Sagrado monstruo del tomismo (monstre sacré du thomisme): de este modo irónico y malicioso, el padre Réginald Garrigou-Lagrange fue llamado por el escritor François Mauriac en 1966, dos años después de su muerte[1]. Sin embargo, podría aceptarse este provocador e impactante apelativo, siempre que se tomase en un sentido más excelente y respetuoso, como lo hizo Richard Peddicord, O.P, poniendo por título The Sacred Monster of Thomism[2] a la biografía que elaboró del dominico francés. En efecto, Garrigou-Lagrange, nacido en Auch en 1877, acabó siendo uno de los filósofos y teólogos más eminentes; más que como un sagrado monstruo, prefiero referirme a él como un astro gigante del tomismo del siglo XX, como lo fue también el español Santiago Ramírez, O.P. El padre Réginald, como astro gigante y fulgurante, destacó no sólo por su monumental obra escrita, su estricta fidelidad al tomismo, su superdotada inteligencia y profundidad de pensamiento, sino además por ser un hombre de Dios y amante de la Iglesia, transmitiendo siempre una imagen piadosa, virtuosa y venerable, provocando el máximo respeto en sus admiradores y en no pocos de sus adversarios.
El presente escrito tiene por objeto realizar una sucinta exposición de la doctrina de este gran tomista ―por desgracia, hoy prácticamente ignorado―, sin más pretensión que la de estimular a los amables lectores, que buscan una sana y segura formación católica, a acudir directamente a sus obras, la mayoría de las cuales pueden hoy encontrarse fácilmente en Internet, estando casi todas traducidas al español[3]. Estoy convencido de que la doctrina del padre Garrigou-Lagrange puede hacer mucho bien a las almas, sea mediante la lectura y meditación de sus obras místicas, sea mediante sus escritos apologéticos, filosóficos o teológicos. No sin razón, el papa Pablo VI lo definió como «ilustre teólogo, fiel servidor de la Iglesia y de la Santa Sede».
Fiel hijo de la Aeterni Patris y agente de la restauración tomista
En 1879, nuestro autor tenía sólo dos años de edad cuando el papa León XIII publicó la célebre encíclica Aeterni Patris[4], iniciando, con espíritu firme y decidido, una restauración de la filosofía cristiana según la mente de santo Tomás de Aquino. La opción de León XIII por la doctrina tomasiana fue clara, como queda patente en la misma encíclica: «entre los Doctores escolásticos emerge sobremanera, como príncipe y maestro de todos, Tomás de Aquino. Él, como advierte Cayetano, «por venerar sumamente a los antiguos Doctores sagrados, alcanza de algún modo la inteligencia de todos»[5]»[6]. Para el Sumo Pontífice, el tomismo se presentaba como poderosa arma intelectual contra los errores del pensamiento moderno que, en esos momentos, se estaba infiltrando sutilmente en la Iglesia. A partir de entonces, la Providencia envió a su Iglesia una serie de mentes brillantes, como el padre Garrigou-Lagrange, que promovieron enérgica y rigurosamente la doctrina del Angélico Doctor, no solamente en el ámbito filosófico, sino también en el teológico.
Antes de ser un estudioso tomista, el padre Réginald estudió dos años en la facultad de medicina de Burdeos, hasta que en 1897, después de leer el libro L’homme de Ernest Hello[7], se animó a abrazar el estado religioso, entrando en la orden dominicana. Es allí donde empezó un sólido proceso de formación con el padre Ambroise Gardeil ―otro excelente tomista―, el cual descubrió las magníficas aptitudes de Réginald para el estudio. Gardeil mismo lo envió a la Sorbonne, pero Garrigou-Lagrange no resistió el ambiente modernista que ya existía por aquel entonces en esa centenaria universidad. Por esta razón lo enviaron a Viena, convirtiéndose pronto en profesor en Le Saulchoir y, posteriormente, en el Angelicum de Roma, donde, por cierto, conoció a otro importante tomista, del cual recibió una fuerte influencia, especialmente en teología mística; me refiero al padre Juan González Arintero. Por ende, si alguien pretende profundizar en la doctrina mística de Garrigou-Lagrange es imprescindible conocer también a Gardeil y a Arintero, los escritos y enseñanzas de los cuales fueron claramente determinantes en él. Asimismo, la actividad docente de nuestro autor en Roma se centró en la teología dogmática y la metafísica, sobresaliendo desde el principio como excelente conocedor de santo Tomás y Aristóteles. Medio siglo le dedicó a la enseñanza, juntamente con la publicación de numerosos libros y artículos que constituyen un verdadero tesoro de sabiduría cristiana[8]. Procedamos, en consecuencia, a exponer, aunque de modo sintético, su pensamiento a través de la explicación de sus más importantes obras.
El ímpetu apologético
La apologética no es algo accidental en el tomismo; forma parte de su esencia. En este sentido, Garrigou-Lagrange desarrolla muchas de las cuestiones filosóficas y teológicas de un modo deliberadamente polémico, lo cual no es meramente un tono o un estilo, sino, más bien, un método absolutamente substancial en la escolástica y completamente fiel al pensamiento del Aquinate. Todo presunto tomismo que rechace a priori la confrontación con los adversarios queda, de facto, desnaturalizado. No entender esto, o no admitirlo ―hoy cosa muy común―, impide comprender adecuadamente la doctrina de Garrigou-Lagrange, el cual en muchas ocasiones mostró su ímpetu apologético por amor a la Verdad y a la Iglesia, como veremos a continuación.
