pueden servir a cualquier político como líneas de actuación: El Decálogo y la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU del 10 de Diciembre de 1948.
Sobre el Decálogo es evidente que no voy a pedir a los políticos no creyentes que cumplan con los tres primeros mandamientos, los que hacen referencia a Dios. Pero los de la segunda tabla son derechos humanos, que están también recogidos en la Declaración Universal. En el preámbulo de ésta se afirma que el reconocimiento de la dignidad inherente a todos los miembros de la familia humana y de sus derechos iguales e inalienables constituye el fundamento de la libertad, de la justicia y de la paz en el mundo. Con ella no sólo las legítimas reivindicaciones de la libertad individual, sino también de la justicia económica y social pueden apoyarse en un texto concreto y de alcance mundial.
En este mundo en el que a tanta gente se le llena la boca hablando y considerándose a sí mismo ejemplo de demócratas, hay que de decir rotundamente que quien quebranta los derechos humanos no es desde luego demócrata, por mucho que presuma de ello. Así no es demócrata quien no respeta la vida humana (art. 3), ni la familia y sus valores morales, y mucho menos si defiende la corrupción, incluso a menores como pretende la ideología de género (art. 16), ni el derecho preferente de los padres a educar a sus hijos (art. 26), contra lo que dicen nazis, laicistas y marxistas, que defienden que es el Estado y no los padres los que deben educar a los niños, ni la libertad de pensamiento, conciencia o de religión (art. 18), básicas para el respeto a la conciencia de cada uno, ni la honradez en la administración de los bienes públicos, contra quienes se han enriquecido robando el dinero público, ni el uso de la mentira, aunque sea en plena campaña electoral, como hemos visto al comienzo de este artículo. Se ha perdido la honradez, el respeto y el sentido del honor, que tanto preocupó a nuestros antepasados y para quienes un apretón de manos servía de firma para sellar muchas operaciones comerciales.
Yo pediría a los políticos que no nos consideren a los votantes tontos, que la palabra nunca signifique nunca, no hasta dentro de un par de horas (tal vez menos), como sucede actualmente, y que desde luego no se puede insultar a quien dentro de unos días vas a tener que colaborar con él, aunque ello les obligue a tener más cuidado con lo que dicen en los mítines y discursos, a fin que los votantes no tengamos que pensar: «Vales menos que la palabra de un político».
Pedro Trevijano, sacerdote