«Un ser vivo de trece semanas en el vientre de una mujer que no es un ser humano» Si no fuese por las tremendas consecuencias que esta declaración conlleva, como biólogo y como alguien que desea conservar el sentido común, sería para reírse a mandíbula batiente. Pues entonces. ¿A qué especie pertenece, querida ministra? Y luego sale otro ministro con disquisiciones metafísicas al respecto, cuando nada hay más físico que ese “alguien” escondido tan realísimo para la madre.
Estoy convencido de la importancia de los beneficios que los avances de la ciencia han aportado y puede seguir aportando a la humanidad, pero es preciso denunciar una situación alarmante, significando el desequilibrio, cada vez más inquietante, entre su poder y el de la técnica que genera, que van en aumento, mientras la sabiduría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo parece disminuir progresivamente.
La vida en la Tierra tiene una historia larga. En el género humano ha sido transmitida desde hace milenios. Pero cada uno de nosotros tiene un momento de iniciación preciso, que es aquel en el cual toda la información genética, necesaria y suficiente, se reúne dentro de una célula- el óvulo fecundado o cigoto-, y este momento es cuando acontece la fecundación. No existe la más mínima duda sobre esto. En otras palabras, conocemos exactamente el instante en que empieza la vida humana, y por lo tanto no somos libres para decidir tal o cual cosa sobre un embrión, ya que éste es, verdadera e íntegramente, un ser humano en cualquiera de sus etapas.
La defensa de del ser humano en cualquier y todo momento de su existencia se basa en argumentos racionales antes que en cualquier consideración religiosa. Se debe rechazar científicamente no sólo el crimen abominable del aborto, sino conceptos ideológicos como el de “preembrión”, y ello, entre otras razones, porque el desarrollo embrionario de cualquier ser vivo es un proceso sin solución de continuidad. El ADN de cualquier criatura, sabia mezcla del de ambos padres, contiene las instrucciones genéticas para el completo desarrollo y funcionamiento del nuevo ser vivo engendrado. El ADN es el portador y transmisor entre generaciones de la información genética. No es pues extraño que se compare frecuentemente con un manual de instrucciones donde se contienen las órdenes para construir los demás componentes celulares. Y esa información está escrita en un código de cuatro letras que tiene validez universal. Una información que, si no se interrumpe, alcanza su completo y normal despliegue.
Desde los incipientes balbuceos consistentes en la manipulación genética de microorganismos, vegetales superiores y animales, añadiendo genes para obtener productos biológicos en cantidades elevadas con poco costo, o variedades de plantas y de ganado más resistentes y más rentables, se han producido dos hechos fundamentales: hemos pasado a manipulaciones más profundas del genoma, como la clonación, y se ha cruzado la frontera de la intervención en el genoma de los mamíferos superiores. Esos, y otros avances como la secuenciación del genoma humano y la posibilidad de intervenir en el mismo, no sólo han revolucionado la Biología, si no que también han afectado a la ética y la moral.
La ética de la vida o bioética, cuyo origen se debe al oncólogo norteamericano Van Rensselaer Potter, se aplicó en los inicios para proveer principios orientadores de la conducta humana en el campo de la medicina, aunque actualmente tenga un sentido más amplio. En lo referente al nuevo campo que se abre para las Ciencias de la Salud, las controversias surgidas por ejemplo sobre la clonación humana, el uso de embriones humanos para la terapia celular, la resolución de problemas de infertilidad mediante el procedimiento de fertilización in vitro, la utilización de la píldora del día después, etc., se han debido fundamentalmente a no emplear el «sentido común ilustrado científicamente» que preconiza el pensador alemán Jürgen Habermas. En este caso, ese sentido común, que no es otra cosa que contemplar los elementos como son realmente, consiste en comprender con claridad y aplicar con rigor lo esencial de la reproducción humana, la cual, el famoso genético Jérôme Lejeune, descubridor de la trisomía en el par de 23 de cromosomas que genera el síndrome de Down, formuló de manera resumida del siguiente modo: «Los hijos están unidos permanentemente a sus padres mediante un vínculo material, la larga molécula de ADN, en la que está inscrita, en un lenguaje en miniatura invariable, toda la información genética. En la cabeza de un espermatozoide hay un metro de ADN dividido en 23 fragmentos [...] Tan pronto como los 23 cromosomas del padre aportados por el espermatozoide se unen con los 23 de la madre aportados por el óvulo, queda reunida toda la información necesaria y suficiente para determinar la constitución genética del nuevo ser humano»
El aumento de conocimientos de la genética evolutiva y de la biología del desarrollo no ha variado un ápice varios hechos científicamente probados, que están plenamente vigentes y cuya consideración es esencial para resolver los problemas bioéticos que puedan plantearse. Estos hechos son:
a) que la vida está escrita mediante un código o mensaje muy especial en las moléculas de ADN que constituyen los genes;
b) que el genoma de un ser es absolutamente específico y mezcla irrepetible de los genomas materno y paterno, excepto en el caso de gemelos;
y c) que un desarrollo embrionario normal es un proceso dinámico y sin solución de continuidad, aunque la pauta que va descifrando el código genético cambia en cada división celular.
La primera célula o cigoto transmite el mensaje a las siguientes con alguna modificación de la pauta original, de manera que las nuevas células generadas por división de la primera empiezan a leer otras partes del ADN. Esas primeras células embrionarias son totipotentes o generalistas, es decir, no pueden manifestar muchas cosas, pero “saben” algo de todo. Sin embargo, al cabo de un tiempo las células del embrión son especialistas ya que únicamente pueden construir células y tejidos de un determinado tipo. El motivo por el que el cigoto necesita de especialistas es para que su propia y total identidad pueda manifestarse. En él se contiene el plan general que se va definiendo a través de sus hijas, de manera que éstas van dando lugar a células y tejidos específicos, lo que permite que, finalmente, la totalidad manifieste al ser humano que existía desde la concepción. Estas células generalistas, además de en los embriones, existen también numerosos lugares corporales del organismo adulto y en el cordón umbilical de los recién nacidos. Estas generalistas, que reciben el nombre de “células madre” o “células troncales”, tienen una importancia terapéutica enorme, pero su obtención a costa de embriones humanos, como defienden paladinamente algunos científicos y políticos actuales, es éticamente reprobable si se tiene la certeza, como muestra la ciencia cuando no está preñada por ideologías acientíficas, que desde el principio de la fecundación existe el mensaje genético cuya manifestación es vida. Y que, fuera de toda discusión, si el mensaje es un mensaje humano, el embrión es un ser humano cualquiera que sea la etapa de su desarrollo, y que como tal debe ser tratado.
Ángel Guerra, doctor en biología y director de un grupo de investigación en el Instituto de Investigaciones Marinas-CSIC.
Publicado en VigoMetropolitano. Reproducido con autorización.