El sentido común: la filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas
Antes de combatir la nueva teología en los años 40, el joven Garrigou-Lagrange se caracterizó por combatir la nueva filosofía de carácter modernista. Da testimonio de esto una de las obras más importantes de nuestro autor, El sentido común: filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas, publicada por primera vez en el año 1909. Esta obra de gran profundidad especulativa es escrita con una clara intención apologética; el dominico quiere confutar la doctrina modernista que hace primar el voluntarismo y la acción práctica en detrimento de la razón. El padre Réginald va en contra, por ejemplo, de la concepción nominalista, evolucionista y panteísta de Henri Bergson y Édouard Le Roy, pues sus doctrinas conducen a la negación de la razón y del principio de no contradicción. Al respecto, el juicio de nuestro autor es bien contundente: «Bergson y Le Roy, tratando de explicar la inteligencia humana por la hipótesis de la evolución, reducen al hombre al animal»[9]. La filosofía nueva que combate nuestro autor desprecia la filosofía del ser y la capacidad del intelecto humano para alcanzar la realidad profunda de las cosas, llegando a concluir que la fe católica no puede expresarse como verdad inmutable, quedando reducido el cristianismo a un conjunto de normas morales. Garrigou-Lagrange, para impugnar dicho error, desarrolla admirablemente la teoría del sentido común, que es una cualidad común en todos los hombres por igual. Dicho sentido común hay que diferenciarlo del buen sentido, que es una cualidad que existe en los hombres ―pero no por igual, sino en diversos grados― que los capacita en el plano práctico para juzgar los casos particulares, aplicando los principios del sentido común[10]. En otras palabras, para el dominico francés, el sentido común es la propia inteligencia natural, cuyo alcance se revela en el conocimiento de los primeros principios de la razón y en la ley natural, ambas cosas comunes a todo hombre. Además, el sentido común faculta al hombre para poder alcanzar el conocimiento natural de Dios, permitiéndole, incluso, comprender y aceptar eventualmente la Revelación, los misterios sobrenaturales de la fe, ya que «la revelación ―afirma él― se expresa en términos de sentido común para ser accesible a todas las inteligencias de todos los países y de todos los tiempos»[11]. Así pues, el sentido común se identifica ―según nuestro autor― con la misma filosofía, en su estado naturalmente primario, espontáneo y rudimentario, siendo fundamento de la propia filosofía del ser, opuesta a la filosofía del fenómeno y del devenir. Para él, dicha filosofía del ser es la única que puede preservar el principio de identidad y de no contradicción, protegiendo la razón de caer en el absurdo. Así entendida, la teoría del sentido común es conceptualista y realista, hallándose, según Réginald, en la tradición de la philosophia perennis[12].
Siguiendo a santo Tomás, nuestro autor concibe la inteligencia humana como quaedam divini luminis participatio[13]. Si el hombre puede captar la esencia de las cosas, es decir, su quiddidad, es precisamente porque tiene una inteligencia que participa de la luz de la inteligencia divina; en ésta están pensadas en la eternidad todas las esencias o quiddidades creadas. El hombre, por esta participación, conoce todas las cosas en las razones eternas[14]. En este sentido, el padre Réginald enseña en su magnífico libro El sentido del misterio: «Asimismo nuestra inteligencia es capaz de abstraer ab hic et nunc la naturaleza de las cosas y considerarla sub specie aeternitatis. La naturaleza del león o la del lirio estaban destinadas a ser desde toda la eternidad τὸ τί ἦν εἶναι, quod quid erat esse [quiddidad]»[15]. Admitiendo esta aptitud de la luz de la inteligencia humana, no es de extrañar, entonces, que la Iglesia haya ido asumiendo conceptos propios del lenguaje filosófico, de la filosofía del ser, para expresar las formulas dogmáticas que definen las verdades, por ejemplo, de los misterios de la Santísima Trinidad, de la Encarnación o del dogma de la Transubstanciación. La razón estriba ―según Garrigou-Lagrange― en que la significación de las fórmulas dogmáticas, es decir, su inteligencia e interpretación, se fundamentan necesariamente en el sentido común, y no en cualquier significación dependiente del orden de la vida práctica, siempre mudable[16]; así también lo entiende el Magisterio, como queda patente en el decreto Lamentabili sine exitu de Pío X, condenando la siguiente proposición: «Los dogmas de fe deben retenerse solamente según el sentido práctico, esto es, como norma preceptiva del obrar, mas no como norma de fe»[17].
Para el dominico tomista, si la razón humana puede comprender racionalmente las fórmulas dogmáticas ―que asumen el lenguaje propio de la filosofía del ser, y no del fenómeno o del devenir― es en virtud de la existencia de una metafísica natural de la inteligencia humana. A pesar de esto, debe quedar claro que las fórmulas dogmáticas, expresadas en un lenguaje tomado de la filosofía que excede en perfección y precisión al sentido común o a la inteligencia natural, no subordinan el dogma a ningún sistema de pensamiento; al contrario, es la Revelación la que ilumina, utiliza y juzga los conceptos filosóficos, adquiriendo éstos un sentido más pleno y perfecto.
Dios: su existencia y su naturaleza
Otra fineza de la producción filosófica de nuestro autor ―también de carácter apologético― es su obra Dios: su existencia y su naturaleza[18]. El primer volumen trata de la existencia de Dios y el segundo de su naturaleza. Primeramente, el autor parte de la declaración del Concilio Vaticano I acerca de la existencia y naturaleza de Dios:
«La santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana cree y confiesa que hay un solo Dios verdadero y vivo, creador y señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su entendimiento y voluntad y en toda perfección; el cual, siendo una sola sustancia espiritual, singular, absolutamente simple e inmutable, debe ser predicado como distinto del mundo, real y esencialmente, felicísimo en sí y de sí, e inefablemente excelso por encima de todo lo que fuera de El mismo existe o puede ser concebido»[19].
