Esos cambio socio-económicos o morales que englobamos bajo el nombre genérico (y equívoco) de “progreso” tienen a su favor, al menos, dos circunstancias: a) su apariencia inocua; parece que solo afecta a modificaciones en las costumbres, en los hábitos; unos cambios más bien inocentes, no trascendentales, que harán a las personas más libres, felices y actuales. b) Otra circunstancia, es que este discursos suele ir a favor de causas nobles; causas que suscitan un amplio consenso social; vindicaciones con las que estarán de acuerdo cualquier persona razonable. ¿Quién puede refutar a una persona que dice algo tan evidente como que “manda en su cuerpo”? Si alguien afirma que no debiera haber fronteras, que ningún hombre debería ser ilegal, que tendrían que desaparecer todos las armas, ¿quién podrá discutir estos asertos tan obvios? Si cualquiera enarbola como una enseña la palabra talismán “derecho”, ¿quién tiene fuerza para argumentar en contra?
La ideología de género constituye un claro ejemplo de este progresismo difuso y omnipresente. ¿Quién está en contra de que se luche contra la violencia ejercida a las las mujeres? ¿Quién, a estas alturas, se posiciona en contra de la igualdad entre sexos en el terreno laboral, educativo, económico? Sin embargo, se trata de una revolución quizá más profunda, más radical (en el sentido en que afecta a estratos profundos, a las raíces) que las anteriores revoluciones.
Las revoluciones políticas (liberalismo, comunismo) intentan cambiar las estructuras sociales y las relaciones económicas, para evolucionar, en teoría, hacia una situación de mayor justicia y progreso. Las revoluciones morales, como la que inicia en el famoso Mayo del 68, pretenden cambiar las costumbres, las relaciones interpersonales, familiares, sexuales. Pero este cambio que plantea la ideología de género, bajo su apariencia modesta, subvierte los fundamentos mismos de nuestra concepción del hombre; fundamentos que, más que históricos o culturales, son antropológicos. Se niega la ley natural que configura la naturaleza humana. En este vacío, sólo queda como motor del hombre una libertad que no tiene límites, que sólo depende de la voluntad; una voluntad que viene a ocupar el lugar ontológico de la verdad: no lo que “es” sino lo que “quiero” es el fundamento último de la realidad.
Contaré una experiencia personal. Asistí a una charla para alumnos de un centro de Secundaria sobre el tema de la violencia de género. La conferenciante era una chica joven que había trabajo en un centro de acogida para mujeres maltratadas. Destacó, con fundadas razones y desde la experiencia personal, la enorme lacra que supone esta conducta aberrante, el gran sufrimiento que experimentan estas mujeres. ¿Cómo combatir esta conducta inmoral? Esta señora afirmó que la solución pasaba por hacer desaparecer la distinción entre hombres y mujeres que era algo obsoleto, antinatural. Esta distinción era -recuerdo exactamente la expresión- un “contructo”, es decir, un producto cultural, algo que la persona construye, que configura en aplicación de su libertad, pero que no le es dado. Entre la situación de las mujeres maltratadas (problema que se quiere solucionar) y la destrucción de este “contructo”, que es la condición sexuada del ser humano (solución propuesta), parece que hay una concatenación lógica sencilla; y así me parece los percibieron los jóvenes oyentes. Sin embargo, la idea es de una (seguramente insospechada por la misma conferenciante) gravedad enorme y abre una abismal brecha con nuestra concepción clásica del hombre. El ser humano se construye a sí mismo como un nuevo Prometeo de potencialidades ilimitadas. Parte de un vacío, ya que nada le es dado como dato previo. Esto que se llama Ley Natural o naturaleza humana es un fantasmagoría. Su inexistencia nos abre unas las posibilidades de unos horizontes insospechados e inseguros.
Hay un pequeño libro de C.S. Lewis (escritor británico converso al cristianismo, en parte por influencia de su amigo Tolkien, conocido por la película Tierra de penumbra y por ser autor de las Crónicas de Narnia) cuyo título resume bien este tema: La abolición del hombre. Este pequeño librito, que su autor consideraba su favorito, aunque no es de los más famosos, puede ayudar a arrojar luz sobre este tema tan rodeado de tinieblas. Lewis parte de un hecho aparentemente sencillo: el estudio de un manual escolar y la imagen del hombre que aquí se manifiesta. Desde le análisis de los textos del libro, el autor llega a la conclusión de que se nos muestra la imagen de un hombre “sin corazón”. El hombre que se nos muestra ha perdido lo que Lewis llama, por simplificar, el “Tao” (la Naturaleza, la Vía, el Camino); un concepto que está en la tradición platónica, aristotélica, estoico, cristiana, oriental. “Es -dice el autor- la doctrina del valor objetivo, la convicción de que ciertas actitudes son realmente verdaderas y otras realmente falsas respecto a lo que es el universo y lo que somos nosotros”.
El hombre a lo largo del tiempo va conquistando a la naturaleza; va adquiriendo dominio y poder sobre el mundo y esto cambia sus condiciones de vida y las de su entorno. Pero llega un momento en el que esto proceso de dominio alcanza un -ímite infranqueable: a la misma naturaleza humana. Cuando el hombre domina, manipula la naturaleza humana, la naturaleza lo domina a él. Pierde su referente sólo impulsado por su voluntad, por sus sentimientos, ya que “ningún sentimiento es, en sí mismo, un juicio”.
En esta realidad que Lewis llama el Tao podemos incluir la condición sexuada, que no (la matización es de Julián Marías) sexual, del hombre. El hombre no es sexual sólo en el sentido freudiano, en el sentido en que el sexo es su dimensión más importante y condicionante de las demás, sino que está instalado en esta condición y desde ella actúa. Si eliminamos ésta y las demás condiciones que nos son dadas, que constituyen el dato previo en el que se inserta nuestra vida, suprimimos el concepto de lo humano. Y no hablo del concepto cristiano -aunque sea el Cristianismo quien mejor lo concibe y define-, sino con un sentido más general, como la concibe el cristiano Lewis en este librito.
Las ideas de esta obra de 1945 resultan hoy, décadas después, una visión lúcida y profética de los retos a los que nos enfrentamos.