«Alegra esa cara, hombre. La confianza en Dios tiene que echar fuera todas esas angustias. Un santo triste es un triste santo»... Hay personas caritativas que hacen esas consideraciones tan piadosas, y que serían capaces de hacérselas en Getsemaní al mismo Cristo: «vamos, Jesús, menos pavor, angustia y sudor de sangre, y un poquito más de confianza en Dios».
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Santos ejemplares. El Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo como don supremo, quiere hacer que los hombres, después de haber nacido de sus padres, nazcan de nuevo, nazcan de Dios, de lo alto, del Espíritu (Jn 1,13; 3,5), y vengan a ser una nueva criatura (Ef 2,15; 2Cor 5,17), una raza de hombres no viejos, sino nuevos (Rm 6,6; Col 3,10; Ef 2,15), no terrenos, sino celestiales (1Cor 15,45-46), no ya carnales, sino espirituales (Sant 3,15; 1Cor 2,14; 3,1). Venir a ser cristiano, por la gracia de Dios, no implica pues un cambio solamente moral, sino antes y más un cambio ontológico. Porque la gracia de Dios cambia el ser del hombre, por eso éste puede y debe cambiar su obrar (operari sequitur esse). Qué bueno sería que esta verdad se afirmara con mucha mayor frecuencia. Cuántas veces se habla del cristianismo sobre todo como de una renovación moral. Enorme error.
La gracia de Cristo sana, perfecciona y eleva la naturaleza humana. El Espíritu Santo, que «de las piedras saca hijos de Abraham» (Lc 3,8), ha de sanar, perfeccionar y elevar la razón del hombre («nosotros tenemos la mente de Cristo», 1Cor 2,16), su voluntad, es decir, su amor («por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado», Rm 5,5), y también sus afectos y sentimientos («tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús», Flp 2,5). Más aún, hasta la memoria, la imaginación y los fondos subconscientes del cristiano han de ser sanados e iluminados por su gracia. Y, por supuesto, también sus obras han de ser santificadas, ya que «la fe sin obras está muerta» (Sant 2,17). Esto, como sabemos, no se lo creen los luteranos y tampoco los quietistas. Pero el católico cree con firmeza que si quiere co-laborar dócilmente con el Espíritu Santo, y no resistirle, debe empeñarse en reconstruir totalmente su personalidad y su vida. Y cuando esa transfiguración en Cristo, con el auxilio de la gracia, se logra en forma notable, tenemos un santo ejemplar, que incluso a veces será canonizado por la Iglesia.
Santos no ejemplares. Pero otras veces, cuando la Providencia divina así lo dispone, pueden darse en el cristiano, de modo inculpable, importantes carencias –de salud mental, de formación doctrinal, de asistencias personales–. Y permite Dios entonces no pocas veces que perduren inculpablemente en el cristiano ciertas deficiencias psicológicas o morales que no afectan a la esencia de la santidad, pues al no ser voluntarias, no resisten la obra de la gracia. Aunque, eso sí, la oscurecen, y la ocultan en cierta medida ante los otros.
Y es que la gracia de Dios, cuando actúa en un hombre concreto, aunque éste sea perfectamente dócil, no le sana necesariamente en esta vida todas las deficiencias intelectuales, volitivas y operativas de su naturaleza humana, tan herida y enferma. Sana en él todo aquello que viene exigido para su perfecta unión con Dios y para el cumplimiento de su vocación. Pero deja Dios a veces, sin embargo, que perduren en él no pocas deficiencias psicológicas y morales inculpables, que serán, quizá durante toda su vida, una gran cruz de humillación y sufrimiento. Y nada expía, purifica y santifica tanto como participar de la cruz de Cristo. Por tanto, puede Dios permitir, por ejemplo, que un cristiano que está fuerte en la virtud teologal de la esperanza sufra profundas depresiones crónicas de ansiedad y angustia. Puede permitir, y permite a veces, que una persona de gran caridad padezca con cierta frecuencia crisis compulsivas de irritación furiosa con sus prójimos. Y podría poner más ejemplos, entrando también en temas más vidriosos; pero me abstengo.
Pues bien, cristianos como éstos vendrán a ser santos no-ejemplares. Y seguro que la Iglesia no los canoniza. Pero son santos. La Iglesia sólo canoniza a aquellos cristianos en los que la santidad ontológica ha tenido una plena irradiación psicológica y moral, y que por eso son un ejemplo y un estímulo para los fieles.
No siempre es fácil distinguir al pecador del santo no-ejemplar; pero, al menos a la larga, no es tan difícil. El pecador trata de exculparse, se justifica, se conforma sin lucha con su modo de ser («lo que hago no es malo», «recibí una naturaleza torcida y me limito a seguirla», «la culpa la tienen los otros»). El santo no-ejemplar no trata de justificarse, remite sus deficiencias a la misericordia de Cristo, no intenta hacer bueno lo malo, no echa la culpa a los demás, y pone todos los medios a su alcance –que a veces en ciertas cosas son mínimos– para salir de sus miserias.
