Hace unos días, una señora hablando de lo que hay más allá de la muerte, me expresaba su temor a perder su individualidad. «no me hace ninguna gracia, me decía, que mi ser sea como una gota de agua que se mezcla y funde en el océano de la divinidad. Aunque esté unida a la divinidad, quiero seguir siendo yo».
Al afirmarme esto, esta señora me estaba declarando su rechazo a una corriente, por cierto nada cristiana, muy frecuente en nuestros días: la concepción panteísta, que supone la negación de una diferencia esencial entre Dios y el mundo, con la afirmación de una identidad plena entre ambos. La naturaleza, nos dicen, no es algo dirigido desde fuera, sino que se da una inmanencia total entre Dios y el mundo.
La respuesta cristiana a este problema la encontramos sobre todo en 1 Cor 12,4-30. «Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo» (v.13). «Pero el cuerpo no lo forma un solo miembro, sino muchos. Si dijera el pie: ‘Puesto que no soy mano, no formo parte del cuerpo’, ¿dejaría por eso de ser parte del cuerpo? Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿dónde estaría el oído; si fuera todo oído, dónde estaría el olfato? (v. 17). «Sin embargo, aunque es cierto que los miembros son muchos, el cuerpo es uno solo» (v. 20). «Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro» (v. 27).
En este punto no puedo por menos de acordarme de una frase del cardenal Ratzinger, cuando le preguntaron que cuántos caminos había para encontrar a Dios. Su respuesta fue: «tantos como seres humanos». Es decir todos nosotros tenemos y conservaremos nuestra propia individualidad y vocación y cada uno de nosotros debe tratar de descubrir cuál es su vocación, que corresponde a nuestra manera de realizarnos como personas y encontrar a Dios. Podemos decir que todos hemos de preguntarnos qué es lo que Dios espera de mí en concreto y de qué modo he de realizarme como persona, pues como nos recuerda el Concilio «en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios» (LG nº 7), sin olvidar que, como dice el nº 9 de la misma Constitución Dogmática: «En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Act 10,35). Sin embargo fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente».
Un rasgo importante de la enseñanza moral de la Iglesia primitiva es el fuerte sentimiento existente de constituir una comunidad orgánica en la que sus miembros son partes de un cuerpo, del Cuerpo de Cristo, idea desarrollada como hemos visto sobre todo por S. Pablo (1 Cor 12,12-27), pero que existe también en S. Juan bajo la figura de la vid y de los sarmientos (Jn 15,1-8), y en S. Pedro, en donde la figura es de un edificio de piedras vivas (1 P 2,4-5).
La vida cristiana se desarrolla en consecuencia en el interior de un organismo social que es el Cuerpo de Cristo y cuyo fin es la salvación del mundo entero. Es en Cristo donde somos llamados, justificados y glorificados (Rom 8,28-30). Lo propio del cristiano habrá que encontrarlo en las realidades y motivaciones cristianas de nuestra actuación. Estas realidades son entre otras la persona de Cristo, el Espíritu Santo obrando en nosotros, la comunidad eclesial, los sacramentos etc., que deben estar presentes en nuestro comportamiento, orientándonos hacia los valores divinos, pues de otro modo no existiríamos ni como cristianos ni como hombres de fe.
Con esto creo queda respondida la pregunta que nos hacíamos al comienzo del artículo. Nuestra personalidad, nunca, nunca quedará diluida, sino que, aunque formemos parte del Cuerpo de Cristo, seguiremos siendo nosotros mismos, aunque estemos disfrutando plenamente de la visión beatífica de Dios en el cielo.
Pedro Trevijano