El padre Réginald también expone los errores condenados por el mismo Concilio ―positivismo, fideísmo, criticismo kantiano―, y la condena del agnosticismo modernista por la encíclica Pascendi, advirtiendo que el método de la inmanencia es ilegítimo. El dominico asevera que la demostrabilidad de la existencia de Dios tiene un carácter metafísico, superior a todos los otros métodos científicos. En consecuencia, no puede sostenerse que la demostración sea a priori, sino más bien a posteriori. En contra del idealismo, Garrigou-Lagrange ―en continuidad con las tesis de su obra El sentido común― afirma que debe partirse de la filosofía del ser, siendo errónea la postura que postula que no puede irse más allá del pensamiento. Garrigou-Lagrange ve imposible responder eficazmente a las objeciones actuales en contra de las pruebas de la existencia de Dios, sin partir primero de las nociones primeras y de los primeros principios: «Si hay ideas que tengan un valor apologético profundo y durable, ¿no son acaso estas nociones primeras que gobiernan la totalidad de nuestro pensamiento? Por medio de su análisis se explica y se justifica el sentido común o la razón natural»[20]. Las nociones primeras ―especialmente la de ser y la de causa― y los primeros principios tienen, por una parte, un valor ontológico, ya que la inteligencia puede llegar a penetrar hasta la esencia de las cosas, puesto que el objeto de la inteligencia es la esencia o quidditas de la realidad sensible[21]. No obstante, las nociones primeras tienen también un valor trascendente, como se resume en el siguiente silogismo:
«No repugna que las nociones de perfecciones absolutas y analógicas expresen analógicamente, según su sentido propio, el Ser absolutamente perfecto, y de hecho nos lo harán conocer de verdad, si el mundo exige una causa primera que posea estas perfecciones. Ahora bien, las nociones primeras de ser, de unidad, de verdad, de bondad, de causa, de fin, de inteligencia, de voluntad, etc., expresan perfecciones absolutas y analógicas. Luego no repugna que estas nociones primeras expresen analógicamente el Ser soberanamente perfecto, y de hecho nos lo harán conocer de verdad, si el mundo exige una causa primera que posea estas perfecciones»[22].
Después de haber enseñado la demostrabilidad de la existencia de Dios exponiendo las cinco vías de santo Tomás de Aquino, nuestro autor afirma que hay una prueba general que las engloba a todas: lo más no puede salir de lo menos; lo superior sólo explica lo inferior. Existe un librito que explica esta prueba general, cuyo título manifiesta, a mi entender, la sana intención que siempre tuvo Réginald, ejerciendo un apostolado intelectual con el objeto de iluminar las mentes agnósticas, no mediante la luz de la Revelación, sino apelando a la propia luz de la razón natural: Dios al alcance de todos[23].
En el segundo volumen se su obra Dios, el filósofo y teólogo dominico trata acerca de la naturaleza de Dios de modo exhaustivo y riguroso. En primer lugar, enseña que el constitutivo formal de la naturaleza divina es su ser en sí, pues Dios es el Ipsum esse subsistens; la esencia divina se identifica con el propio ser en sí subsistente, como explica santo Tomás[24]. A partir del ser en sí se deducen ―pues es su principio― todos los atributos de Dios, tanto los referentes a su propio ser en sí ―unidad, simplicidad, verdad, perfección, bondad, infinitud, inmensidad, inmutabilidad, eternidad, indivisibilidad, incomprehensibilidad, cognoscibilidad―, como los relativos a sus operaciones ―sabiduría, presciencia, providencia, libre voluntad, amor, justicia, misericordia, omnipotencia―.
¿Filosofía del ser o filosofía del devenir?
La conclusión de nuestro autor en el segundo volumen de Dios: su naturaleza no tiene desperdicio. Según él, el agnosticismo conduce hacia el evolucionismo ateo, identificando el ser y la nada en el devenir: «La filosofía del devenir es la filosofía nihilista del no ser (de lo que deviene y no es todavía), del fenómeno, de la multiplicidad confusa, de la falsa apariencia o de la apariencia sin verdad, de la mediocridad sistemática que es el mal más sutil, y, por consiguiente, es necesario recalcarlo bien, de la fealdad, a pesar de las seducciones con que sabe adornarse»[25]. Por ende, ante esta falsa filosofía del devenir, sólo cabe la filosofía cristiana o filosofía del ser: «La filosofía cristiana es la filosofía del ser, de la unidad harmoniosa, de la verdad verdadera, de la bondad que inspira y ordena el amor, de la belleza que es el esplendor del ser, de lo uno, de lo verdadero y del bien reunidos»[26]. En otra obra, El realismo del principio de finalidad, nuestro autor insiste en la misma cuestión, en la superioridad del ser sobre el devenir, pero también en que, teniendo en cuenta que todo agente obra por un fin, omne agens agit propter finem ―como enseña santo Tomás[27]―, y que todo lo inferior está ordenado a lo superior, y lo imperfecto a lo perfecto, los agentes dotados de inteligencia obran atendiendo a un fin directive formaliter. El fin último y perfecto no es más que Dios, inteligencia ordenadora de todo lo creado, que la inteligencia del hombre, aunque limitada, puede descubrir de modo espontáneo y natural, en virtud del sentido común y a partir de los fines y agentes subordinados; la finalidad del universo creado no es algo accidental o casual, es algo esencial, fijo y constante. No es suficiente, por ende, para alcanzar el conocimiento natural de Dios, recurrir a la causa eficiente; es necesario saber por qué el agente obra de un modo determinado y no de otro:
«La razón espontánea, o sentido común, ante el orden admirable del universo, capta la finalidad en la actividad natural como en una obra maestra que a la postre imita a la naturaleza. Si examinamos un reloj, no sólo con los ojos, sí que también con la razón, nos damos cuenta que todas aquellas ruedas y su movimiento tienen razón de ser en función de un fin que persiguen (ultimum et optimum): marcar la hora. Luego, la causalidad final interviene con tanto derecho como la eficiente. De igual manera, el espectáculo de la naturaleza, la armoniosa disposición de los elementos cósmicos, su ordenado encadenamiento, sus mutuas relaciones, ponen de manifiesto que existen en ellos medios y fines, o sea la existencia de la finalidad. El ojo sirve pan ver, el oído para oír, los pies para andar, las alas para volar. No afirmamos, pues, la finalidad de la naturaleza, por una mera analogía superficial entre el mecanismo artificial y la actividad natural: sino que, tanto en la naturaleza como en el arte, la inteligencia percibe la razón de fin en lo que es último y mejor: obra maestra de arte o término de la actividad natural»[28].
