«Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y un pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su puerta, cubierto de llagas, deseaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico... y hasta los perros venían y le lamían las llagas.» (Lc 16, 19-21).
Un estudio de 2009 titulado: «La continua relevancia de los ingresos familiares en relación con la práctica religiosa,» muestra una estadística preocupante: Los pobres no van a Misa.
Los católicos que ganan menos de 30.000 dólares son drásticamente más propensos a no presentarse el domingo en el templo. ¿Y esto por qué?
El estudio analiza múltiples variantes, esperando afinar en las causas de esta ausencia de la liturgia. Los viajes, los horarios de trabajo, la estabilidad familiar, contribuyen en apariencia a las tendencias centrífugas y, por lo tanto, es difícil determinar cuál es la causa y la raíz.
Sin embargo, el estudio proporciona una sugerencia preocupante: «La atmósfera social de muchas parroquias ya no invita a los católicos de bajos ingresos.»
Matthew Schmitz, editor principal de First Things, avanza una discusión según la cual la ausencia de la belleza litúrgica crea la ausencia de los pobres.
La disminución de la asistencia de los pobres es consecuencia del auge del modernismo en el arte de la Iglesia, en la liturgia y en la arquitectura después del Concilio Vaticano II.
Esta tendencia favorece las obras abstractas y teóricas en lugar de las creaciones clásicas y tradicionales, haciendo que la belleza no sea accesible a todos los miembros de la Iglesia.
El arquitecto Duncan Stroik reconoce que los pobres se ven especialmente afectados por esta tendencia: «Los pobres tienen necesidad de la belleza para ennoblecerlos, para levantarlos de la ciénaga de este mundo caído.»
La Iglesia enseña que la «opción preferencial por los pobres» debe priorizar la dimensión espiritual de la persona.
San Juan Pablo II escribe: «Esta opción no se limita a la pobreza material, ya que es bien sabido que hay muchas otras formas de pobreza, especialmente en la sociedad moderna, no sólo la económica sino también la cultural y espiritual.»
Esto exige que alimentemos el hambre de los pobres, no sólo con la comida corporal, sino también incentivando el apetito de los bienes espirituales mediante la belleza y la comunión.
El estudio de 2009 reconoce el daño de las soluciones tecnocráticas: «Los esfuerzos parroquiales dirigidos a ayudar a los pobres pueden, incluso crear una barrera para la participación religiosa de los católicos de bajos ingresos, en consonancia con la observación de un estudio anterior, según el cual los servicios sociales basados en la fe, pueden reforzar una división jerárquica entre quienes los brindan y quienes los necesitan».
El peligro estriba en que los esfuerzos del servicio asistencial puedan generar una relación proveedor-receptor en lugar de una comunión de caridad.
La verdad se empobrece si los ricos y los pobres no comparten la comunión en la Iglesia. En lo más profundo de nuestra realidad, todos nos arrodillamos como mendigos delante de Dios.
Tanto Warren Buffett como el pobre anónimo, dependen completamente de Dios para su existencia y sustento. «Sin Mí no podéis hacer nada.» (Jn 15, 5). «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1 Cor 4, 7). Perder de vista esta pobreza existencial lastima a todos los involucrados.
Compartir algo hermoso nos une. En la fiesta de la Anunciación hace unos años, sucedió algo hermoso, que cambió Michigan Avenue, la calle contigua a los muros de nuestro Priorato: Un cielo oscuro presagiando tormenta, se vislumbraba goteando junto al sol poniente.
La explosión de belleza detuvo a todos en la calle. Todos nos pusimos de pie uno al lado del otro, mirando en la misma dirección, disfrutando de la misma impresión con la misma simpatía que causa la mañana de la Navidad.
De una manera natural, nos sentíamos unidos al recibir ese regalo de Dios. Incluso más allá de esta maravilla terrenal, de una manera sobrenatural, podemos unirnos ante el don de la Eucaristía, con toda su belleza y toda su gracia.
Los suntuosos banquetes del hombre rico no fueron los que le condujeron a la condena. Tampoco fue su negativa a echar los restos de su comida a Lázaro y a los perros.
El hombre rico, bendecido por Dios con esos bienes, no compartió la belleza y bondad de su banquete.
Pablo VI escribe que la verdadera comunidad humana se da «cuando el pobre Lázaro puede sentarse con el rico en la misma mesa del banquete.» (Populorum Progressio, 47). Y la Santa Misa es donde esto debería ser más cierto.
Fr. Irenaeus Dunlevy, OP
Publicado originalmente en Dominic Friars Foundation