A los cincuenta días de la resurrección de Jesús, vino el Espíritu Santo. Es Pentecostés (día quincuagésimo). Pero el Espíritu Santo no vino por su cuenta, sino que fue enviado por el Padre a través del canal de la santa humanidad de Cristo, empapada de Espíritu Santo. Vino el Espíritu Santo y llenó toda la tierra con su presencia renovadora, transformante, divinizante. La presencia del Espíritu Santo inaugura así una nueva creación. Viene a hacerlo todo nuevo.
El Espíritu Santo es la tercera persona de la Trinidad. Un solo Dios, tres personas divinas. Así nos lo ha revelado Jesús, presentándose como el Hijo único, y hablándonos del Espíritu Santo, que él enviaría desde el seno del Padre. La tercera persona de la Trinidad es la última en revelarse, pero es esta tercera persona la que nos da a conocer la más profunda intimidad de Dios y la que actúa dentro de nuestro espíritu, configurándonos con Cristo nuestro Señor. La vida cristiana no consiste en la imitación exterior de Cristo, sino en la acogida del Espíritu Santo que nos va haciendo parecidos a Cristo desde dentro. “Los que se dejan mover por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios” (Rm 8,14).
La vida espiritual es la vida según el Espíritu, donde el Espíritu Santo es alma de nuestra alma. Vivir según el Espíritu, no según la carne (cf. Rm 8,4) es lo que nos hace ser espirituales, ser hombres de Dios, conociendo la intimidad de Dios. El Espíritu nos hace saborear las cosas de Dios y atisbar en los signos de los tiempos la acción de Dios en la historia humana. El Espíritu nos da el discernimiento y la prudencia para actuar según los planes de Dios. Hemos de pedir continuamente al Espíritu Santo que nos ilumine, nos inspire, nos dé fuerzas para seguir los caminos de Dios.
El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia (LG 7). Es el Espíritu el que la congrega en la unidad, el que la ilumina interiormente dándole a entender las palabras de Jesús. Es el Espíritu el que la fortalece para que sea testigo de Jesús en medio del mundo, a pesar de las contradicciones y las persecuciones. El Espíritu Santo es el que ha sostenido a los mártires en el momento supremo de la prueba.
En los vaivenes de la historia, la Iglesia es como una barca agitada por las olas de un mar que ha de cruzar, unas veces con bonanza, otras, con tempestad. En esa barca va Jesucristo, el Señor. Por eso, no podrá hundirse nunca. No podrán hundirla ni los de dentro ni los de fuera. Y esa barca es alentada por la acción del Espíritu Santo. Esa acción del Espíritu va unida inseparablemente al ministerio apostólico que Jesús ha instituido dentro de su Iglesia.
El Espíritu Santo vino en Pentecostés sobre la Iglesia naciente, que entonces eran los Doce Apóstoles, reunidos en oración con María. La comunidad fundada por Jesús se puso a caminar apoyada en este doble soporte: el Espíritu Santo, que la anima desde dentro, y el ministerio apostólico, instituido por el mismo Cristo para su Iglesia, es decir los obispos en comunión con el Sucesor de Pedro. Toda reforma en la Iglesia ha de tener presente estas dos referencias, nos recuerda Congar. Las falsas reformas han prescindido de una de estas dos referencias: se han quedado sólo con la institución, o se han quedado sólo con el Espíritu.
Que la fiesta de Pentecostés nos abra a la acción permanente del Espíritu, que siempre actúa en conexión con el ministerio apostólico en su Iglesia. Ven Espíritu Santo, para que vivamos siempre en la comunión eclesial.
+ Demetrio Fernández, obispo de Tarazona