La negación de la finalidad última y de una causa primera va en contra del sentido común y, por consiguiente, es irracional. Pero también es irracional la negación de los fines inferiores que encontramos en el orden natural, como postulan los mecanicistas antifinalistas. En este sentido ―volviendo a la obra Dios: su naturaleza―, el autor asevera que la alternativa al Dios verdadero es la absurdidad radical. Así pues, ante estas dos filosofías uno no puede permanecer neutral, adoptando una posición irenista y mediocre: «Una meditación sobre el Syllabus de Pío IX y el de Pío X basta para demostrar la inanidad de todos estos ensueños de paz universal, que olvidan la oposición absoluta y eterna del bien y del mal, y que no terminarán sino en la mediocridad universal y en la indiferencia inerte»[29].
De Revelatione
En una obra relevante, enteramente apologética, titulada De Revelatione per Ecclesiam Catholicam proposita (1918)[30], en dos tomos escritos en latín, el padre dominico defiende admirablemente la posibilidad real y racional de la existencia de una revelación sobrenatural. De este modo, confuta los errores del racionalismo, del naturalismo, del evolucionismo panteístico y del agnosticismo. A continuación, explica la conveniencia y necesidad de tal revelación, y también la credibilidad de los misterios de la fe o la cognoscibilidad del hecho histórico de la revelación. Después de analizar los motivos externos e internos que tiene el hombre para creer en la divina revelación, expone la existencia histórica de la misma, fundamentándose especialmente en el testimonio de Jesucristo. Nuestro autor finaliza esta densa obra comparando críticamente el cristianismo con otras religiones, el judaísmo, el islamismo y el budismo, atacando también el liberalismo y el indiferentismo religioso. Así pues, la necesidad de una apologética queda clara en Garrigou-Lagrange desde el principio. Él dice que, en el mundo actual, el racionalismo no sólo niega la existencia de la revelación, sino también su posibilidad. Por ende, es necesario impugnar este error demostrando racionalmente su posibilidad, existencia, conveniencia y cognoscibilidad. Según él, esto no es tarea de la sagrada teología, pues ésta no puede, sin caer en un círculo vicioso (sine circulo vitioso), demostrar la existencia de la revelación a partir de la propia revelación, es decir, ex sua propria ratione formali, ya que ella no es evidente per se; sería como pretender demostrar idem per idem[31].
La lucha por la ortodoxia: «¿A dónde va la nueva teología?»
La apologética del padre Garrigou-Lagrange no fue siempre en contra de los errores ad extra, sino que también se fijó perspicazmente en los que existían en el mismo seno de la Iglesia. Él, de joven, experimentó el alcance disolvente del modernismo, eficazmente reprimido por el papa san Pío X. Sin embargo, posteriormente, en los años cuarenta, se da cuenta de la existencia de una teología nueva que tiene el mismo espíritu que el modernismo. Fue celebérrimo el artículo La nouvelle théologie, où va-t-elle? (¿A dónde va la nueva teología?)[32], que publicó en la revista Angelicum en 1946; su respuesta fue clara y contundente: «Ella regresa al modernismo [elle revient au modernisme], porque ha aceptado la proposición que le habían hecho: aquella de substituir la definición tradicional de la verdad ―adaequatio rei et intellectus―, como si ella fuese quimérica, por la definición subjetiva adaequatio realis mentis et vitae»[33]. En la lucha en contra de este rebrote de modernismo que suponía la nueva teología ―como la de Teilhard de Chardin―, Garrigou-Lagrange se ganó muchos enemigos, pero la Santa Sede siempre confió en su juicio y criterio, tanto que el papa Pío XII, inspirado y asesorado por él, publicó la encíclica Humani Generis (1950), en contra de la nouvelle théologie y sus errores, especialmente el de pretender reformular el dogma católico a partir de la filosofía moderna y de sus categorías inmanentistas, idealistas o existencialistas[34]. En la edición italiana de su obra La síntesis tomista (1953), nuestro autor añade un apéndice con el comentario más acertado que nunca se ha hecho de la encíclica del papa Pacelli, constatando que el error más grave condenado por ella es el del relativismo, según el cual, el conocimiento humano ―y, por ende, la verdad― no tendría nunca un valor real, absoluto e inmutable, sino, más bien, relativo. Este pensamiento, propio del modernismo, se deja ver, según el padre Réginald, en el relativismo dogmático de la propia nueva teología:
«Este relativismo dogmático apareció de nuevo en la época del modernismo, como lo demuestra la Encíclica «Pascendi» de 1907. Y tendió a aparecer cada vez más recientemente en algunos ensayos de la «nueva teología», en los que se decía que las nociones utilizadas en las definiciones conciliares a largo plazo ya no se ajustan al progreso de la ciencia y de la filosofía, por lo que deben ser sustituidas por otras consideradas «equivalentes», pero que son igualmente inestables»[35].
En la correspondencia escrita que se conserva entre el padre Garrigou-Lagrange y Julio Meinvielle, queda constancia del reconocimiento de éste de la fecunda lucha antimodernista de aquél. Por ejemplo, en una carta fechada el día 1 de marzo de 1947, el sacerdote argentino, a propósito de la deriva de Maritain, afirma lo siguiente:
«Usted, R. P., que ha combatido fuertemente el modernismo en sus libros Sentido Común y Dios, tendrá que emplear su gran saber y su gran amor a la Iglesia, para defender los fieles de estas enseñanzas modernistas, que destruyen el recto y verdadero orden social cristiano. […] Quiera Dios que el Sr. Maritain, regrese a la profesión de estas grandes verdades de salvaguarda que profesó en su obra Primacía de lo espiritual, en su Antimoderno y en Tres reformadores»[36].
