Ante la polvareda que ha levantado mi artículo “Valor religioso del matrimonio civil”, voy a tocar el tema del valor del matrimonio civil entre dos católicos bautizados.
Hay hoy desde luego mucha gente para quienes el bautismo no ha tenido apenas otro efecto que el de estar anotado en el libro parroquial. Su compromiso cristiano es inexistente, se considera no creyente o no practicante y simplemente ha descubierto otra persona a la que quiere y con la que desea contraer matrimonio, persona que está en su mismo caso en lo que respecta a la fe. Es decir, no piensan ni desean hacer de su matrimonio un sacramento, ya que no tienen la fe suficiente para de verdad entender y vivir la significación y realidad de las nupcias cristianas. Para ellos, el matrimonio es algo exclusivamente natural, es decir, quieren contraer matrimonio, pero no tienen la menor intención de que su matrimonio sea un sacramento. En este caso el sacerdote debe extremar su comprensión y tratar de aprovechar la ocasión que se le ofrece de catequesis y evangelización, no oponiéndose a la celebración eclesial si están presentes los requisitos mínimos necesarios. El límite que hace nulo el matrimonio es cuando la exclusión de la sacramentalidad se hace mediante un acto positivo de voluntad, siendo lo verdaderamente decisivo el conocer si los contrayentes quieren o no contraer matrimonio de acuerdo con el proyecto divino sobre el matrimonio, tal como lo entiende la Iglesia, es decir que tengan intención de casarse de verdad.
Indiscutiblemente, no se puede impedir el derecho natural al matrimonio y muchos quieren casarse sin tener fe. En este caso, para los no creyentes el matrimonio civil es el único matrimonio válido y legítimo, mientras que para los creyentes en cambio no es verdadero matrimonio. Ahora bien, teniendo en cuenta el bautismo que recibieron, para los no creyentes su matrimonio civil es un matrimonio a la espera de llegar a ser por la misericordia de Dios lo que tiene que ser: un matrimonio en su plenitud sacramental.
La discusión, creo, gira en torno a lo que se entiende por profesar la fe católica. De ordinario, se ha entendido simplemente como un bautizarse en la Iglesia. Pero también puede entenderse como un practicar y de hecho la Iglesia en su Ritual del Matrimonio pide a los que se casan un cierto nivel de fe.
Hoy por hoy, las cosas parecen estar así: en el matrimonio la intención de recibir el sacramento no es necesaria para su validez, ni se requiere que éste sea religiosamente fructuoso, sino que basta con que se quiera la realidad natural. Ni siquiera es necesaria una intención religiosa, tan sólo la intención de casarse. Si es ésta la intención de las partes, reciben lo que se proponen, elevado, quizás sin que se den cuenta, al nivel sacramental y sobrenatural, es decir, reciben una realidad enriquecida y transformada por la gracia. Lo que hace falta no es una intención sacramental, ni siquiera implícita, sino una intención matrimonial. El que quieran casarse “por la Iglesia”, aunque de hecho no crean ni practiquen, es un indicio razonable de ese mínimo de fe necesario para la celebración matrimonial. A fin de cuentas los protestantes, quienes no creen que el matrimonio sea sacramento, reciben el sacramento cuando se casan.
En cambio, para la Iglesia aquéllos que rechazan por un acto positivo de su voluntad el matrimonio como sacramento, es decir los que tienen como intención primordial no recibir el sacramento, excluyen un elemento esencial del matrimonio y por ello, según afirma la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio civil, éste, aun presentando los caracteres de matrimonio, en ningún modo puede ser reconocido por la Iglesia como sociedad conyugal, porque para ella entre dos bautizados no existe un matrimonio natural separado del sacramento, sino sólo el matrimonio natural elevado a sacramento. En pocas palabras, es necesario ver si prevalece la intención de contraer válidamente matrimonio o la intención de excluir la sacramentalidad: en el primer caso, la sacramentalidad sigue inseparablemente al matrimonio porque éste no puede existir sin el otro; en el segundo caso, el matrimonio es nulo porque, a su vez, no puede existir sin la sacramentalidad.
En cuanto a la actuación práctica actual, la Exhortación Apostólica de Juan Pablo II “Familiaris consortio”, al abordar este problema, nos dice que los pastores ante los contrayentes de fe muy imperfecta tienen el deber de hacerles descubrir, nutrir y madurar esta fe, si bien han de admitirles a la celebración del sacramento, pues prevalece en ellos el derecho al matrimonio, cosa que no sucede en cambio con los que rechazan de manera explícita y formal lo que la Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio entre bautizados (cf. FC 68). Por ello, cuando la actitud de ambos es de explícito rechazo a lo que la Iglesia pretende cuando celebra el matrimonio de los bautizados, es claro que en este caso el sacerdote no puede prestarse a una comedia y tiene que tomar la decisión de no admitir a los novios al sacramento del matrimonio. En este caso no es la Iglesia, sino son ellos mismos, aunque soliciten la celebración religiosa, los que la impiden. Es decir aunque no se requiere una fe viva y explícita para la validez del matrimonio, sino que basta con una fe muy implícita, y no hay que ser demasiado exigentes en la preparación requerida para el matrimonio, el rechazo total de la fe supone la no realización del sacramento y en consecuencia del matrimonio, al no aceptar que el matrimonio pueda ser un sacramento o sea indisoluble.
Sin embargo, la situación de estas personas es muy distinta de las meras parejas de hecho. Nos dice la “Familiaris Consortio” : “Es cada vez más frecuente el caso de católicos que, por motivos ideológicos y prácticos, prefieren contraer sólo matrimonio civil, rechazando o, por lo menos difiriendo, el religioso. Su situación no puede equipararse sin más a la de los que conviven sin vínculo alguno, ya que hay en ellos un cierto compromiso a un estado de vida concreto y quizá estable, aunque a veces no es extraña a esta situación la perspectiva de un eventual divorcio. Buscando el reconocimiento público del vínculo por parte del Estado, tales parejas demuestran su disposición a asumir, junto con las ventajas, también las obligaciones” (nº 82).
Espero haber aclarado alguna de las dudas, seguramente no todas, que surgieron a raíz de mi artículo anterior.
Pedro Trevijano, sacerdote