En el que es sin duda el viaje más difícil de su pontificado, Benedicto XVI está cumpliendo con creces todas las expectativas depositadas en él. La asunción de su mensaje de paz y de reconciliación es el único que podría romper el círculo vicioso al que se han visto abocados los habitantes de Tierra Santa tras medio siglo de violencia. La sangre llama a la sangre y en Oriente Medio se cumple de forma literal las palabras que Cristo dirigió a Pedro en el momento de su apresamiento: "todos los que empuñen espada, a espada perecerán" (Mt 26,52).
Aunque sin justicia no se puede construir un futuro de convivencia entre los pueblos que habitan aquella región del mundo, la misma no puede consistir en un constante ojo por ojo y diente por diente. El fundamentalismo religioso y el extremismo político se convierten en camaradas que luchan codo a codo para lograr que se eternice un conflicto que mantiene bajo maldición a las sucesivas generaciones de aquellos pueblos. El mensaje del Papa es el único agua que puede apagar ese fuego, porque parte de Aquél que es fuente de agua viva para todos los hombres.
El éxodo de los cristianos de Tierra Santa, a quienes el Papa ha demostrado su cercanía y amor fraternal, es un claro síntoma de la enfermedad mortal que asola aquella región. Los que son testigos del amor de Dios no son bienvenidos entre los que viven anclados en el odio y el resentimiento. Pero si en otras épocas la presencia de los cristianos en la tierra natal de nuestro Señor no fue precisamente sinónimo de paz, hoy sí lo es. De hecho, el mensaje cristiano es el único que puede salvar a unos y otros. Judíos y palestinos quizás no sean conscientes del valor real de las palabras del anciano que les visita desde Roma, pero sólo lograrán vivir en paz el día en que asuman en su totalidad dicho mensaje.