El santo no-ejemplar, por otra parte, da muestras fide-dignas de su virtud, solo en apariencia inexistente. Sufre, por ejemplo, grandes ansiedades y angustias neuróticas, pero permanece en una paz humilde, y ayudado por la gracia, multiplica los actos muy intensos de aceptación de la voluntad divina, de abandono confiado, sabiendo esperar «contra toda esperanza» (Rm 4,18). Y precisamente por esos actos tan intensos crece grandemente en la vida de la gracia, en la configuración a Jesucristo. Con ocasión de esa enfermedad psico-somática, el Espíritu Santo le está purificando y santificando acelerada y profundamente. Está haciendo de esa persona un santo, un gran santo, pero un santo no-ejemplar.
La negación de los santos no-ejemplares implica una mala doctrina sobre la gracia y lleva a conductas crueles con uno mismo y con los otros. Es muy importante –en uno mismo, en el director espiritual, en los familiares y amigos– conocer bien que no siempre la santidad substancial produce la expresión accidental que en principio le correspondería tener. Si se ignora esta distinción, pueden causarse grandes daños y sufrimientos: «Alegra esa cara, hombre. La confianza en Dios tiene que echar fuera todas esas angustias. Un santo triste es un triste santo». La persona caritativa que hace a veces esas consideraciones tan piadosas sería capaz de hacérselas en Getsemaní al mismo Cristo: «vamos, Jesús, menos pavor, angustia y sudor de sangre, y un poquito más de confianza en Dios».
Atención a las razones teológicas que siguen. La gracia perfecciona al alma misma, que es distinta de sus potencias, al menos en la doctrina de Santo Tomás. Y por otra parte, el grado de una virtud como hábito no se identifica necesariamente con su facilidad para ejercitarse en actos. Por eso, identificar sin más grado de virtud y grado de su ejercicio es un grave error, que trae en la vida espiritual prolongadas dudas vanas, muchos esfuerzos fracasados y –sobre todo en quienes buscan con toda su alma la santidad– muchos sufrimientos. Por su parte, da ocasión a que los prójimos bienintencionados hagan muchas exhortaciones inútiles y perjudiciales, y frecuentes correcciones inoportunas, que pueden confundir al que sufre esas pruebas y hundirlo en la más negra miseria.
Es verdad que, de suyo, un hábito virtuoso facilita el ejercicio de los actos que le son propios. Pero no siempre es así, como advierte Santo Tomás: «Ocurre a veces que uno que tiene un hábito encuentra dificultad en obrar y, por consiguiente no siente deleite ni complacencia en ejercitarlo [como sería lo natural] a causa de algún impedimento de origen extrínseco: como el que posee un hábito de ciencia y padece dificultad en entender, por la somnolencia o alguna enfermedad» (Summa Thlg. I-II,65,2 ad 2m). Aplíquese esta verdad, por ejemplo, al hombre fuerte en la esperanza y lleno de angustias neuróticas, porque padece la hipofunción de no sé qué glándula. Y recuérdese siempre que, después de todo, la plena santificación del hombre se da solo en la resurrección: «Sabemos que cuando [Cristo] aparezca, seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2).
Los santos saben muy bien todo esto (bueno, y si alguno no lo sabe, será, al menos en esta cuestión, un santo no-ejemplar). Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, sabía que algunas personas de mucho espíritu de oración, por dolencias psicológicas o por lo que fuera, eran incapaces de ponerse a orar asiduamente. Y ella les aconsejaba no «atormentar el alma a lo que no puede», haciéndoles entender que estas impotencias «aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural, mejor que nosotros mismos, y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en Él y amarle» (Vida 11,16). Y lo mismo decía San Juan de la Cruz cuando afirmaba que «hay muchas almas que piensan no tienen oración y tienen muy mucha, y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo Subida 6).
Estas verdades, cuando son mal entendidas –como todas–, pueden dar ocasión a graves extravíos espirituales. Por eso hay que poner cuidado en entenderlas bien. Y cuando, con la ayuda de la gracia, se entienden rectamente, acrecientan mucho en el cristiano la paz interior y la libertad de espíritu, la confianza alegre y la perfecta unión con Dios, por un amor lleno de agradecimiento. Por el contrario, los planteamientos voluntaristas pelagianos o semipelagianos, al ser falsos, necesariamente causan graves penalidades y perjuicios en la vida espiritual. Así que habrá que arriesgarse a predicar, a creer y a vivir las verdades católicas sobre la gracia.
José María Iraburu, sacerdote