Los comentarios a la Suma Teológica y La síntesis tomista
El trabajo más erudito del padre Garrigou-Lagrange se encuentra en su obra latina, compuesta especialmente por los comentarios que hizo a la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino. En su libro De Deo uno[37], nuestro autor comenta la Prima Pars de la Suma, desde la cuestión primera a la vigésimo sexta. Con De Deo trino et creatore[38] nuestro autor completa el comentario de la Primera parte, desde la cuestión 27 a la cuestión 119. De la Prima Secundae y de la Secunda Secundae, el padre Réginald comenta in extenso las cuestiones más importantes: De beatitudine de actibus humanis et habitus (comentario a la I-II, qq. 1-54)[39], De virtutibus theologicis (comentario a la I-II, qq. 62, 65 y 68, y a la II-II, qq. 1-46)[40], De gratia (comentario a la I-II, qq. 109-114)[41]. Respecto de la Tercera Parte de la Suma Teológica, el padre Réginald escribe De Christo Salvatore (comentario a la III, qq. 1-26, con un resumen de las cuestiones 27-45, terminando con un compendio de mariología), y De eucaristia. Accedunt de paenitentia quaestiones dogmaticae[42]. Ahora bien, como colofón de su labor como comentador a la Suma tenemos su magnífica obra La síntesis tomista[43], de obligada lectura para todos aquellos que quieran comprender la doctrina del Aquinate desde sus fundamentos metafísicos, pasando por todas las cuestiones fundamentales de la teología dogmática, incluyendo los sacramentos, la moral y la mística.
La relación naturaleza-gracia
De todos los comentarios del dominico francés a la Suma, quiero destacar el tratamiento que hace a la cuestión de la gracia en relación con la naturaleza. Ésta siempre ha sido en la historia de la Iglesia una cuestión candente ―junto con otras como la predestinación que también trata Garrigou-Lagrange[44]―, pero en el siglo XX la teología se vio fuertemente afectada por las ideas modernistas que sobrenaturalizaban la naturaleza o naturalizaban lo sobrenatural. Sin embargo, esto no suponía una novedad absoluta; siglos antes, Juan Duns Escoto afirmó la existencia en el alma de un apetito natural innato de ver a Dios[45] y Francisco Suárez la existencia de una potentia oboedientialis activa e instrumental[46]. Asimismo, la doctrina heterodoxa de Bayo ―que Garrigou-Lagrange califica en De gratia como protestantismus attenuatus[47]― enseña que existe en la naturaleza humana un deseo exigitivo de la visión beatífica, doctrina, por cierto, condenada por el papa san Pío V en la bula Ex omnibus afflictionibus (1567). Al respecto, dicha bula impugna el siguiente error bayano: «La sublimación y exaltación de la humana naturaleza al consorcio de la naturaleza divina, fue debida a la integridad de la primera condición y, por ende, debe llamarse natural y no sobrenatural»[48]. A estas doctrinas, nuestro autor responde recordando que el deseo de ver a Dios es elícito y no innato, y que la potencia obediencial tiene un carácter pasivo y no activo:
«Un apetito natural innato de la visión beatífica, y también una potencia obediencial activa, serían al mismo tiempo algo esencialmente natural (como propiedad de nuestra naturaleza) y algo esencialmente sobrenatural (como especificado por un objeto esencialmente sobrenatural). Por eso los tomistas sólo admiten una potencia obediencial pasiva o aptitud del alma y de sus facultades para ser elevada al orden de la gracia. Además, dicen, por lo general, que el deseo natural de ver a Dios, del cual habla santo Tomás (I, q. 12, a. 1), no puede ser un deseo innato, sino elícito (posterior a un acto natural de conocimiento), y un deseo no absoluto y eficaz, sino condicional e ineficaz, que no es realizado a menos que Dios quiera elevarnos gratuitamente al orden sobrenatural. La Iglesia, por lo demás, ha condenado en 1567 la doctrina de Baius que admitía un deseo eficaz o exigitivo, de tal suerte que la elevación al orden de la gracia sería debida, debita, a la integridad de nuestra naturaleza, y no gratuita, lo cual lleva a la confusión de los dos órdenes. Un deseo natural eficaz sería un deseo de exigencia, la gracia sería debida a la naturaleza»[49].
La doctrina de este insigne tomista contrasta con la de algunos autores de la nouvelle théologie, como, por ejemplo, Karl Rahner, según el cual se da en el hombre un existencial sobrenatural (übernatürliche Existential), una permanente orientación (Ausgerichtetheit) hacia la visión beatífica[50]. Es decir, según Rahner, el hombre o el espíritu siempre está esencial y activamente orientado hacia la gracia[51], cayendo así en la gravísima confusión del orden natural y del sobrenatural, como denunció en su día el cardenal Giuseppe Siri[52]. Rahner niega que la gracia sea un superadditum, un accidente del alma. Para él, lo sobrenatural es algo propio de la esencia del alma, contradiciendo, así, a santo Tomás de Aquino[53] y la clásica definición escolástica de lo sobrenatural: quod nec constitutive, nec consecutive, nec exigitive ad aliquam naturam pertinet.
