La crisis de la familia produce en los jóvenes profundas carencias afectivas y conflictos emocionales. Hoy crecen muchos niños que se ven privados del amor de alguno de sus padres y sabemos demasiado bien cuáles son las consecuencias negativas de esta ausencia. Cuando los padres no están ahí para sus hijos, es más probable que esos chicos vivan en la pobreza, fracasen en la escuela, o acaben en la prisión o en el desempleo más adelante, porque la ausencia de una estructura familiar sólida con su correspondiente cariño sumerge al joven en estado de aislamiento, angustia, inseguridad e inmadurez. Por ello en los hogares dañados por disensiones profundas de los padres, éstas crean un ambiente familiar inhóspito que repercute muy negativamente en los niños y adolescentes que son muy sensibles a estas dolorosas situaciones y se ven afectados por ellas.
Pero cuando ya se ha producido la ruptura matrimonial, es muy conveniente que el progenitor presente no trate de envenenar la relación de su hijo con el padre ausente, procurando no hablar mal de él, y sobre todo hay que evitar que ambos cónyuges entren en competencia por llevarse el cariño del hijo. Como dice el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica “Amoris Laetitia”: “A los padres separados les ruego: «Jamás, jamás, jamás tomar el hijo como rehén. Os habéis separado por muchas dificultades y motivos, la vida os ha dado esta prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso de esta separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge. Que crezcan escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá». Es una irresponsabilidad dañar la imagen del padre o de la madre con el objeto de acaparar el afecto del hijo, para vengarse o para defenderse, porque eso afectará a la vida interior de ese niño y provocará heridas difíciles de sanar” (nº 245). Los padres no deben buscar enfrentar a sus hijos con el otro cónyuge, ni rivalizar entre ellos por el cariño del hijo, creyéndose que éste se consigue dándoles cosas y dinero, pero sin buscar su bien. Entonces quien manda y además despóticamente es el hijo, porque aunque está superprotegido, le falta lo esencial: unos padres que le quieren y se sacrifican por él.
Los padres deben evitar la ingenuidad de pensar que, aun tomando estas precauciones, su ruptura no va a tener consecuencias negativas en los hijos. Diversos estudios demuestran lo que el sentido común nos indica, es decir que los niños que han crecido teniendo unos padres involucrados en su educación y presentes en el plano emocional presentan mayor capacidad de socialización y menos comportamientos conflictivos y agresivos, son más sociables, tienen mayor autoestima y empatía e intelectualmente sacan mejores notas, y posteriormente presentan más estabilidad en sus relaciones, mientras que los niños que viven una ruptura familiar tienen mayores probabilidades de tener problemas de comportamiento, pues se encuentran sin una brújula que les señale los valores de referencia, corriendo así el peligro de convertirse en una juventud pasota, que pasa de todo, menos de curso. En cambio, cuando los padres intentan en serio educar a sus hijos, yendo por delante con su ejemplo, con frecuencia el resultado son jóvenes razonables, que saben dejarse aconsejar, a la vez que tienen sentido crítico y son capaces de encontrar su camino, encontrándose a gusto consigo mismos.
Es indudable que la familia protege a los menores y que los padres, por norma general, desean el bien de sus hijos, porque los quieren y los conocen mejor que nadie. Es por ello un gravísimo error y va contra los derechos humanos el pretender que sea el Estado y no los padres quienes eduquen a los hijos: “Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos” (artículo 26 & 3 de la Declaración de Derechos Humanos de la ONU). Pero creo también en el gran valor de ese refrán que dice: “Familia que reza unida, permanece unida”. Habernos olvidado de esto, es uno de los grandes problemas de la Sociedad actual.
Pedro Trevijano, sacerdote