Basta leer un fragmento o una parte de la gigantesca obra de santo Tomás de Aquino, para advertir que se trata de un edificio construido con milimétrica precisión y donde están ensabladas todas las piezas con el soplo divino y puro (aparentemente un poco gélido) de la Razón. El sentimiento, la emoción, la opinión personal no parecen escaparse por ninguna rendija de esta mole. En san Pablo, san Agustín o san Jerónimo, desde el gran magma de su sabiduría teológica, surge de vez en cuando un atisbo de lirismo, de pasión personal, en el que muestran su corazón ardiente. Santa Teresa de Lixieux o santa Catalina de Siena manifiestan alguna vez una humanidad sufriente, una herida abierta que supura el dolor de un drama «demasiado humano». En Santo Tomás, en cambio, parece que nunca asoma esa pasión que, sin duda, incendió su alma, durante toda su vida. (Que la llama de esa pasión ardió con intensidad, lo demuestran sus excelsos poemas eucarísticos.) Si hay una obra humana que merezca llevar grabada de forma indeleble la palabra Razón es la del Aquinate. Y, sin embargo, la razón no es un fin en sí mismo. La razón sirve para develar, explicar y transmitir una realidad superior que es la Revelación. La filosofía, según el conocido adagio escolástico, es ancilla theologiae. Si la filosofía tiene este carácter ancilar, ¿para qué crear un sistema ex profeso, cuando ya existe uno con suficiente entidad y coherencia, el aristotélico?
Una Razón sin fisuras; diriamos en su estado puro. Y doy aquí con una palabra que surge espontáneamente cuando hablamos del santo: pureza.
En su vida como en su obra no aparecen doblez, motivos ocultos, actos o palabras que puedan interpretarse de diversos modos. Desde su juventud en la que decide su vocación hasta su muerte en la abadía Fossanova, el medio siglo de vida terrena de este hombre es una línea recta que apenas conoce desviaciones. Acaso su elección de la orden dominica frente a la benedictina (todo en él apuntaba a que hubiera sido un ideal abad de Montecasino) fue uno de los pocos momentos de su existencia en los que se presentó una posible bifurcación de su camino vital. Pureza casi angélica. El Doctor Angélico merece este título por su estudio de los seres espirituales, pero también por su misma realidad biográfica.
Esto hace que esta enorme obra de inteligencia casi sobrehumana nos parezca, paradógicamente, la obra de un niño; de un niño de una inteligencia superdotada pero incapaz de doblez o segundas intenciones. Pasa algo parecido con otro gigante, Chesterton, cuya obra tiene un no sé qué de candidez infantil («un suerte de cómica gratitud», escribió Borges) que hace que, incluso cuando es polémico o irónico, nunca resulte recoroso o taimado. Se dice -no sé si es apócrifo, como tantos hechos suyos- que su fiel fray Reginaldo, que atendió espiritualmente al santo antes de morir, dijo que aquello era «la confesión de un niño de cinco años».
Pero toda esta rectilinea pureza se rompe de pronto con un hecho, que no sé si refuta o, por el contrario, culmina la trayectoria vital anterior. Deja de escribir, después de tener un profunda experiencia de contemplación, y deja inconclusa nada menos que la Summa. La palabra adquiere su pleno sentido frente al silencio; ese es un espacio que han transitado desde los grandes místicos a escritores modernos (Mallarmé, Melville, Valery). Es, en el terreno secular, Kafka pidiendo que se destruya su obra o el profesor Kien, protagonista del Auto de fe de Elías Canetti, pegando fuego a su biblioteca, como única salida posible al laberinto de su vida,
En última instancia la experiencia del Ser Supremo es incomunicable, es un misterio que trasciende toda palabra y toda razón. Esa antítesis de Dios (todo) frente a todo lo demás (nada) la explicó como nadie, siglo después, san Juan de la Cruz. Y esta infinitud de Dios no da a los esfuerzos humanos, entre los que está la labor teológica, un carácter de absurdo (pasión inútil, diría Sartre), sino que los dota de significado. El silencio final de Tomás, en realidad, no rompe con su obra anterior, sino que le da sentido y las coloca en sus justos términos. Esta obra fue un prodigio de palabras exactas, sabias, profundas. Todo esto, pero nada más que esto.
Si no fuera el acto de un santo, este silencio final del taciturno fraile sería la pose genial y un tanto irónica de un verdadero artista.
Tomás Salas