La influencia de san Juan de la Cruz y las tres edades de la vida interior
A la hora de contemplar la enseñanza del padre Garrigou-Lagrange corremos el peligro de no considerarlo de manera íntegra, absorbidos comprensiblemente por su monumental obra filosófica y teológica. No obstante, debemos tener en cuenta que nuestro autor era también un gran teólogo místico, como lo demuestran los profundísimos libros que escribió al respecto. No tengo ninguna duda de que sus vastos conocimientos y su vigoroso espíritu especulativo le ayudaron grandemente a tratar espiritualmente acerca de los misterios de Dios y de la salvación. Sin embargo, nada hubiera alcanzado el bueno del padre Réginald si no hubiera sido un hombre de oración y de gracia. Como he dicho al principio del artículo, fue capital la influencia del padre Gardeil[54] y del padre Arintero[55] en la formación mística de nuestro autor. De todos los escritos místicos de Garrigou-Lagrange[56], necesariamente debo destacar Las tres edades de la vida interior[57], obra eminentemente tomista y que expone la esencia de toda su teología mística. Inspirado especialmente en san Juan de la Cruz, nuestro autor enseña que existen tres edades en la vida interior o mística: la edad espiritual de los principiantes, la de los adelantados y la de los perfectos. Por supuesto, no se da ningún tipo de edad interior si el sujeto no está en gracia de Dios, pero la vida en gracia tiene sus grados y sus etapas, que deben seguirse si el hombre desea alcanzar el último grado de la unión transformante. Los principiantes están situados en el camino de la purificación o vía purgativa. No se puede acceder a la segunda edad si no se ha producido una purificación en el orden de las pasiones y de los sentidos. El principiante debe procurar tener un cada vez más claro conocimiento ―que al principio es rudimentario y confuso― de sí mismo y de Dios, evitando también el pecado, y reconociendo sus debilidades y miserias. Para avanzar en esta primera edad es necesario un espíritu generoso, evitando justificaciones o excusas gratuitas de los propios pecados. La honestidad del sujeto a la hora de reconocerse así como es en realidad es una gracia de Dios. Si las miserias descubiertas son vistas a través del prisma de la misericordia de Dios, ellas son un estímulo para continuar el camino de purificación y perfección espirituales[58]. Los adelantados son los que han alcanzado la vía iluminativa o de la contemplación infusa, y deben terminar, en el grado más alto de esta edad, con una purificación pasiva del espíritu ―como la llamaba san Juan de la Cruz―, condición sine qua non para acceder a la tercera edad, la de los perfectos. Es un deber avanzar en las edades y en sus respectivos grados, ya que el padre Réginald advierte que «no avanzar sería retroceder»[59], regla de oro de toda alma que quiera alcanzar el Cielo. Los perfectos que han superado la primera y segunda edades, son los que han llegado a la vía unitiva en donde se produce una íntima unión del alma con Dios por medio de una gracia más perfecta. La purificación pasiva del espíritu es el preludio de la vía unitiva, entrando en ella por la noche del espíritu.
El padre Réginald, siguiendo a san Juan de la Cruz, explica cómo puede ser que la purificación pasiva del espíritu, que es una luz espiritual del don de inteligencia, se manifieste a modo de tinieblas. Según él, «la Santísima Trinidad, que es la Luz misma, nos parece oscura por ser demasiado luminosa para el débil ojo de nuestro espíritu»[60]. Podemos recurrir, entonces, al oxímoron oscuridad transparente, porque, desde nuestra pequeñez y miseria, la vivísima luz divina nos parece oscura, en razón de su intensidad y de su objeto, que es Dios mismo. Así lo explica el místico de Ávila, inspirado en Dionisio Areopagita: «cuando esta divina luz de contemplación embiste en el alma que aún no está ilustrada totalmente, le hace tinieblas espirituales, porque no sólo la excede, pero también la priva y oscurece el acto de su inteligencia natural. Que por esta causa san Dionisio y otros místicos teólogos llaman a esta contemplación infusa rayo de tiniebla […], porque de su gran luz sobrenatural es vencida la fuerza natural intelectiva y privada»[61]. Al final del proceso perfectivo y de crecimiento se llega a la unión transformante, que es el grado místico más alto que podemos alcanzar, estado perfecto de la vida espiritual ―según san Juan de la Cruz―, siendo éste el preludio del Cielo: «Las facultades superiores están en este estado atraídas hacia el centro más profundo en que habita la Santísima Trinidad»[62]. Este estado de perfección no debe considerarse, no obstante, como algo milagroso. Al contrario, por medio de la gracia de Dios, las almas pueden alcanzar dicho estado de perfección en el presente estado de vida: «Es, en la tierra, el punto culminante del desenvolvimiento de la vida de la gracia y del amor de Dios y la más íntima unión con la Santísima Trinidad, que habita en todas las almas en gracia»[63]. Así, el alma llega a ser deificada, recibiendo perfecta participación en la naturaleza divina:
«Tal unión es aquí transformante porque el alma, aunque conserva su naturaleza creada, recibe un gran número de gracia santificante y de caridad, y porque es propio del amor ferviente transformarnos moralmente en la persona amada, que es como otro yo, alter ego, para quien deseamos, como para nosotros mismos, todos los bienes que el convienen. Si esta persona es divina, los santos anhelan por que reine en lo más hondo de sus almas y sea más íntima a ellos que el aire que respiran o la sangre que circula por sus venas»[64].
Conclusión
El mundo del tomismo, lamentablemente tan depauperado y marginado actualmente ―aunque no sin culpa de muchos tomistas―, puede enriquecerse sobremanera tomando a este insigne dominico francés como modelo de tomista auténtico y excelente sacerdote, que, en el ejercicio de su apostolado intelectual en defensa científica de la verdad católica, realmente dio a conocer a santo Tomás de Aquino, sin tergiversar ni deformar su doctrina, conduciendo a muchas almas a Cristo. La mejor herencia que nos ha dejado el padre Garrigou-Lagrange es un sólido cuerpo doctrinal (apologético, filosófico, teológico y místico), que se manifiesta como ―empleando la expresión de san Antonio María Claret― camino recto y seguro para llegar al Cielo.
En definitiva, mi escrito, mostrando sintéticamente su doctrina y sus principales obras, ha pretendido ser un homenaje y una alabanza a los méritos intelectuales del padre Réginald Garrigou-Lagrange, astro gigante el tomismo y magnus vir, por ser precisamente homo et amator Dei. Sin duda, él fue una verdadera gracia que el Señor concedió a su Iglesia, y tan importante es la doctrina que nos dejó ―hoy deliberadamente olvidada―, que se necesitarían, como señaló Tito Livio refiriéndose a Cicerón, su inteligencia y elocuencia para poderlo alabar como merece: vir magnus, acer, memorabilis, et in cuius laudes sequendas Reginaldo laudatore opus fuerit.
Notas
[1] Cfr. Mauriac, F. “Bloc-notes”. Le Figaro. 26 de mayo de 1966.
