Un fruto de la esperanza cristiana es la alegría en el Señor. En la inminencia de la venida de Jesucristo, a la Virgen María se le dice «alégrate» y «feliz la que ha creído». Ella misma dice de sí: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1,28.45 y 47). María es el cumplimiento de la promesa de parte de Dios de que Israel se gozará indeciblemente por la realización de la salvación. En efecto, en nombre del Pueblo de Dios y en representación de todos los creyentes, a María se aplica esta profecía: «¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel, alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén» (3,14).
Esta alegría viene de Dios como un don y se apoya en su amor misericordioso. Es por ello que es una alegría aún en medio de nuestros pecados y desgracias. Es la alegría del pecador que se sabe amado por Dios y que ve que su salvación está a las puertas. Así se nos dice: «El Señor, tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo» (Sof 3,17).
Todos experimentamos el pecado personal y sus consecuencias en la vida social. Un efecto del pecado es la pérdida de la alegría, que es inherente al hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, es decir, partícipes de la vida divina y de su infinita felicidad. La imagen bíblica del Paraíso apunta al estado de plenitud de vida del hombre y de la mujer cuando ellos están en comunión con Dios. La expulsión del Paraíso hacia el desierto inhóspito e inhumano es la imagen del pecado en cuanto vulnerabilidad y muerte. Es lo que experimenta el joven del Evangelio cuando decide alejarse de Jesús: «Se marchó triste» (Mt 19,22).
La tristeza de las personas se traspasa a su comunidad. Por eso puede haber sociedades tristes, satisfechas de sí mismas, pero vacías de sentido. «La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría (…). El hombre puede verdaderamente entrar en la alegría acercándose a Dios y apartándose del pecado» (San Pablo VI).
En Adviento y a pocos días del nacimiento de Cristo, la Iglesia nos dice: «No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo» (Lc 2,10), porque el Señor es quien se acerca al hombre para devolverle la alegría de la salvación. Quien abre su corazón pecador a Jesucristo Redentor va percibiendo que su tenor afectivo comienza a cambiar, pasando de la tristeza a la alegría y a la paz. Por eso, a los cristianos se nos dice: «No estén tristes: la alegría del Señor es la fortaleza de ustedes» (Neh 8,10).
+ Francisco Javier