[2] Cfr. Peddicord, R. The Sacred Monster of Thomism: An Introduction to the Life and Legacy of Réginald Garrigou‐Lagrange. South Bend: St. Augustine’s Press, 2005. Existe otra obra que se ocupa tanto de la biografía del padre Réginald como de su obra y pensamiento: cfr. Nichols, A. Reason with Piety: Garrigou-Lagrange in the Service of Catholic Though. Naples: Sapientia Press of Ave Maria University, 2008.
[3] Obras en español: https://archive.org/details/GarrigouLagrangeSpanish
En francés: https://archive.org/details/GarrigouLagrangeFrench/page/n9
En latín: https://archive.org/details/GarrigouLagrangeLatin
En inglés: https://archive.org/details/Garrigou-LagrangeEnglish/page/n1
[4] Cfr. León XIII. Litterae Encyclicae Aeterni Patris (4 de agosto de 1879): DS 3135-3140.
[5] Tomás de Vio Cayetano. Commentaria in Secundam Secundae, q. 148, a. 4.
[6] «Inter scholasticos doctores omnium princeps et magister longe eminet Thomas Aquinas: qui, uti Caietanus animadvertit, veteres “Doctores sacros quia summe veneratus est, ideo intellectum omnium quodammodo sortitus est”» (León XIII. Litterae Encyclicae Aeterni Patris (4 de agosto de 1879): DS 3139).
[7] Cfr. Hello, E. L’homme: La vie, la sciencie, l’art. Montréal: Variétés, 1955.
[8] Cfr. Huerga Teruelo, A. Garrigou-Lagrange, Réginald. En Gran Enciclopedia Rialp. Madrid: Rialp, 1972, vol. X, pp. 710-712.
[9] Garrigou-Lagrange, G. El sentido común. La filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas. Madrid: Ediciones Palabra, 1980, p. 112.
[10] Cfr. Ibidem, pp. 140-141.
[11] Ibidem, p. 75.
[12] Cfr. Ibidem, p. 137.
[13] Cfr. Santo Tomás de Aquino. Summa Theologiae I, q. 12, a. 11, ad 3.
[14] Cfr. Santo Tomás de Aquino. Summa Theologiae I, q. 84, a. 5.
[15] Garrigou-Lagrange, R. El sentido del misterio y el claroscuro intelectual natural y sobrenatural. Buenos Aires: Dedebec; Desclée de Brouwer, 1945, p. 36.
[16] Cfr. Garrigou-Lagrange, G. El sentido común. La filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas. Madrid: Ediciones Palabra, 1980, pp. 291-304.
[17] «Dogmata fidei retinenda sunt tantummodo iuxta sensum practicum, id est tamquam norma praeceptiva agendi, non vero tamquam norma credendi» (Pío X. Decretum Lamentabili sine exitu (3 de julio de 1907), núm. 26: Dz 2026; DS 3426).
[18] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. Dios: su existencia y su naturaleza. Madrid: Ediciones Palabra, 1980, vols. I-II.
[19] «Sancta Catholica Apostolica Romana Ecclesia credit et confitetur, unum esse Deum verum et vivum, Creatorem ac Dominum caeli et terrae, omnipotentem, aeternum, immensum, in comprehensibilem, intellectu ac voluntate omnique perfectione infinitum: qui cum sit una singularis, simplex omnino et incommutabilis substantia spiritualis, praedicandus est re et essentia a mundo distinctus, in se et ex se beatissimus, et super omnia quae praeter ipsum sunt et concipi possunt, ineffabiliter excelsus» (Concilium Vaticanum I. Dei Filius, cap. 1 (24 de abril de 1870): Dz 1782; DS 3001).
[20] Garrigou-Lagrange, R. Dios: su existencia y su naturaleza. Madrid: Ediciones Palabra, 1980, vol. I, p. 100.
[21] Cfr. Ibidem, p. 102.
[22] Ibidem, pp. 175-176.
[23] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. Dios al alcance de todos. Bilbao: Ediciones Desclée de Brouwer, 1951.
[24] Cfr. Santo Tomás de Aquino. Summa Theologiae I, q. 3, a. 4.
[25] Garrigou-Lagrange, R. Dios: su existencia y su naturaleza. Madrid: Ediciones Palabra, 1980, vol. II, p. 350.
[26] Ibidem.
[27] Cfr. Santo Tomás de Aquino. Summa contra Gentiles, lib. III, cap. 2.
[28] Garrigou-Lagrange, R. El realismo del principio de finalidad. Buenos Aires: Dedebec; Desclée de Brouwer, 1949, p. 88.
[29] Garrigou-Lagrange, R. Dios: su existencia y su naturaleza. Madrid: Ediciones Palabra, 1980, vol. II, p. 353.
[30] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. De Revelatione per Ecclesiam Catholicam proposita. Roma; Tournay; Paris: Desclée, 1950, vols. I-II.
[31] Cfr. Ibidem, vol. I, pp. 39-40.
[32] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. La nouvelle théologie, où va-t-elle?. Angelicum. 1946, núm. 23, pp. 126-145.
[33] Traducción propia del texto original: «Elle revient au modernisme. Parce qu’elle a accepté la proposition qui lui était faite : celle de substituer à la définition traditionnelle de la vérité: adaequatio rei et intellectus, comme si elle était chimérique, la définition subjective : adaequatio realis mentis et vitae» (Ibidem, p. 143).
[34] Cfr. Pío XII. Litterae Encyclicae Humani Generis (12 de agosto de 1950): Dz 2305-2330; DS 3875-3899.
[35] Traducción propia del texto original: «Questo relativismo dogmatico apparve di nuovo all'epoca del modernismo, come dimostra l'Enciclica “Pascendi” del 1907. E tendeva ad apparire sempre di più ultimamente in alcuni saggi della “nuova teologia”, in cui si diceva che le nozioni usate nelle definizioni conciliari a lungo andare invecchiano, non son più conformi al progresso delle scienze e della filosofia, e allora devono essere sostituite da altre dichiarate “equivalenti”, ma che sono ugualmente instabili» (Garrigou-Lagrange, R. La sintesi tomista. Brescia: Queriniana, 1953, p. 543).
[36] Traducción propia del texto original: «Vous, R. P., qui avez si fortement combattu le modernisme dans vos livres du “Sens Commun” et de “Dieu”, vous ne pourrez moins qu’employer votre grand savoir et votre grand amour à l’Église, pour défendre les fideles de ces enseignements modernistes, qui détruisent le droit et véritable ordre social chrétien. […] Veuille Dieu que M. Maritain, retourne à la profession de ces grandes vérités “sauvegardiennes” qu’il professa dans sa Primauté du Spirituel, dans son Antimoderne et dans “Trois Réformateurs”» (Meinvielle, J. Correspondencia a R. Garrigou-Lagrange (1 de marzo de 1947). En Meinvielle, J. Correspondance avec le R. P. Garrigou-Lagrange à propos de Lamennais et Maritain. Buenos Aires: Nuestro tiempo, 1947, pp. 120-121).
[37] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. De Deo uno. Turín; Roma: Marietti, 1950.
[38] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. De Deo trino et creatore. Turín; París: Marietti; Desclée de Brouwer, 1944.
[39] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. De beatitudine de actibus humanis et habitus. Turín: R. Berruti, 1951.
[40] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. De virtutibus theologicis. Turín: Berruti, 1949.
[41] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. De gratia. Turín: Berruti, 1947.
[42] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. De eucaristia. Accedunt de paenitentia quaestiones dogmaticae. Turín; París: Berruti; Desclée de Brouwer, 1948.
[43] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. La síntesis tomista. Buenos Aires: Dedebec; Desclée de Brouwer, 1946.
[44] También es interesante el estudio riguroso que hace acerca de la espinosa cuestión de la predestinación a partir de la doctrina de santo Tomás y en confrontación con otros sistemas teológicos: cfr. Garrigou-Lagrange, R. La predestinación de los santos y la gracia. Buenos Aires: Dedebec; Desclée de Brouwer, 1947.
[45] Cfr. Juan Duns Escoto. Quaestiones in lib. IV sententiarum, dist. 49, q. 10. En Juan Duns Escoto. Opera omnia. Hildesheim: Georg Olms, 1968, pp. 505-544.
[46] Cfr. Francisco Suárez. De gratia, lib. VI, cap. 6. En Francisco Suárez. Opera omnia. París: Ludovicus Vives, 1858, vol. IX, pp. 32-39.
[47] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. De gratia. Turín: Berruti, 1947, p. 15.
[48] «Humanae naturae sublimatio et exaltatio in consortium divinae naturae debita fuit integritati primae conditionis, ac proinde naturalis dicenda est, non supernaturalis» (Pío V. Bula Ex omnibus afflictionibus, núm. 21 (1 de octubre de 1567): Dz 1021; DS 1921).
[49] Garrigou-Lagrange, R. La síntesis tomista. Buenos Aires: Dedebec; Desclée de Brouwer, 1946, p. 105.
[50] Cfr. Rahner, K. Sobre la relación entre la naturaleza y la gracia. En Rahner, K. Escritos de teología. Madrid: Taurus, 1967, vol. I, pp. 332-333, nota 4.
[51] Cfr. Gherardini, B. Natura e grazia: l’equivoco di Karl Rahner. En Lanzetta, S. M. (dir.), et alii. Karl Rahner. Un’analisi critica. La figura, l’opera e la recenzione teologica di Karl Rahner (1904-1984). Siena: Cantagalli, 2009, pp. 41-49.
[52] Cfr. Siri, G. Getsemaní. Reflexiones sobre el movimiento teológico contemporáneo. Ávila: Hermandad de la Santísima Virgen María; Cete, 1981, pp. 72-73.
[53] Cfr. Santo Tomás de Aquino. Scriptum super Sententiis, lib. II, d. 26, q. 1, a. 2, co.
[54] Cfr. Gardeil, A. La Structure de l'âme et l'expérience mystique. París: Gabalda, 1927, vols. I-II; La vraie vie chrétienne. París: Desclée de Brouwer, 1935; Le Saint-Esprit dans la vie chrétienne. Juvisy: Éditions du Cerf, 1935.
[55] Cfr. Arintero, J. G. Cuestiones místicas. Madrid: BAC, 1956; La evolución mística. Madrid: BAC, 1959; Influencia de santo Tomás en la mística de san Juan de la Cruz y santa Teresa. Salamanca: Fides, 1924; Grados de oración y principales fenómenos que les acompañan. Salamanca: P. Criado, 1916; La verdadera mística tradicional. Salamanca: Fides, 1925.
[56] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. La vida eterna y la profundidad del alma. Madrid: Rialp, 1951; Las tres vías y las tres conversiones. Bilbao: Desclée de Brouwer, 1951; La unión del sacerdote con Cristo, Sacerdote y Víctima. Madrid: Rialp, 1962; La santificación del sacerdote. Madrid: Rialp, 1956; El salvador y su amor por nosotros. Madrid: Rialp, 1977; La Providencia y la confianza en Dios: fidelidad y abandono. Buenos Aires: Dedebec; Desclée de Brouwer, 1945; La Madre del Salvador y nuestra vida interior. Buenos Aires: Desclée de Brouwer, 1954.
[57] Cfr. Garrigou-Lagrange, R. Las tres edades de la vida interior. Buenos Aires: Dedebec; Desclée de Brouwer, 1963.
[58] Cfr. Ibidem, p. 309.
[59] Ibidem, p. 545.
[60] Ibidem, pp. 962-963.
[61] San Juan de la Cruz. Noche oscura lib. II, cap. 5. En San Juan de la Cruz. Obras completas. Madrid: BAC, 1960, p. 673.
[62] Garrigou-Lagrange, R. Las tres edades de la vida interior. Buenos Aires: Dedebec; Desclée de Brouwer, 1963, p. 1115.
[63] Ibidem.
[64] Ibidem, p. 1118. Cfr. Santo Tomás de Aquino. Summa Theologiae I-II, q. 28, aa. 1-2.